Laberinto
Evodio Escalante
Como investigador de literatura, Guillermo
Sheridan es un excelente novelista. Lo escribo en serio y después de leer Un
corazón adicto. Una vida de López Velarde y otros ensayos afines (México,
Tusquets, 2013). No ignoro qué pesquisas de Sheridan realizadas hace más de
veinticinco años, cuando preparaba la primera edición de su “vida” de López
Velarde, inicialmente publicada por el FCE, condujeron al descubrimiento de
varios poemas juveniles del autor de La suave patria y a encontrar además un
interesante acervo epistolar con quien fuera su amigo y mentor durante una
primera época: Eduardo J. Correa. Por esos años, debe reconocerse, Sheridan no
solo aporta materiales que serán recogidos por el fallecido José Luis Martínez
en su edición de las Obras del poeta, sino que da a las prensas la primera
versión de Un corazón adicto, y hace posible la aparición de un libro de López
Velarde titulado Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos
juveniles (1905–1913). Agréguese a lo anterior que también se debe a él un
volumen que publica la
Biblioteca Ayacucho de la Poesía y poética (2006) del jerezano, para el que
redacta un prólogo muy completo.
Aunque es difícil entender cuál podría ser
la diferencia entre “escribir una vida” y una “biografía” (es lo mismo pero
cambiado: grafos vale por escritura; bios por vida), volví a leer Un corazón
adicto con el mismo gusto y fruición con que lo hice hace un cuarto de siglo.
El sarcasmo sutil, la ironía, la capacidad descriptiva e imaginativa, la
fluidez toda de una prosa que siempre tiene muy en alto la figura del personaje
que la suscita, a lo que agrego una documentación impecable, hacen de este
libro un hito imprescindible para entender los avatares del autor de La sangre
devota y de Zozobra. Los recursos narrativos de Sheridan son más que evidentes.
Crea una verdadera novela documental, con monólogos, una intriga muy eficaz y
una suerte de “teatro de voces” que monta al reconstruir un viaje por tren que
hicieran escritores y políticos de la época a un homenaje que se habría de
rendir en Jerez al escritor recién fallecido. En este ensamble de voces están
las de Rafael López, José D. Frías, Enrique Fernández Ledezma, Manuel Horta,
Jesús B. González, Manuel de Torre, Ernesto García Cabral, un diputado de
apellido Güereca y un presunto sacerdote que debe travestirse de licenciado
para no llamar la atención. Aunque solo aparece en la estación de trenes cuando
el convoy va a partir hacia Zacatecas, Margarita Quijano, la última amada
“imposible” de López Velarde, igual juega un papel no necesariamente menor en
el relato. Como narrador, Sheridan puede ser tan eficaz (y a veces, incluso,
tan irónico) como Ibargüengoitia.
A este despliegue de empatía literaria,
empero, la edición de Tusquets añade cuatro textos del Sheridan ensayista de
variopinto valor, que enseguida menciono: 1) “Pórtico: La poesía de Ramón López
Velarde”; 2) “El joven López Velarde, los católicos y Eduardo J. Correa”; 3)
“Entre la neurosis que finge y el alma de las cosas (La polémica de la nueva
Revista Azul)” y 4) “Sobre la muerte de López Velarde.” El más sustancioso sin
duda es el primero de ellos, inserto como prólogo en la mencionada edición de
Ayacucho. En él, Sheridan se maneja como un verdadero experto en el tema, al
que, sin embargo, se le pueden oponer algunos reparos. Primero, que se apoya
demasiado en una tétrada canónica que estaría formada por Villaurrutia, Paz,
Pacheco y Zaid, de forma tal que lo que ellos afirman resulta ser en casi todos
los casos el punto final, cual si la de ellos fuera la verdad revelada. Sirva
de ejemplo esta afirmación que me parece de escándalo: “Sus temas son pocos,
sus intereses espirituales, reducidos. La historia está ausente de su obra….”
