Laberinto
Roberto García Bonilla
A Lorena Hernández
I
Juan Rulfo (1917–1986) tenía veintiocho años cuando se publicó en América
su primer texto “La vida no es muy seria en sus cosas” (junio de 1945).
Se iniciaba una de las carreras literarias más insólitas e iluminadas
de la literatura hispanoamericana. Su formación como escritor comenzó en
el verano de 1932, luego de abandonar el orfanatorio Luis Silva de
Guadalajara. Había concluido el sexto grado del orfanatorio.
El primer número de la revista Pan
se publicó en junio de 1945 y el último —el 7— en febrero de 1946; sus
editores fueron Juan José Arreola y Antonio Alatorre. Cuando se imprimió
el primer número de Pan se lo mostraron a Rulfo, cuya oficina de Migración estaba, en ese momento, cerca del periódico El Occidental
de Guadalajara. Desde entonces ya era visto como un personaje raro,
callado y enigmático. Ocupaba muchas horas leyendo a escritores
estadounidenses. Sus amigos no sabían que él escribía y se sorprendieron
cuando, luego de ver Pan, les entregó unas hojas manuscritas. Era “Nos han dado la tierra” y dijo “Ahí a ver si les sirve esta cosa; y si no, pos tírenla”. “Un relato tan limpio, tan bien acabado” recordó Alatorre y lo publicó en el segundo número de Pan;
“Macario” salió en el número seis. Y en junio de 1946, Marco Antonio
Millán escribe el primer texto crítico sobre Rulfo: “Juan Rulfo se ha
distinguido desde sus primeras letras publicadas, por una fresca
sencillez soleada de tierra provechosamente llovida y por una hondura de
visión poco comunes en nuestro medio literario, dentro del cual habrá
de ocupar tarde o temprano el puesto que le van ganando sus
pensamientos”.
Dos años más tarde, Efrén Hernández (Till Ealling)
escribió: “Sin mí, lo apunto con satisfacción, ‘La Cuesta de las
Comadres’, habría ido a parar al cesto. No obsta, la ofrezco como
ejemplo. Inmediatamente se verá que no es mucho lo que dentro del género
se ha dado en nuestras letras de tan sincero aliento”. En 1948 se
publican “Es que somos muy pobres”; “La cuesta de las comadres” y
“Talpa” en 1950, respectivamente en los números 54, 55 y 62 de América. Además de “El Llano en llamas”, en diciembre de 1950 aparece en América
una nota anónima elogiosa sobre Juan Rulfo, “cuya calidad empiezan a
reconocer ya tirios y troyanos, no está conforme con ser considerado el
que mejor de los cuentistas jóvenes ha penetrado el corazón del
campesino de México” Y en junio de 1951 en el número 66, se publica
“¡Diles que no me maten!”; concluye así, la serie de cuentos publicados
en Pan y América, antes de reunirse en El Llano en llamas. Estas dos revistas comprenden planes proyectos ideológicos, políticos y culturales de la época.
II
Con
frecuencia, sobre todo en los ámbitos académicos, se desdeña el vínculo
entre la vida de los escritores y su obra; no solo en la intención de
encontrar elementos biográficos en la obra. Lo cierto es que con muy
pocas excepciones, la vida de un creador incide sobre su obra. En muchos
casos son recónditos esos tejidos cruzados, en apariencia, invisibles.
Algunos hilos extraviados y recuperados sobre el proceso escritural de El Llano en llamas
se encuentran en las cartas que el joven Juan le escribió, entre 1944 y
1950, a Clara Aparicio, su novia y más tarde su esposa. En las
entrelíneas de esas 84 misivas –además de su noviazgo, su inocultable
sordidez anímica que fue la secuela incurable de su temprana orfandad–
hay un tema central que gravita con intensidad: el trabajo escritural y
su relación con el gremio literario y cultural de la época. Ese
epistolario es un archipiélago de minúsculas islas que dejan una
geografía anímica y trayectos de cotidianidad. La importancia de estas
misivas, además, reside en el trabajo de habla coloquial que desplegó;
en apariencia puede acercarse, incluso, a un habla coloquial intimista
propensa a la hipérbole (almibarada a su objeto de deseo) y la parodia
(de sí mismo y sus circunstancias). Además de compartir una vida entre
el desasosiego y el enamoramiento, Rulfo realiza lo que él mismo
describiría muchos años después: “Lo que hago es una transposición
literaria de los hechos de mi propia conciencia. La transposición no es
una deformación sino el descubrimiento de formas especiales de
sensibilidad. No es cuestión de palabras. Siempre sobran, en realidad.
