Laberinto
Santiago Gamboa
Siempre he admirado a las personas que
llevan un diario, a quienes deciden llevar cuenta escrita de su existencia y
son capaces de mantenerlo durante años, con férrea disciplina, solazándose,
maldiciendo o sencillamente interpretando el espectáculo de su propia vida. Al
respecto hay una clasificación de los caracteres humanos hecha por un psicólogo
francés, René Lésaine, dividiendo a las personas en tres tipos: nerviosos,
sentimentales y apasionados, y a su vez, a cada uno de éstos en activos y
pasivos. El diarista sería el producto natural del nervioso pasivo.
Pero hay muchos tipos de diarios. Los
íntimos juveniles tienen su cima en el Diario de Anna Frank, la joven judía
holandesa. Su veracidad y frescura lo convirtieron en uno de los testimonios
más desgarradores del Holocausto. Están también los diarios con intención
didáctica, como el de Henri–Fréderic Amiel, quien consideraba al diarista una
especie de nadador que bucea en círculos concéntricos en torno a la
experiencia.
Y, cómo no, el diario de viajes, siendo una
excelente muestra el del médico Albert Schweitzer en el África Ecuatorial, con
el título de Al filo de la selva aborigen, o los Diarios de Sir David
Livingston, explorador célebre entre otras cosas por haberse perdido y porque
lo encontró Henry Morton Stanley, diciéndole la conocida frase: “Mr.
Livingston, supongo”. El diario de guerra es un género aparte y en éste
sobresalen los de Ernst Junger, publicados en español con el título de
Radiaciones, sobre la ocupación alemana de París. O, del otro lado, los del
romanista judío Víctor Klemperer (también en el género testimonial), quien nos
cuenta día a día el infierno en la
Tierra, ese reino del miedo que fue el Tercer Reich.
El diario del escritor es, sin duda, el más
conocido. Los Diarios de Kafka, por ejemplo, los de Gide, Camus, Tolstoi,
Thomas Mann, o los de Virginia Woolf y Silvia Plath, que son tratados sobre la
tristeza y sobre el “sol negro” de la melancolía, o los de Gombrowicz, a medio
camino entre el diario y el ensayo. Pero el escritor, cuando escribe un diario
personal, sabe que tarde o temprano lo va a dar a la imprenta, por lo que
siempre es sospechoso, incluso cuando se trata de autores que solo son
conocidos por sus diarios, como Anaïs Nin o Paul Léautaud.
Los mejores que he leído son los de Julio Ramón
Ribeyro, con el título de La tentación del fracaso, una verdadera escuela de
escepticismo, humor y observación. Leyéndolos me he convencido de que sí
existen las vidas literarias, y que éstas, cuando son verdaderas, producen de
modo inevitable literatura verdadera. Porque es la vida la que precede a la
escritura. Es lo que cada uno hace con ella lo que dictará las palabras que
deben ser escritas, y el destino o la suerte de esas palabras. Esa es la gran
enseñanza de Ribeyro en sus diarios: que siempre, al final, lo más valioso es
la vida.
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