sábado, 3 de agosto de 2013

Ambos mundos: A propósito de diarios

3/Agosto/2013
Laberinto
Santiago Gamboa

Siempre he admirado a las personas que llevan un diario, a quienes deciden llevar cuenta escrita de su existencia y son capaces de mantenerlo durante años, con férrea disciplina, solazándose, maldiciendo o sencillamente interpretando el espectáculo de su propia vida. Al respecto hay una clasificación de los caracteres humanos hecha por un psicólogo francés, René Lésaine, dividiendo a las personas en tres tipos: nerviosos, sentimentales y apasionados, y a su vez, a cada uno de éstos en activos y pasivos. El diarista sería el producto natural del nervioso pasivo.
Pero hay muchos tipos de diarios. Los íntimos juveniles tienen su cima en el Diario de Anna Frank, la joven judía holandesa. Su veracidad y frescura lo convirtieron en uno de los testimonios más desgarradores del Holocausto. Están también los diarios con intención didáctica, como el de Henri–Fréderic Amiel, quien consideraba al diarista una especie de nadador que bucea en círculos concéntricos en torno a la experiencia.
Y, cómo no, el diario de viajes, siendo una excelente muestra el del médico Albert Schweitzer en el África Ecuatorial, con el título de Al filo de la selva aborigen, o los Diarios de Sir David Livingston, explorador célebre entre otras cosas por haberse perdido y porque lo encontró Henry Morton Stanley, diciéndole la conocida frase: “Mr. Livingston, supongo”. El diario de guerra es un género aparte y en éste sobresalen los de Ernst Junger, publicados en español con el título de Radiaciones, sobre la ocupación alemana de París. O, del otro lado, los del romanista judío Víctor Klemperer (también en el género testimonial), quien nos cuenta día a día el infierno en la Tierra, ese reino del miedo que fue el Tercer Reich.
El diario del escritor es, sin duda, el más conocido. Los Diarios de Kafka, por ejemplo, los de Gide, Camus, Tolstoi, Thomas Mann, o los de Virginia Woolf y Silvia Plath, que son tratados sobre la tristeza y sobre el “sol negro” de la melancolía, o los de Gombrowicz, a medio camino entre el diario y el ensayo. Pero el escritor, cuando escribe un diario personal, sabe que tarde o temprano lo va a dar a la imprenta, por lo que siempre es sospechoso, incluso cuando se trata de autores que solo son conocidos por sus diarios, como Anaïs Nin o Paul Léautaud.
Los mejores que he leído son los de Julio Ramón Ribeyro, con el título de La tentación del fracaso, una verdadera escuela de escepticismo, humor y observación. Leyéndolos me he convencido de que sí existen las vidas literarias, y que éstas, cuando son verdaderas, producen de modo inevitable literatura verdadera. Porque es la vida la que precede a la escritura. Es lo que cada uno hace con ella lo que dictará las palabras que deben ser escritas, y el destino o la suerte de esas palabras. Esa es la gran enseñanza de Ribeyro en sus diarios: que siempre, al final, lo más valioso es la vida.

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