Confabulario
Alejandro de la Garza
El funerario contraste desplegado ante nosotros por el azar fue chocante por inevitable. Con un par de días de diferencia fallecieron Gabriel García Márquez y Emmanuel Carballo y sendas despedidas a estos hombres de letras alentaron una comparación odiosa. Sin relación con el sincero homenaje rendido al Nobel colombiano, el destino (podría escribir sino) deparó al crítico y literato jalisciense un funeral “en el total abandono”, según informó la prensa. Su mujer Beatriz Espejo, su hijo Emmanuel Carballo Villaseñor, media docena de amigos y la visita de rigor de funcionarios culturales. Sino es destino, escribió Paz, y aunque el accidente de las exequias disparejas sea mera anécdota, no pude evitar reflexionar sobre el sino del crítico literario, nacido en Guadalajara en 1929, asumido en Notas de un francotirador:
“Soy en las letras mexicanas una figura molesta pero necesaria. Y es natural, el crítico es el aguafiestas, el villano… el resentido, el amargado; en pocas palabras, el que exige a los demás que se arriesguen, mientras él mira los toros desde la barrera”.
Puede no coincidirse con esta visión sobre el sino de la crítica literaria en nuestro país, pero la cita describe el papel personal aceptado por este ensayista, historiador y memorialista singular de la literatura mexicana fallecido hace una semana, el domingo 20 de abril a los 84 años. Hay algo de solitariedad voluntaria, de aislamiento necesario, de distancia exigida en la lección vital dejada por Emmanuel Carballo a partir de su honestidad radical y su disposición a pagar el precio de la incomprensión y la soledad —cuando no del repudio— por la osadía crítica en un país donde hoy cualquier escritor de costumbrismo narco se ofende como si fuera Flaubert y las narradoras de novela rosa se dan aires de Sontag con sus relatos de prostitutas y teiboleras.
Al menos desde 1969, confiesa Carballo en su Diario público (2005), “cambié de piel y de manera de comportarme. Me cansaron la ‘alegre vida literaria’, la ostentación, los salones, y comencé a entrar lentamente a otro tipo de vida, más franciscana que jesuítica”.
El comentario es revelador porque desde su llegada como becario al Centro Mexicano de Escritores en la ciudad de México en 1953, y por al menos dos décadas, Carballo estuvo en el centro de la vida literaria y cultural del país, fue un promotor editorial incansable y su opinión tuvo peso y profundidad para impulsar o descalificar autores. En aquel legendario club pasó dos años junto a Rulfo, Arreola, Castellanos, Carballido. Luego dos años más en El Colegio de México bajo el magisterio de Alfonso Reyes. En México en la Cultura del periódico Novedades, a cargo de Fernando Benítez, continuó el ejercicio del periodismo literario iniciado en la capital de Jalisco a través de sus revistas Ariel y Odiseo, y también por esos años (1955) apareció la RevistaMexicana de Literatura, dirigida por él y Carlos Fuentes, “siguiendo el modelo de Contemporáneos”. Fue también secretario de redacción de la Gaceta del FCE y tiempo después de la Revista de la Universidad, además de colaborados del Diorama de la Cultura del Excélsior.
Antes de cumplir los 30 Carballo estaba ya junto a la plana mayor de la literatura mexicana de esos años, con los innovadores cosmopolitas, los continuadores de nuestra tradición literaria; para decirlo con el título de su libro más célebre, era un “protagonista de la literatura mexicana” en el ámbito de la investigación y los estudios de las letras de los siglos XIX y XX, y consolidaba su ensayística literaria.
Fueron años de estudio, de donde extrajo después sus bibliografías, su diccionario crítico, su antología y análisis del cuento mexicano. Destaco por igual sus balances del periodismo independentista de 1800 a 1825 y de la prensa porfirista. Para al suplemento de Benítez realizó las entrevistas publicadas en su libro Protagonistas de la literatura mexicana (1964), volumen reeditado y ampliado hasta convertirse en un texto ineludible durante los últimos 50 años, texto de necesaria lectura en todas las universidades, clases de literatura y carreras de letras, y aún continuado con Protagonistas de la literatura hispanoamericana.