El dolor es doloroso para cualquiera. Lo que pasa es que entra al coro
de todas las voces universales y gloriosas, yo volví a oír la voz
profunda y oscura”. Azoro y esperanza dialogan. Son los años de
esplendor y febrilidad, con todo y la pesadumbre que arrastró desde la
infancia. El joven Juan se sabe distinto y original. Empieza a destacar
como escritor. Ya es evidente la conciencia de cuanto se proponía
desarrollar: él quería “escribir como se habla”. Y las cartas a su novia
llevan al extremo ese propósito; en muchos pasajes el deseo y el
impulso y la desazón por la lejanía: amiga, novia, madre, amante e hija
se truecan en la misma joven.
A
pesar de las desavenencias laborales y los modestos ingresos, el lapso
en que se publicaron los cuentos y, después, la novela, fue una plétora
en la vida del escritor. Es la década que transcurrió entre 1945 y 1955.
El inicio fue el momento con más augurios en la vida del joven; un
poderoso incentivo sería la joven Clara –once años menor que él–; ella
le procuró su mayor ilusión afectiva. Después de conocerla y ante la
petición de amistad –entonces Clara contaba con trece años de edad–, le
respondió que tendría esperar tres años para que se vieran.
La
estabilidad del trabajo no es suficiente, quisiera más tiempo para la
escritura, aunque está inquieto, necesita más ingresos. Ya dos años
antes quiso desempeñarse como librero en Guadalajara, pero no encontró
un socio. Se le ocurrió, también, que una manera de obtener ingresos
adicionales sería la compra de unas placas de coche de cuyos servicios
él pudiera obtener alguna ganancia adicional.
III
Hacía
1950 selecciona fotografías para la guía turística de la Goodrich
Euzkadi. Y en el mismo número en que se publica “El Llano en llamas”
aparece una nota anónima elogiosa sobre la literatura del escritor
jalisciense; se le considera el más destacado de los cuentistas jóvenes
que ha alcanzado con hondura el corazón del mexicano. Se anuncia,
también, la realización de su nuevo proyecto: “una novela grande, con
compleja trama sicológica y un verdadero alarde de dominio de la forma, a
la usanza de los maestros norteamericanos contemporáneos”.
Rulfo,
además de su perseverancia ante el arduo camino como escritor, tuvo
colegas de distintos grupos que no solo lo estimularon sino que
apuntalaron su recorrido en la escena literaria. Rulfo había acordado la
publicación de sus cuentos en la editorial de América,
pero en 1952 Arnaldo Orfila Reynal, Joaquín Diez Canedo y Alí Chumacero
crearon la colección Letras Mexicanas en el Fondo de Cultura Económica.
Rulfo le entregó sus cuentos a Arnaldo Orfila a instancias de José Luis
Martinez; ya conocía los intríngulis de las jerarquías, privilegios y
estatus de la República de las letras en la ciudad de México, adonde
había llegado por primera vez casi dos décadas atrás. No pasó para él
inadvertida la diferencia entre América y
el Fondo de Cultura. Rulfo careció de habilidades para la
autopromoción, no tomó la iniciativa para la difusión de su obra, aunque
sí aceptó propuestas en favor de su obra y su vida laboral.
El
Centro Mexicano de Escritores tuvo una importancia nodal en su carrera
literaria; la escritora estadounidense Margaret Shedd apreció desde el
primer momento sus textos, a pesar de los compañeros escépticos que
dudaban de su talento. Él conformó la segunda generación del Centro
(1952–1953), junto a Víctor Adib, Alí Chumacero, Donald Demarest,
Ricardo Garibay, Enrique González Rojo, Miguel Guardia, Luisa Josefina
Hernández y Neal Smith. El autor de “El gallo de oro” recuerda que
estuvo en un grupo muy aguerrido: “Luisa Josefina Hernández era la más
brava de todos; eran muy críticos, muy terribles, y guardaban frente a
mí una distancia porque les parecía rara mi literatura... Pero Arreola
ya [la] conocía En el Centro me dediqué a terminar los cuentos en una
atmósfera muy hosca.” Ricardo Garibay recordó: “Rulfo me sacaba de
quicio. Su aparente mansedumbre, su casi entera incapacidad intelectual,
su lentitud de buzo, su genio publicista. Solo de Rulfo se hablaba como
de un grande indiscutible, y él no alzaba la voz y jamás le oí un
argumento a propósito de nada. Escribía y nos leía los cuentos de su
primer libro, escritos con poderosa incorrección, que yo señalaba. La
aparición de El Llano en llamas causó una
revolución en la literatura y la crítica en México. Me negué a releer
los cuentos. Él iba a regalarme un ejemplar, pero sintió que yo no lo
aceptaría. Me parecían cuentos de campesinos de pega, larvarios,
acomodaticios, de entraña folklórica o populachera y nada más.”
