Laberinto
Armando González Torres
Probablemente
en varias redacciones estaban azorados por el nombre tan poco familiar: el
ganador del controvertido Premio FIL no fue algún célebre narrador locuaz o
alguna conocida escritora progresista; sino un viejo poeta, creador de una obra
imponente diseminada en varias disciplinas, y desconocido del gran público. Un veredicto malo para los negocios, pues el
poeta francés Yves Bonnefoy (1923) no detenta el atractivo de los escritores bendecidos
por los medios; pero bueno para la literatura, pues es un auténtico clásico que,
si bien tiene como núcleo creativo la poesía, ha renovado desde la crítica de
arte y la teoría literaria hasta la hermenéutica. Bonnefoy esgrime inquietudes profundas que no se
conforman con las respuestas de la razón (la forma perfecta), o de la sinrazón
(el surrealismo) y que buscan vínculos fecundos entre estos dos órdenes de la
experiencia. En un ambiente de rentable
nihilismo, Bonnefoy busca restituir presencia y significado a la poesía y
rehabilitarla como enlace de la unidad del mundo, mediante un esfuerzo para
imbuir al poema rigor, lucidez y realidad: (Que este mundo permanezca/Que la
ausencia, la palabra/Sean uno, para siempre/En la cosa más simple). Hay profundas interconexiones entre su
ascetismo artístico y su apuesta ontológica: desde Del movimiento y la inmovilidad de Douve
esa vibrante, luminosa y misteriosa forma elegiaca hasta Las tablas curvas, último libro
suyo que conozco, Bonnefoy utiliza al poema como medio de conocimiento y proveedor
de sentido.
La
poesía de Bonnefoy, a veces más elaborada, a veces más escueta, pero siempre
concreta, aporta una rica cauda de símbolos, en la que confluyen sus vertientes
como crítico de arte interesado en distintas épocas, como lector de la extensa
tradición de la poesía de Occidente, como explorador de aspectos fundamentales
de la correspondencia de las artes y como animador de la gran empresa académica
de un diccionario de las mitologías. La formidable curiosidad intelectual de
Bonnefoy no se refleja, sin embargo, en una erudición ostentosa, sino en una
sensibilidad aguzada que brinda a su poesía múltiples instrumentos para reconocer
y descifrar la realidad. En Bonnefoy los mitos recuperan su elocuencia,
alimentan una visión estética y espiritual y su aparente hermetismo ilumina y
revela: (¿Estás muerta de veras o juegas/a fingir todavía la sangre,/la
palidez, tú que al sueño te entregas/con esa pasión que tan solo se pone al
morir?). Bonnefoy ve la naturaleza y
los objetos como solo los podrían ver un moribundo o un recién nacido, con una necesidad
imperiosa de sentido: (La tomaran o no nuestras manos,/idéntica
abundancia./Tuviéramos abiertos o cerrados los ojos,/idéntica la luz.). Habita
en su poesía ese realismo que reconcilia de manera prodigiosa lo ordinario con
lo imaginario, lo empírico con lo onírico y que revela, con mirada
presocrática, que en cada cosa hay presencias originarias y bullen dioses.
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