Fueron también tiempos de enfrentamiento con los ortodoxos comunistas, recuerda Carballo, quienes despreciaban esa literatura “nueva” de Rulfo, Paz, Arreola, Castellanos, Fuentes, Revueltas, Garro e incluso la de Lezama, Carpentier, Borges o Cortázar por considerarla pequeñoburguesa. Hubo además confrontación con las buenas conciencias, deseosas de figuras conservadoras, de lustre y “buen gusto” como relevo generacional de los viejos ateneístas, los agotados novelistas de la Revolución y los provocadores Contemporáneos.
Como es bien sabido, la Revolución Cubana significó un impacto crucial para los escritores mexicanos y de toda Latinoamérica. Sacudida tan fuerte que alteró a muchos su rumbo político y existencial, además de polarizar de forma tajante, apunta el crítico: se estaba a favor o en contra, no había más. Él apoyó la causa cubana y empezó su aventura de estrechar relaciones con el gobierno de Fidel Castro y los escritores de la Casa de las Américas hasta llegar a ser presidente del Instituto Mexicano Cubano de Relaciones Culturales. La efervescencia política agitaba tanto a los sectores intelectuales que en 1961 varios escritores realizaron una huelga de hambre en apoyo del líder ferrocarrilero Demetrio Vallejo, preso en Lecumberri desde 1959. Participaron Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Eduardo Lizalde, el mismo Emmanuel Carballo y, a la cabeza, Pepe Revueltas.
El admirativo apasionamiento político por el sistema cubano se diluyó en menos de una década, y para 1968 la decepción de Carballo fue evidente. En ese contexto ocurrió el affaire Reinaldo Arenas. Carballo conoció el manuscrito de la segunda novela de este notable autor pobre, homosexual y perseguido en Cuba, El mundo alucinante, en supuesto proceso de edición en la isla cuando en realidad las autoridades evitaban imprimirla. Carballo la publicó en México en su editorial Diógenes, fundada en 1966, pero el asunto acabó en una disputa porque Arenas no recibió regalías. De ello estaba bien advertido, alegó luego Carballo.
Hacia finales de los años sesenta, ya en pleno empuje del boom latinoamericano, Carballo se retiró de lo que llamó la “alegre vida literaria”. En su último volumen editado en vida, Párrafos para un libro que no publicaré nunca (2013), confirma el hecho con estas palabras:
“El crítico debería vivir en algún lugar de difícil acceso, por ejemplo en una montaña. Editores y autores deberían enviarle sus nuevos títulos con un propio incorruptible. Así quizá sus juicios serían dignos de ser tomados en cuenta. Las corruptelas le estarían vedadas. Esta utopía, la crítica honrada, la he tratado de practicar en las sucesivas etapas de mi trabajo. En cada una de ellas conocí el rechazo, el silencio. Los autores enjuiciados casi siempre creyeron que minimizaba su talento por dos razones: la envidia o la ineptitud. En mi larga vida como crítico me las he visto negras. Un ejemplo, cuando me separé de la Mafia quedé solo. Perdí contactos con las editoriales, la amistad de casi toda la gente ‘famosa’”.
¿Quiénes representaban entonces a “la Mafia”? Entre broma y queja así se le decía, es claro, al grupo de Benítez, Fuentes, Monsiváis, Pacheco, Cuevas (desde luego don Fernando se doblaba de risa ante el comentario). Tras el compromiso político fallido, la decepción cubana y los ataques y distanciamientos por sus afiladas críticas con frecuencia hirientes, Carballo se retiró de ese grupo, de cierta vida social, de reuniones y cofradías literarias para concentrarse en el estudio, la lectura.