Rulfo
llegó a decir que desde los años cuarenta había escrito la mayoría de
los cuentos, además de otros que nunca publicó; solo una tercera parte
de se reunirían en El Llano en llamas,
que terminó de imprimirse el 18 de septiembre de 1953 (número 11 de la
Colección Letras Mexicanas), con viñeta de Elvira Gascón.
En 1955 se publican “El día del derrumbe” (México en la Cultura, núm. 334) y “La herencia de Matilde Arcángel” (Cuadernos Médicos, núm. 5); Metáfora también lo publica (núm. 4) con el título “La presencia de Matilde Arcángel”. En la edición de El Llano en llamas de
1970, “corregida y aumentada”, incorporó los cuentos “El día del
derrumbe” y “La herencia de Matilde Arcángel” y, asimismo, se eliminó
“Paso del Norte”, el cual se reincorporó al libro por “indicación
expresa” y modificaciones que realizó el propio autor a la edición Obra completa
de Juan Rulfo realizada por la Biblioteca de Ayacucho (1977, Miranda,
Venezuela) con prólogo y cronología de Jorge Rufinelli. Este cuento
reapareció en la colección Tezontle en 1980 (que coincidió con el
Homenaje Nacional que el gobierno mexicano tributó al escritor), aunque
se le suprimieron diecisiete líneas; en la edición venezolana fueron
treinta y nueve líneas las que desaparecieron respecto de la primera
edición. “Paso del Norte” parece no haber convencido estilísticamente a
Rulfo, quien tuvo entre los cuentos preferidos “No oyes ladrar los
perros” y, sobre todo, “Diles que no me maten” y “Luvina”.
IV
En 1979, al revisar El Llano en llamas y Pedro Páramo,
su autor comentó que desearía dejar fuera “Macario” porque era muy
fuerte la presencia de Faulkner. Durante más de tres décadas El Llano en llamas
se inició con “Macario” pero a partir de 1980 se cambió el orden de los
cuentos. Rulfo se propuso un orden cronológico, no de publicación sino
de escritura. Felipe Garrido, como gerente de Producción del Fondo de
Cultura se reunió con Rulfo en 1979 durante cinco meses; juntos
revisaron los cuentos y la novela del escritor jalisciense. Garrido
recuerda: “El acomodo que tienen ahora los cuentos de El Llano en llamas
nos da a conocer el orden en que Rulfo dijo que los había escrito o,
por lo menos, los había concebido”. A partir de 1980 y luego de esta
revisión, en el título de los cuentos “Llano” apareció con mayúscula. La
distinción es clara: el título se refiere no a un llano cualquiera,
sino a la región conocida como el Llano Grande, situada en el estado de
Jalisco
Los
cambios que han tenido los cuentos no han sido pocos: en los
manuscritos; en las publicaciones periódicas y después en las distintas
ediciones del Fondo de Cultura (la última fue en 1996, una edición
facsimilar de la primera), sin contar las erratas y los cambios de
puntuación que los correctores hicieron en la primera edición y las
sucesivas reimpresiones. Además de todas las variantes de las ediciones
extranjeras, por ejemplo, Planeta de España cambió palabras al español
peninsular, las ediciones críticas conocidas son la de la colección
Archivos, de la Unesco, y la de Cátedra. La Fundación Juan Rulfo dio a
conocer lo que han denominado la edición “definitiva”, de Plaza y Janés
(del Grupo Random House–Mondadori, que ha publicado en los sellos
Sudamérica en América del Sur y Debate para España), de la cual circuló
en México la edición de Biblioteca Escolar. En los últimos años, la
edición en venta de los cuentos y la novela es la de RM y de la
Fundación Juan Rulfo; al no tener introducción ni nota sobre la edición
se infiere que proviene de la edición “definitiva” de 2003.
Las transformaciones de El Llano en llamas
son léxicas, sintácticas y estilísticas. Hay supresiones de palabras,
incluso de pasajes extensos. La aparición de los textos muestra la
constancia pausada del escritor; pulía los que había terminado e
iniciaba nuevos bosquejos. Los cuentos publicados en América suman ocho, aunque el primero, “La vida no es muy seria en sus cosas”, no se incluye en El Llano en llamas, cuya primera edición contiene, además de los relatos publicados en Pan y en América:
“El hombre” (cuyo título original fue “Donde el río da vueltas”), “En
la madrugada”, “Luvina”, “La noche que lo dejaron solo”, “Acuérdate”,
“No oyes ladrar los perros”, “Paso del Norte” y “Anacleto Morones”,
todos inéditos.
