Confabulario
Diego José
Algunas personas se sorprenden ante el extrañamiento que produce en los demás la muerte de algún personaje a quien jamás conocieron; suponen que se trata del gesto compulsivo del fanático a los deportes y a las revistas de espectáculos. Sin embargo, algunos libros nos acompañan en una proximidad tan solo comparable con los grandes amigos que el tiempo nos proporciona. La reincidencia lectora tiene matices de una charla sostenida por años. Cierto: todos los libros sugieren un diálogo con el lector, pero no todos los autores se vuelven imprescindibles en el sentido en que una amistad lo es.
Descubrí a Seamus Heaney por esa vocación furtiva de dejarme encontrar por títulos de autores desconocidos; aquella ocasión fue Isla de las estaciones en Ediciones Toledo, allá por los años noventa —unos meses antes de la concesión del Nobel al poeta irlandés—. Entonces me deleitaba con la posibilidad de convertirme en poeta e intentaba abrir puertas para una navegación personal en la poesía. Me pareció que las versiones de Pura López Colomé me aproximaban a una lengua distinta: hosca pero pulida, martilleada pero sutil. Lo cual fui confirmando con las ediciones bilingües que compraba con fruición, impresas en España y luego en México: La linterna del espino, Muerte de un naturalista, Norte, El nivel…
Me confieso un residente poético de Irlanda; no soy devoto de san Patricio ni de James Joyce; hablo de cierto espíritu con el cual identifico una raíz profunda de mi sensibilidad (supongo que se trata de un anhelo compartido), de tal manera que los referentes históricos, religiosos y mitológicos no me eran ajenos; esto facilitó mucho mi relación con los libros de Heaney que adquirí. No digo que fuera una lectura fácil, pues Heaney siempre ofrece rutas impredecibles. Un primer recogimiento me proporcionó la necesidad de pensar en la relación física entre los objetos y las emociones, es decir, el simbolismo como extensión de lo concreto. Parece fácil, pero en ese punto encallan la mayoría de los poetas en su intento por iluminar lo ordinario. El asunto de Heaney es más auténtico porque proviene de una manera de sentir el mundo más que de una construcción lingüística. Él mismo me proporcionó una pista en el maravilloso ensayo De la emoción a las palabras: «La técnica, tal como yo la definiría, no sólo implica el modo como el poeta trabaja las palabras, su dominio de la métrica, del ritmo y de la textura verbal, sino también una definición de su actitud hacia la vida, una definición de su realidad».
Me hice acompañar de Heaney en el metro, en las filas del banco, en cafés bebidos en solitario, en los trayectos a otras ciudades —durante algún tiempo fue mi elección irrenunciable para viajar—. Como las amistades serias, dejé de frecuentarlo y me alejé satisfecho de sus palabras; pero algunos recovecos me hacían volver para encontrar la cita, la palabra tendida sobre el verso, la contemplación sugerida después de sus pausas y sus dísticos y sus estrofas encabalgadas. Lo leí para darme ánimos, para renovar mis votos como poeta, para escuchar el rumor de sus consejos. Recibí, gracias a las conversaciones que sostuve con sus ensayos, muchas lecciones significativas que impactaron en mi propia visión, por ejemplo, que la metáfora no es un artificio ni una figura incrustada para enaltecer el discurso, sino la revitalización de lo real y de lo sentido a través de la resonancia del lenguaje, en tanto que ésta resulta de la memoria de un imaginario, la sensibilidad de un idioma y la voz propia. Quiero decir que, además de acercarme a su poesía con ojos renovados, o a la lectura profunda de otros poetas que tengo en alta estima, sus reflexiones contribuyeron a alumbrar mis propios pasos.
Mi interés ha coincidido con otros poetas nacidos entre los años setenta y ochenta, y efectivamente, de vez en cuando percibo su influencia en algunos libros iniciales de mis contemporáneos. Quizá arriesgue una afirmación difícil de sostener en este espacio, pero, bien a bien, Seamus Heaney ha representado lo que T. S. Eliot fue para varias generaciones anteriores.
Debería agradecer a Pura López Colomé por esta amistad de la que fue interlocutora por algún tiempo, es decir, por traducir su obra, puesto que así nos ha permitido un valioso descubrimiento a los poetas mexicanos. Pienso en la historia de san Kevin que relata Seamus Heaney en su discurso de aceptación del Premio Nobel y que inspiró uno de sus poemas más bellos: mientras el santo oraba, un mirlo vino a posarse y a construir un nido en sus brazos, esto lo obligó a permanecer incólume hasta que las crías emprendieran el vuelo. La poesía de aquellos que se nos revelan como un espacio para florecer hacen las veces de san Kevin hasta que, pacientes, construimos un nido entre los poemas para volar después con una voz propia.
Como nunca pude conocerlo, mis palabras pueden parecer vacías; sin embargo, tengo la impresión de haber vislumbrado —a través de su obra— la dignidad, la nobleza y la certidumbre de una persona íntegra: comprometida con la palabra, con la historia de su lengua, con sus raíces, con la poesía y con su condición de hombre. ¡Qué más puede pedírsele a un ser humano!
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