A pesar del alejamiento de la farándula literaria, de su ausencia de reuniones, homenajes, cocteles y presentaciones, en los setenta su influencia se mantuvo gracias al éxito de aquella serie de rápidas autobiografías de nuevos escritores, la ampliación del catálogo de Diógenes y la difusión de más autores jóvenes. Una influencia sustentada además en sus notas y ensayos para suplementos y revistas sobre un centenar de narradores, así como por sus labores editoriales en instancias académicas y asesorías a publicaciones universitarias y de instituciones oficiales.
Acaso, como escribió el crítico Christopher Domínguez hace unos días, Carballo se dedicó a administrar su reputación. Su ingreso al Consejo de la Crónica o su designación como Cronista de Cuajimalpa entre otros tantos puestos literario-burocráticos lo distrajeron durante buena parte de los años ochenta y noventa. No obstante, continuó publicando notas misceláneas, opiniones agudas y observaciones ácidas o resentidas, lo cual profundizó la idea de su amargura y enojo ante una vida literaria banal y unas obras para su gusto insatisfactorias o de plano malas.
Al iniciarse los noventa hubo reconocimientos a su labor como crítico e historiador literario. Lo premió el gobierno de su estado e ingresó con justicia al Sistema Nacional de Creadores. En 1994 publicó Ya nada es igual, memorias (1929-1953), volumen con la narración acuciosa y bien tramada de su estirpe familiar (fue hijo de un inmigrante español), su infancia y adolescencia en Michoacán y Jalisco; pero también historia literaria y cultural de su estado y de su capital, de sus escritores, políticos, revistas culturales y novelas más importantes. Esta escritura evocativa le daría empuje para llegar al nuevo siglo y publicar en 2005 la segunda parte de esas memorias, Diario público, 1966-1968, conformada por las notas escritas en el Diorama y donde concentra, a lo largo de 600 páginas, la vida literaria mexicana de esos años transformadores. Esta narrativa recupera atmósferas culturales y ambientes periodísticos, tendencias literarias y momentos cruciales para las letras y el país con la naturalidad de una conversación suave y puntual; tupida urdimbre de acontecimientos narrados con cierta melancolía pero con fuerza y claridad, aproximación vívida a aquellos días vertiginosos, aunque el mismo Carballo confiese:
“Al releer, corregidas y vueltas a corregir, las notas que componen este Diario, a casi 40 años de distancia, me encuentro con un México nebuloso y unos personajes (yo en primer término) casi fantasmales que me cuesta esfuerzo comprender y situar en su lugar exacto”.
En 2004 la UNAM publicó sus Ensayos selectos, con un prólogo y un dedicado trabajo de edición a cargo de Juan Domingo Argüelles, sobre quien Carballo ejerció el magisterio de sus enseñanzas y la influencia notable de su ejemplo de honestidad, según narra el propio Argüelles.
En estos últimos años se multiplicaron los reconocimientos para el maestro, acaso el más satisfactorio haya sido recibir, a sus 80 años, la Medalla de Bellas Artes por su trayectoria en las letras y, aunque seguía enojón, aislado, refunfuñante y crítico al punto de la corrosión, sus pares reunidos en la sala Manuel M. Ponce lo aplaudieron con sinceridad. Apenas el año pasado, el solitario crítico publicó como último libro la tercera parte de sus memorias Párrafos para un libro que no publicaré nunca.
La herencia literaria de Carballo está pues en una buena decena de libros, aportaciones a la investigación, los estudios y la historia literaria mexicana. En sus entrevistas indispensables es el mejor periodista; en los retratos, reseñas y ensayos alcanza la originalidad y profundidad de José Luis Martínez; en sus memorias es inevitable evocar la vida en México descrita por Salvador Novo, y en la crítica literaria, su valentía acaso no tenga parangón, pues al precio del aislamiento, la soledad y el distanciamiento, Emmanuel Carballo encontró independencia y honestidad para ejercerla. En su último libro, el francotirador se despide:
“Hoy puedo dar menos de lo que di ayer y, supongo, un decaimiento progresivo se apoderará de mis facultades mentales. Lentamente la vida se va apagando, te va anulando hasta que en cierto momento ya no recuerdas siquiera tu nombre”.
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