V
La respuesta de la crítica a El llano en llamas fue más discreta que la resonancia que tuvo Pedro Páramo,
pero hay suficientes reseñas que muestran que la colección de cuentos
no pasó inadvertida: Francisco Zendejas, Salvador Reyes Nevares, Edmundo
Valadés, Alí Chumacero, Arturo Souto, Emmanuel Carballo y Sergio
Fernández escribieron sobre la obra de Rulfo de noviembre de 1953 a
marzo de 1954.
Tal
vez por modestia, reticencia o desdén a los críticos, Rulfo no pudo ver
la atención que la crítica dedicó a su obra; si su novela es célebre
dentro y fuera del país, el libro anterior es la reunión de cuentos más
importante en nuestras letras. Hay que enfatizarlo: la obra de Rulfo se
empezó a apreciar desde los años cuarenta; por ejemplo, en 1949 el
crítico y biógrafo José Luis Martínez, nombra a Juan José Arreola y
Rulfo como los más notables cuentistas. Y Alí Chumacero señaló que El Llano en llamas
es una “imagen fidedigna de una situación repelente en que se halla
estancada una buena porción de algunas clases sociales mexicanas”;
aludía a los detractores que ya en ese momento tenía el escritor, cuando
contaba con 36 años de edad. Y Emmanuel Carballo observó la importancia
de la mancuerna Arreola–Rulfo en nuestras letras, estableciendo la
diferencia de estilos entre ambos. Replicó a quienes acusaban a Rulfo de
pesimista y creían que no sabía escribir; puntualizó que su uso del
idioma y su construcción sintáctica responde al carácter de los
personajes y a la atmósfera en que se mueven.
La publicación de Pedro Páramo ensombreció la significación El Llano en llamas.
Ha predominado la idea entre los escritores y la crítica, de que la
novela se eleva sobre los cuentos, lo cuales han sido resituados, sobre
todo, en los círculos académicos. Salvador Elizondo recordó en 1973 el
impacto que le provocó la lectura de las historias del narrador
jalisciense; en eso días escribió un cuento titulado “Sila”, que
evidenciaba una gran influencia de Rulfo; el resultado no fructificó
aunque el germen se preservó y estimuló las dotes del joven escritor que
en 1953 decidió su vocación escritural gracias a El Llano en llamas,
de cuya primera lectura le impresionaron los personajes y sus acciones;
en una siguiente lectura, dos décadas después, fue el escritor quien le
interesó. El aprendizaje se centró en la manipulación del tiempo
literario; fue la tentativa de hacer hablar a lo irracional, lo cual
diluye las fronteras entre objetivo y subjetivo.
Los relatos de El Llano en llamas
son un prolongado proceso escritural por una obsesión artística:
escribir lo que nunca nadie ha escrito antes. “Desde luego no es porque
no exista una inmensa literatura, sino porque para mí solo existía esa
obra inexistente y pensé que la única forma de leerla era que yo mismo
la escribiera. Tú te pones a leer y no hallas lo que buscas. Entonces
tienes que inventar tu propio libro”. Y esa aspiración le exigió
sacudirse los ornamentos retóricos hasta alcanzar el ideal de la
síntesis expresiva: “Lo que yo quería era hablar como un libro escrito.
Quería no hablar como se escribe, sino escribir como se habla”.
En los cuentos de El Llano en llamas
aparecen los motivos expresivos y temáticos que, en proceso estructural
y trama diferentes, reaparecerán en la novela: emigración de los
pueblos, violencia física y psíquica, supersticiones y un sincretismo
concentrado en magia, enigma y atavismos. El deseo, que casi siempre
yace incólume en una pasión arraigada, en la novela posee un sinfín de
variantes. La evocación, oscilante entre la liberación, la culpa y el
remordimiento. Crea una atmósfera sumida en la desolación. Los cuentos
de Rulfo, asimismo, forman parte de la tradición de la narrativa sobre
la Revolución. A su estilo realista le confiere nuevos horizontes. El
fatalismo, el humor, la magia, lo esperpéntico se reúne en los cuentos
de Rulfo con estructuraciones y planos temporales intrincados.
Una de las contribuciones más importantes a la crítica rulfiana es la de Gerald Martin, quien hace un recuento en retrospectiva sobre la historia de la crítica de nuestro escritor durante cerca de cuarenta años. La revisión es cronológica, temática y metodológica. Con síntesis excepcional observa los aciertos y excesos de la crítica. En opinión del estudioso inglés, a principios de los años noventa estaba por finalizar un ciclo en la crítica rulfiana y presagiaba la llegada de una nueva; cualesquiera que sean los nuevos rumbos y percepciones de la crítica, concluye Martin, “Nada impedirá, sin embargo, que El Llano en llamas siga siendo un clásico latinoamericano ni que Pedro Páramo siga siendo una de las obras literarias más perfectas de la literatura universal”.
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