Laberinto
Cecilia Kühne
Artemio del Valle
Arizpe nos hundió en una taza de chocolate, Salvador Novo compartió con
nosotros sus recetas favoritas, José Juan Tablada escribió Los hongos
mexicanos comestibles como un generoso experimento de literatura casera
y cuando Alfonso Reyes entró a la cocina con una pluma en vez de una cuchara y leímos
sus Memorias de cocina y bodega minuta, nos dimos cuenta que la
erudición también era una delicia y su viaje gastronómico no desmerecía al de
Ulises. Jorge Ibargüengoitia, en cambio, recorrió la América ignota con una
torta compuesta en la mano.
Suponer que la
gastronomía es punto central de la obra de Ibargüengoitia es un error. Afirmar
que sus referencias culinarias apelan a un registro para la posteridad,
también. Es casi como apostar que se puede explicar a la sociedad mexicana a
través de una enchilada. Sin embargo en muchos de sus textos —ya sean crónicas,
novelas u obras de teatro— cuando aparece un platillo receta o comilona hay un
giro narrativo. Aparece la explicación que faltaba, se devela el misterio, se construyen verdaderas mitologías.
Armando, por ejemplo, cuya saga está descrita en Sálvese quien pueda
le dio, como Garibaldi al pastelito, nombre a su más famoso platillo. La barroca
creación, de 25 ingredientes con carnes frías como queso de puerco, galantina y
otras transparencias difíciles de mirar convierten al cocinero en nuestro héroe
real e imaginario. Ibargüengoitia escribe convencido: “la influencia de este
personaje en la evolución alimentaria de los mexicanos es tal que ya nadie se
acuerda de cómo eran las tortas antes de Armando”.
Ante la comida,
Ibargüengoitia desplegó talentos casi filosóficos. Fue el primero que ensayó
una suerte de Ontología del Taco. Con sabiduría casi académica y setentera nos
dijo: “La introducción en el mercado de los tacos sudados —los hoy llamados “de
canasta”— constituye uno de los elementos culminantes de la tecnología
mexicana, comparable en importancia a la
invención de la tortilladora automática o a la creación del primer taco al
pastor. El taco sudado es el Volkswagen de los tacos: algo práctico, sencillo y
económico.”
Es en sus textos periodísticos,
recopilados en libros como Sálvese quien pueda, Autopsias rápidas
y La casa de usted y otros viajes, subyacen conceptos asombrosos:
la comida como síndrome, por ejemplo. Mucho mejor descrito que el del chauvinismo
del legendario Jamaicón Villegas, futbolista nacional que abandonó el Campeonato
Mundial porque extrañaba su pozole y sus sopes de huitlacoche. Después de
contar la historia de tres mexicanos que en París añoran unas quesadillas de
flor con su epazote y su chilito, Ibargüengoitia concluye: “La nostalgia es
irracional e irremediable. A un mexicano que suspiraba por tequila, le dije que
podía comprarlo en cualquier tienda y él me contestó: sí, pero el limón no sabe
igual”
En Ibargüengoitia,
la comida también es desamor y pánico. Leyendo la La ley de Herodes nos
topamos con el romance entre Jorge y la gringa Pampa Hash. Son el uno para el
otro: entre los dos pesan 160 kilos, ella se come los filetes con papas y él la
mira. En el clímax del affaire ella le pasa por encima
de la mesa la mitad de su bolillo y el lector no sufre hasta que el amor se
acaba: justo cuando él se da cuenta que nadie puede vivir con una mujer que al
comer mango devora la carne hasta el ixtle para dejar el hueso “como la cabeza
del cura Hidalgo”.
Y por si el pánico
del desamor no fuera suficiente, en la cocina de Ibargüengoitia hay miedos mucho
peores: estar ante un platillo como las Crepas Isadora de la novela Estas
ruinas que ves, solo para descubrir que están rellenas del aguayón que en su primera presentación del lunes se
llamó Ternera Tallyerand, el martes se convirtió en ragú, reapareció en
taquitos de salpicón, hamburguesas, croquetas y salsa boloñesa, antes de acabar
el viernes como crepas de masa de hot cake
cubiertas de crema y con su rayita de catsup.
Brillante e irónico,
como siempre, Ibargüengoitia combinó su sabiduría culinaria con el ojo crítico
del mejor testigo que ha tenido la vida nacional y construyó una literatura
irrepetible. A la pregunta de ¿no habrá llegado el momento de independizarnos
gastronómicamente e inventar otra nomenclatura propia y al mismo tiempo
histórica?, responde con una propuesta en Viajes por la América ignota:
Podríamos
empezar refiriéndonos a nuestro pasado indígena, El pastel Moctezuma, por
ejemplo, es unos chilaquiles glorificados. El filete Huitzihuitl es un filete
con chilaquiles. El pollo a la Netzhualcoyotl, es pollo con chilaquiles. El lomo
de cerdo Chimalpopoca, es lomo con chilaquiles. Ya en el México independiente
la cosa se vuelve más flexible. Los huevos a la mexicana y en general todo lo
que tenga chile verde, cebolla y jitomate, que se llame huevos, o lo que sea,
puede llamarse de las Tres Garantías.
Tuvo razón. Es muy probable que nuestro profundo oscilar entre lo patriótico y lo patriotero, nuestra arraigada costumbre de confundir en la historia nacional lo grandioso con lo grandote, no fueran tan habituales si, como escribió Jorge Ibargüengoitia en El atentado, las últimas palabras de Álvaro Obregón hubieran sido: “Estoy muy lleno. No me traiga cabrito sino unos frijoles.”
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