Laberinto
Marco Antonio Campos
Gabriel
Zaid cumple 80 años. Su presencia en nuestro mundo cultural, igual como poeta
que en sus revisiones críticas de la política cultural y de todo aquello que se
relacione con el libro ha sido continua y decisiva. Puede estarse de acuerdo o
no con él, pero ha sido de una integridad granítica, algo que no le haría daño
a la derecha liberal practicar más a menudo. El ejemplo predica más alto que lo
escrito en los medios impresos o electrónicos o lo dicho en los discursos en la
tribuna; Zaid ha dado el ejemplo actuando con una honestidad sin fisuras.
Católico
—no sé si practicante—, el orbe de la religión apenas aparece en su obra. Ha
estudiado y escrito sobre poetas mexicanos como López Velarde, Carlos Pellicer
y Manuel Ponce. ¿Hay influencia de alguno en su poesía? A la verdad, salvo
alguna cercanía formal con Ponce, apenas hay un mínimo de huellas que lo
acerquen al complejo jerezano o al tabasqueño de “manos llenas de color”.
Excepto en ligeras variaciones y adaptaciones, no hallo tampoco las señales en
el tronco del árbol de los clásicos castellanos San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y
Santa Teresa. Aún más: en sus poemas son muy pocas las menciones a Dios,
vírgenes, santos, la Biblia,
la iconografía o la liturgia católica. Hay incluso un poema, “Desfiladero”, que
es extraña o insólitamente un duro reclamo a Dios. La poesía de Zaid sólo se
parece a la de Zaid.
Quizá
la breve obra poética de Zaid podría dividirse en dos partes: una, donde
sobresale su espíritu lúdico, y la otra, más seria y apegadamente formal. Si se
me permite, prefiero con mucho la segunda, y entre estos, casi todos los que
eligió y analizó Paz en un ensayo espléndido, y que Paz mismo vio como su
antología personal de la obra del amigo (“Respuestas a Cuestionario —y algo más”). Nunca satisfecho, Zaid una y
otra vez ha rehecho su ya de por sí escasa obra. Al parecer Reloj de sol será la última. En esos
juegos rayuelianos, que se
mostraron ante todo en su primera reunión (Cuestionario,
FCE, 1975), quiso que el lector fuera propositivamente activo al darle seguimiento a sus poemas, es decir, que
el lector armara, por diferentes vías, el meccano
zaidiano, y se volviese una suerte de lector–autor. Tal vez su profesión de
ingeniero haya influido en algo en estas proposiciones de construcción para que su obra poética fuese una pequeña
ciudad verbal en continuo movimiento.
En
ambas direcciones, en su poesía seria o de juego, hay dos cosas que las
hermanan. De un lado, por la forma, la casi totalidad de sus poemas son breves
y su estilo es como una piedra seca con secretos dibujos, una piedra, que
también, si le tallamos un fósforo, se enciende y quema a quien se lanza; por
el otro lado, en los contenidos, la mayoría de sus piezas, ya serias, ya
humorísticas, tratan ya de la pareja, ya de la amada, y ya, claro, del autor
que se presenta como personaje; no pocas ocasiones unos y/u otros salen muy mal
parados.
Se
acusa a menudo, a la poesía mexicana de solemne, formalista, de tonos
discretos, y aun —digámoslo sonriendo—, de “fina y sutil”; contra lo que se
cree, sobra el buen humor en mucha de nuestra buena poesía. Baste recordar en
el siglo XIX alguna parte de la lírica de Prieto, Ramírez y Acuña, o en el
cambio de siglo a Tablada, o en el siglo anterior, por poner un manojo de
casos, a Novo, Efraín Huerta, Lizalde, Gutiérrez Vega, Pacheco, Francisco
Hernández (Mardonio Sinta), Deltoro, Héctor Carreto. Uno de quienes más lo
cultivó fue Zaid. Homo ludens,
en las piezas de Zaid encontramos epigramas, burlas, bromas, divertimentos,
chistes, situaciones cómicas, chispazos festivos... Cierto: a veces resbala y
el poema cae —decae— en la superficialidad o el juego por el juego; igual
cuando aparecen en sus versos pedos y orines –en los que no creo que nadie
halle ningún efecto o emoción poética.
De
su poesía más confesional me gusta sobre todo un buen puñado de poemas que
guardan un sentimiento a la vez de melancolía y nostalgia, por lo que ya no es,
o si es, se irá pronto. En eso hay poemas de Seguimiento y Campo
nudista, pero sobre todo de Práctica
mortal. Si se me diera a elegir, me inclinaría en especial por
“Nacimiento de Venus”, “La ofrenda” y “Circe”, declaraciones línea por línea de
absoluto amor, “Maidenform”, con un admirable final abierto, “Canción”,
preciosa cuarteta que parte de un verso de San Juan de la Cruz, “Práctica mortal”,
quizá el más misterioso de todos, y “Sombras benignas”, donde contrasta el
fúnebre asunto con el dibujo del bello paisaje mediterráneo.
Paz observó que los poemas de Zaid son “breves, totales, autosuficientes”. Un buen número, me digo, son tan ligeros que a veces el lector no se da cuenta que tiene en las manos una carga de dinamita a punto de estallarle. O que le estalla.
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