Jornada Semanal
Enrique Héctor González
No abundan los
escritores que son o han sido nonagenarios en la América hispana:
Cardoza y Aragón, Uslar Pietri, Gonzalo Rojas, Sabato, Mutis, Dulce
María Loynaz, Eugenio Florit, Westphalen, Chumacero y algunos más;
menos aún son los que, como Juan Filloy, han rebasado los cien años.
Pero la mera duración no es mérito si no va aparejada de una obra de
creación realmente original y decisiva, de una vida consecuente con el
espíritu de la letra. Premio Cervantes en 2011, Nicanor Parra, el
antipoeta chileno, ronda el Nobel desde hace tiempo y, como la mayoría
de los eternos candidatos a la presea consagratoria (¿lo será en
verdad?), quizá no lo reciba nunca, lo que de seguro lo satisfará
plenamente.
Parra nació en la segunda mitad de 1914, como el
siglo, y es un provocador natural de primeras guerras literarias,
porque su poesía también lo es, porque resulta inevitable que lo sea
cuando el medio literario hispanoamericano sigue pareciendo tan solemne
y arcaizante como siempre; es antipoeta porque su propio nombre deviene
negación de lo canoro y porque definirse como tal fue, en su momento,
la mejor manera de curar de emplastos postmodernistas y vanguardistas y
de la espesa épica nerudiana a la poesía de su país y, de paso, a la
de la lengua entera.
Templado en la tesitura del mejor Ramón, del buen
Macedonio, el prosaísmo que invoca la obra parriana le devuelve a la
ocurrencia algo de terrosidad, la amarra al suelo para mejor engañarnos
con su disfraz de sentencia sin revés: “No hablamos para ser
escuchados/ sino para que los demás hablen/ y el eco es anterior a las
voces que lo producen.” Pero luego da la vuelta y, naturalmente, se
contesta en otro poema: “Yo también digo cosas por decir,/ cada cual
teoriza por su lado.”
La antipoesía es prosa porosa, brusca y llena de
escollos pero asimismo blanda y dicharachera, rugosa y exacta como un
papel mil veces doblado y, sin embargo, atento siempre a recobrar su
forma. Si a veces recuerda el tono “de los anunciadores de feria”,
según apunta Leónidas Morales, otras nos devuelve a la preciosa
precariedad del lenguaje infantil, a la difícil ingenuidad de una
poética que está de regreso de todos los artificios: “Urgente:/ Por
suicidio/ Vendo/ Nube perfumada”, puede leerse en alguna de esas
páginas murales que animó con Lihn y Jodorowsky y que recibió el nombre
de Quebrantahuesos, collage de frases tomadas de
anuncios y noticias diversas, empotradas para formar un objeto verbal
distinto con el descaro propio de un niño que lo sabe todo (incluido lo
que ignora).
La observación de Roberto Bolaño, a este respecto,
no ha perdido la fulminante efusividad que caracteriza a las mejores
sentencias poéticas del autor de Versos de salón: “Parra
escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado.” Pero aquí
no yace Nicanor, “antipoeta y mago”, sino en el continuo de una vida
que devela su obra de la manera más inopinada: jugando a las
madelenitas en el té, en la Casa Blanca, con la esposa de Richard Nixon
en plena Guerra de Vietnam, distracción (por decir lo menos) que casi
le costó el linchamiento en el medio literario. ¿Pero cuál es la
sorpresa, si tiempo después declararía que Pinochet “hizo lo que hizo
con las mejores intenciones”? Sólo una mirada miope podría excusarlo en
ambos casos, pero una mirada igualmente extraviada es la que evitaría
vincular tales alardes al inveterado gusto por fanfarronear y “chulear”
de su poesía. Y ahí está el meollo de su coherencia: en la festiva
incongruencia de lo que dice micrófono en mano, en el esfuerzo que hace
para no convertirse en poeta nacional.
Que no se malentienda: “la desacralización de la
escritura y de la vida misma” que está en la base del fenómeno Parra,
según observa Rafael Gumucio, arrasa con todo lo que él pueda alegar,
empezando por sus declaraciones públicas. No es ni ha querido ser un
luchador social y sus aberraciones políticas no lo justifican en ese plano de la realidad,
como a Borges. Pero desde la otra orilla, desde las otras realidades
que genera su obra, tales exabruptos se inscriben en la ambivalencia
propia del humor, del más ácido y lúcido sarcasmo, ése que a quien
primero golpea –desaforado bumerang– es al propio emisor.
Así como la risa y la angustia se dan la mano en la
obra de Saki y en la de Swift, en la poesía de Parra frivolidad y
crítica social devienen demiurgos idénticos de una ceremonia textual
donde la relativización humorística todo lo descuaja y deshereda, donde
cada verso puede ser una trampa o la más trivial de las notas a pie de
página del mundo cotidiano. Piglia lleva razón cuando advierte que
Dadá se enreda con frecuencia en la madeja de la antipoesía: “Los
artefactos de Parra son a la literatura en lengua española lo que la
obra de Duchamp ha sido para el arte contemporáneo.”
Profesor de Física, heterodoxo matemático como
Lewis Carroll, primogénito de una familia de músicos y guitarreros más
que conocida, Nicanor Parra, a punto de cumplir los cien años, sigue
subvirtiendo la historia de las cosas con sólo llamarlas por su nombre,
por el que mejor les conviene, de modo que bien podría suscribir que la
verdadera doctrina Monroe se evidencia en la sinuosa sonrisa de
Marilyn.
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