Si esto lo hubiera escrito Enrique González Martínez en su reseña de Zozobra
(1919), esto es, antes de la aparición de La suave patria (1921), podría pasar;
pero lo escribe Paz a principios de los años sesenta, a más de cuarenta años de
distancia. En un libro reciente, que será consulta imprescindible, Ramón López
Velarde. El ángel que acompañó a Tobías, Víctor Manuel Mendiola ha señalado
este grosero error. En el poema de López Velarde por supuesto que está la Revolución, y la
hambruna de 1915, y la “mutilación” del territorio nacional a resultas de la
guerra con los Estados Unidos en la época de Santana, además de la caída de la
gran Tenochtitlán ante los embates del ejército de Cortés. Se necesita ser corto
de vista para no darse cuenta.
Segundo, su escaso aprecio por La suave
patria, el texto mayor de López Velarde, en lo que Sheridan sigue a pie
juntillas una tradición que inicia con Villaurrutia y Cuesta y que Octavio Paz
convalida a su modo.
Tercero, su idea un tanto esquemática de
que López Velarde era un poeta “provinciano” y “católico”, lo que lo volvería
adverso desde un principio a las “degeneraciones” del modernismo que se
practicaría en la capital del país. La sana provincia frente a la Babel del vicio que ya era
la urbe de los modernistas: esta dicotomía tajante no admite un análisis serio
de la poesía del autor, quien ya desde La sangre devota (1916) reconoce dos
influencias fundamentales: las de Othón y Gutiérrez Nájera. Si Othón podría
caber dentro del cartabón de una literatura “sana”, “bucólica” y “virgiliana”
(claro, forzando demasiado las cosas, pues el elemento concupiscente y nocturno
aparecerá de modo inequívoco en la
Noche rústica de Walpurgis y en los sonetos de En el desierto.
Idilio salvaje), Gutiérrez Nájera se yergue como la figura rampante del
decadentismo del que él funge como el “primer motor” en nuestro país.
Si Guillermo Sheridan leyera con atención,
se daría cuenta que el poema juvenil que él cita para convalidar su tesis, “Del
suelo nativo” (1907), no es tan profiláctico como cree. Al lado del elogio de
la tierra bendita y el contorno benigno, junto a los preclaros héroes del
terruño y la música de acentos virgilianos, dignos de celebrarse, por supuesto,
aparecen las obstinadas nieblas de mi invierno y la noche sin fin de mi congoja,
es decir, los gusanos mórbidos de una decadencia siniestra que es la
responsable de las desolaciones interiores que experimenta el autor. ¡Todavía
no cumple los veinte años y ya se siente viejo y desolado...! La mórbida
melancolía ya está haciendo efecto desde entonces…
En una cosa tiene razón Sheridan: el joven
López Velarde se revuelve a menudo contra el “decadentismo” en sus textos en
prosa... pero esto no quita que él fuera, acaso sin saberlo del todo, un
decadente al pie de la letra. Lo puedo decir con una fórmula: López Velarde era
un decadentista malgrè lui même. Por algo firmaba algunos de sus textos con el
seudónimo de Tristán. Esta consideración, comprobable en los textos incluso más
tempranos del autor, deja sin sustento la tónica de los dos siguientes ensayos
de Sheridan, quien se empecina en sostener que López Velarde formó filas con el
malogrado proyecto de resucitar la Revista Azul. Si su nombre aparece en un primer
número de la revista, esto no autoriza a considerar que estaba comprometido a
fondo con esta empresa de claro corte reaccionario, ni mucho menos podría
autentificar la aventurada atribución que sin mayores pruebas aduce Sheridan en
el sentido de que el joven López Velarde leería sobre todo a los modernistas
peninsulares antes que a los “afrancesados” (como Gutiérrez Nájera, supongo,)
de su propio país.
La última propuesta de Sheridan, que convierte a
López Velarde en un pachá de los prostíbulos, me parece pegada con alfileres.
Sheridan pretende probar que el autor de La suave patria no murió de una
neumonía…. ¡sino de una neumonía agravada por el padecimiento de la sífilis!
Pese a las estrambóticas estadísticas sanitarias (el ensayista aduce que “el
treinta por cierto de la población entre quince y treinta años” estaría
infectada de sífilis en la capital hacia 1926), uno se queda con la impresión
de que Sheridan no solo dramatiza demasiado sino que, esto es lo peor, confunde
los síntomas de la sífilis con los de la gonorrea, como lo prueba su bizarra
lectura del poema en prosa “La flor punitiva” del propio RLV. ¿Si la gonorrea
“no florece” (sic), entonces por qué ese título del texto?
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