domingo, 4 de mayo de 2014

Así es como hay que irse

4/Mayo/2014
Jornada Semanal
Jorge Pedro Uribe Llamas

En junio de 2013, cuando se hizo esta entrevista, Emmanuel Carballo se dedicaba a corregir los libros que había escrito “para dejar las cosas lo mejor posible”. Le gustaba visitar a Guillermo Tovar de Teresa en la colonia Roma. Decía que tenía que caminar para vivir más años. Sus opiniones sobre los escritores que conoció de cerca eran tan vehementes como de costumbre. Murió el crítico y autor, pero sobrevive un trabajo bien documentado sobre la literatura mexicana del siglo XX.

–En Protagonistas de la literatura mexicana (1965) usted escribió que un entrevistador es un aguafiestas. ¿Por qué?
–Cuando estás con una persona que te acorrala por todos lados para que digas lo que debe ser y no lo que tú quieres, entonces te saca de tu mundo, de tu conformismo, y te pone frente a la pared, donde puede fusilarte o perdonarte.
–¿Fue cómodo entrevistar a gente como Vasconcelos?
–Él fue una figura que ayudó a formar mi personalidad. Dos personas han sido fundamentales en mi vida, y son las antípodas: Alfonso Reyes y José Vasconcelos. Uno aceptaba el mundo y el otro quería transformarlo. A Reyes le gustaba el mundo tal y como era, siempre y cuando él fuera el rey, mientras que Vasconcelos quería hacer el mundo a su imagen y semejanza. Los entrevisté porque eran mis ídolos. Me sirvió para redondear el retrato de personas que ya admiraba.
–¿Qué admira de Alfonso Reyes?
–Su estilo. Sigo sin conocer a un escritor que trabaje tan bien la filigrana y que no se note. Era un gran estilista, un primor de conocimiento del idioma. Llegar a las cosas que escribía Reyes es llegar a la región mas transparente del aire. Te vuelve lo más difícil, lo más pedregoso, un camino recién asfaltado. Era muy educado para escribir, sabía cómo comportarse. Hasta te imaginas qué color de camisa traía, si estaba vestido de traje, de pantalón y saco o de suéter o chamarra. Reyes es tan claro que primero llegas a amarlo, después a burlarte un poco, deshacerte de él y posteriormente a amarlo desmedidamente.
–También entrevistó a Carlos Fuentes cuando iniciaba. ¿Cómo lo recuerda?
–Lo conocí en 1954. Era un hombre muy brillante, guapo, bien vestido. Había ido a buenas universidades y tenido muy buenos amigos. De niño, Alfonso Reyes lo había sentado en sus piernas. Su padre era diplomático. Él se vistió de charro antes que... Bueno, yo nunca me he vestido de charro.
–¿Y a la joven Elena Poniatowska? Usted celebró sus primeros escritos.
–Estábamos un poco enamorados de Elena y confundíamos biografía con bibliografía, amor con literatura. Era mona, tenía bonitas piernas. Sus méritos como escritora son pequeños si la comparamos con Inés Arredondo, Luisa Josefina Hernández, Beatriz Espejo o Elena Garro, que fue la escritora más importante de la segunda mitad del siglo XX.
–¿Por qué la mejor?
–Porque la he leído minuciosamente: sus cuentos, novelas, diarios, cartas, obras de teatro. Yo le pagué mil dólares para que publicara su Felipe Ángeles, que es una hermosa obra de teatro. Perdí mi herencia haciendo libros: publiqué doscientos libros y perdí todos los centavos que me dejó mi mamá. Cumplí con mi deber. De Elena Garro me acuerdo de sus recursos estilísticos, de cómo con cuatro o cinco frases volvía a un personaje imperecedero.
–Usted dijo en una entrevista que ella tenía una cultura sujetada por alfileres y que no había leído más de ochenta libros.
–Pero tenía tantos libros de ella misma en el páncreas, el hígado, los riñones, el corazón, que no necesitaba leer. Un genio se da esos lujos: inventar libros que nunca ha leído. Hay autores que no necesitan leer, sino leerse a sí mismos.
–¿Será el caso de Juan Rulfo?
–No, él era un buen lector. Leía mucha literatura estadunidense traducida al español. Tenía más influencia de los traductores de Faulkner que de Faulkner. Lo importante es el talento que tenía.
–¿De Octavio Paz qué recuerdo tiene?
–Es mi maestro. Le tengo una enorme admiración. Si realmente quieres a una persona te vuelves su crítico más entusiasta. Obviamente me peleé con Paz. Era mi temperamento. Además, nunca me sujeté a lo que pensaba mi corazón, mi cerebro no se lo impedía. Tuve muchas muchas satisfacciones y tristezas. Pero así es como hay que irse.
–¿Los autores jóvenes también le interesan?
–Juan Villoro me parece un buen escritor, pero no trata los problemas que a mí me interesan. Yo creo que tú aprendes con tus mayores, la gente de tu edad o más joven no te enseña. ¿Hoy quién lee por ejemplo a Mariano Azuela? Yo lo leí muchísimo en los años cincuenta.
–¿Cómo era la Ciudad de México en ese tiempo?
–Nos veíamos en los cafés. Me acuerdo de uno en Bucareli y Reforma y de otro en Insurgentes y Baja California, cerca del Cine Las Américas. Los primeros años casi nunca desayunaba en mi casa, sino en Sanborns. Me acuerdo hasta de las gentes que iban: había una o dos mesas de escritores, gentes agradables y desagradables. Alguien que no me simpatizaba era Ricardo Garibay, que trabajó mucho para hacer un estilo, un estilo a fuerza, no un estilo natural. Él siempre tenía reglas que lo ataban, no volaba, estaba preso en la tierra. También recuerdo a Fausto Vega, creo que era secretario de El Colegio Nacional, tenía una risa conmovedora e inteligente: empezaba a reírse y toda la gente de Sanborns volteaba a verlo. Era muy agradable.
–De su vida anterior en Guadalajara, ¿de qué se acuerda?
–Empecé a escribir más o menos a los diecisiete años. Mi gran amigo era Carlos Valdés, habíamos sido compañeros en la primaria y secundaria. Leíamos en el Parque de la Revolución, que lo había hecho Luis Barragán, adelantándose cuarenta años a la arquitectura. La ciudad era pequeña, tendría unos 150 mil habitantes. Admiro, quiero y sufro cuando hablo de Guadalajara. En 1949 empezamos a publicar Ariel, hicimos veinticinco números, publicamos a muchos autores locales, nacionales y extranjeros. Yo leía mucha poesía española.
–¿Sirve leer mucho si uno no se dedica a la literatura?
–Conozco gentes, muchachos y grandes, que no escriben, que nos conocimos como lectores. Yo he escrito y ellos siguen leyendo, y son más felices que yo, quizá.

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