Jornada Semanal
Antonio Rodríguez Jiménez
Gabriel García Márquez
fue para nosotros la revolución de la narrativa. Representó la frescura,
la sensualidad, el paladeo de las palabras, las descripciones
fantásticas, pero sobre todo la bocanada de aire fresco al idioma
español, a nuestra literatura, cuando olía a rancio en el panorama de
postguerra y de la dictadura de los años sesenta. Ellos –los que
protagonizaron el boom de la literatura hispanoamericana–
llegaron como una ola de alegría que le dio placer al idioma, gusto a
las palabras y orgullo a una lengua un poco anquilosada en aquella
España politizada y estática. Los españoles nos creíamos propietarios de
una lengua que hace siglos dejó de ser propiedad exclusiva y se ha ido
convirtiendo en el idioma más hablado del mundo –después del chino y
del inglés. Ellos llegaron, en un momento de cansancio, con fuerza,
como ya lo había hecho antes Pablo Neruda con la poesía o César Vallejo
o el propio Octavio Paz. Ellos significaron la renovación, el cambio.
La narrativa de García Márquez nos inundó, literalmente. Aquellos Cien años de soledad
eran insólitos, sorprendentes y todos nos apresuramos a leerlos cuando
los tuvimos en nuestras manos. La novela narraba con pasión la vida de
siete generaciones de la familia Buendía en el mágico pueblo de
Macondo, y fue tan rotunda que le valió el Premio Rómulo Gallegos en
1972 y el Nobel de Literatura en 1982. No tardaron en multiplicarse las
ediciones. Pero también llegó un tal Julio Cortázar que nos dejó
anonadados o un Vargas Llosa o un Borges o un Juan Rulfo, o un José
Donoso o un Carlos Fuentes, entre otros. Aquella generación arrasó
literalmente y todavía seguimos con la boca abierta, pues ninguno de
aquellos autores y los libros que crearon ha pasado de moda o se puede
decir que están desfasados.
La narrativa española siguió un ritmo propio con
Benet, antes Aldecoa, Camilo José Cela, Carmen Martín Gaite, Laforet y
los jóvenes que vinieron después, como Mateo Díez, José María Merino,
Javier Tomeo, Muñoz Molina, Pérez Reverte, Javier Marías, Vila Matas y
muchos otros con libros de tema histórico, psicológico, policíaco, ecos
de la Guerra civil, etcétera, pero nunca se superó en nuestra lengua la
legión del boom, ni en cuanto a calidad ni en lo referente a
frescura. Siempre nos quedamos boquiabiertos mirando la genialidad de
estos narradores, como cuando pasó como un ángel de luz la Generación
del ‘27. Son fenómenos inigualables y difícilmente superables. Vendrán
otros períodos diferentes pero la generación de Gabo ha dejado una
huella inigualable, inimitable.
García Márquez ha vendido más de 40 millones de
ejemplares en más de treinta idiomas. Sus novelas nos dejaban
sorprendidos y podíamos leerlas porque eran reeditadas una y otra vez.
Muy pocas personas aficionadas a la literatura no leyeron o releyeron La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1957), La mala hora (1961), Cien años de soledad (1967), El otoño del patriarca (1975), Crónica de una muerte anunciada (1981), El amor en los tiempos del cólera (1985), El general en su laberinto (1989), Del amor y otros demonios (1994) y Memorias de mis putas tristes
(2004). Cuando le dieron el Nobel lo celebramos como si se lo hubieran
dado a un español, pues era un galardón a nuestra lengua y estábamos
orgullosos de él. Sus historias personales, políticas y literarias
trascendían como las de Camilo José Cela, pues el colombiano ya era
también español, lo mismo que los mexicanos lo sienten suyo o
consideran mexicano al argentino Juan Gelman. Cuando hay un idioma
común de por medio no hay fronteras de índole alguna.
Ahora se nos fue definitivamente, pero queda lo
mejor de él, es decir, su creación. Las personas pasan, envejecen,
desaparecen, pero dejan su huella indeleble en la obra. También está
vivo Borges en su poesía, en sus cuentos. Veo a Rulfo cuando releo sus
textos, Pedro Páramo y El Llano en llamas, o a Cortázar, que lo entendemos hasta en su idioma glíglico de La inmiscusión terrupta, aunque su obra de más impacto es Rayuela. Cuando releemos La muerte de Artemio Cruz vemos resucitar a Carlos Fuentes.
Ahora, pues, todos lloramos la muerte de García
Márquez, como hace unos días ocurrió con Gelman o con José Emilio
Pacheco, o hace unos años sucedió con Octavio Paz, del que
recientemente hemos celebrado el centenario de su nacimiento.
También nos quedarán de García Márquez sus libros de reportajes: Relato de un náufrago (1970), Noticia de un secuestro (1996), Obra periodística completa (1999), o sus memorias Vivir para contarla
(2002). Fue un creador que no paró. Amaba el periodismo hasta la
extenuación. Se entregaba a sus escritos con su memoria prodigiosa, y
como cuentista fue genial: Ojos de perro azul (1955), Los funerales de la Mamá Grande (1962), La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972), Doce cuentos peregrinos (1992). Fue grande por su trabajo, por su originalidad y por su amor a la literatura.
Hace unos años leí en alguna parte que un amigo le
preguntó a Gabo: “¿Fue tu abuela la que te permitió descubrir que ibas a
ser escritor?”, y él, con mucho desparpajo, en tono más serio que
burlesco, le contestó: “No, fue Kafka, que, en alemán, contaba las
cosas de la misma manera que mi abuela. Cuando yo leí a los diecisiete
años La metamorfosis descubrí que iba a ser escritor. Al ver
que Gregorio Samsa podía despertarse una mañana convertido en un
gigantesco escarabajo, me dije: Yo no sabía que esto era posible
hacerlo. Pero si es así, escribir me interesa.” Así se inicia la vida
de este escritor que dejó la universidad para escribir en los
periódicos y dar, veinte años después de tomar esa decisión, uno de los
mejores libros escritos en el siglo XX, Cien años de soledad.
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el hielo.” Sería apasionante saber qué pensaba
García Márquez antes de despedirse de este mundo. Se siente miedo, paz,
recogimiento, horror, alegría, amor. Ya no podremos preguntarle, pero
sí podremos indagar en su obra, acariciarla, recrearla y aprender a
amar el idioma español como él lo hizo.
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