Laberinto
David Toscana
Para un escritor es siempre una bajeza aceptar
que forma parte de una moda. Si hoy le preguntamos a un joven autor por
qué escribe sobre el narco o sobre vampiros, difícilmente responderá que
sigue lo que está en boga. En cambio, no le costará trabajo decir que
rechaza las modas.
Mi generación tuvo como moda denostar el realismo mágico. Se le acusó de absurdo, como
vender al extranjero una falsa imagen sobre América Latina, y algunos
autores alcanzaron notoriedad insultando a García Márquez. A pesar de
que lo leímos con admiración, hoy es casi imposible encontrar un escritor que mencione a García Márquez como una de sus influencias.
Se le dio la espalda de tal modo al realismo mágico, que por puro miedo
se le cerró la puerta a algo esencial: la imaginación. Y entonces nos llovieron narraciones fielmente históricas y peroratas de personajes cínicos que no se dejan tocar por el mundo, meras autobiografías defensivas.
Así es que, como lector pasado de moda, ayer terminé de leer, quizá por quinta ocasión, Cien años de soledad. Y otra vez quedé asombrado. Qué maravillosa novela. Y, sobre todo, qué bella novela.
La volví a leer porque quiero aprender algunas cosas del maestro. Sin duda el realismo mágico, o esa naturalidad con la que ocurren cosas sobrenaturales, se agotó con la generación de García Márquez, pero eso es apenas una fracción de lo admirable en esta novela.
Detrás de Cien años de soledad hay un mago del tiempo y de las
historias. ¿Cómo se pueden contar tantísimas anécdotas que ocurren
durante un siglo en tan poco espacio novelesco? La narración, además,
anticipa el futuro y salta a pasados cercanos y remotos con tal
naturalidad que nunca sentimos un bache.
García Márquez también es genio para crear personajes. No digo para
inventarlos, sino para crearlos. Con unas cuantas pinceladas, sin
necesidad de farragosas descripciones, pone al menos veinticinco
personajes sustanciosos, de carne y hueso, en su novela.
Sus parlamentos no tienen desperdicio. Cuando el narrador calla para que
hable un personaje, es porque tiene algo que decir. Algo breve y
contundente.
Es un prosista excepcional. En la frase larga le da al español un ritmo y
una tersura tan placenteros que invita a leerlo en voz alta.
Es un virtuoso del adjetivo. Los usa en racimos, pero nunca se siente un
abuso. Así sean comunes, regionales o garciamarquecinos, le dan al
sustantivo o a la frase una vida perpetua y feliz.
Nos vive dando lo que no esperamos. Sorprende con la historia y con la
frase. Sus personajes se la pasan diciendo y haciendo lo que no
esperamos. Por ejemplo, cuando Amaranta dice: “No seas ingenuo, Crespi,
ni muerta me casaré contigo”.
Aunque está muy lejos de la novela de suspenso, el lector está lleno de
curiosidad y devora las páginas para saber qué va a pasar.
Sobre todo, García Márquez es algo que muy pocos escritores llegan a ser: un artista. Es mucho más que un hábil contador de historias.
Aprovecha todas las posibilidades de la novela para crear una
experiencia estética y espiritual. No ve en las palabras una herramienta
sino la esencia de su arte. Tiene un mundo interior lo suficientemente
rico como para no pedirlo prestado.
Señalar Cien años de soledad con el virus del realismo mágico es perdernos de una obra maestra. Hace falta mucha mediocridad para no querer aprender del gran maestro latinoamericano.
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