Laberinto
Julio Hubard
Cómo entender la cultura y los dineros para la cultura. Los
medios han generado un sucedáneo cultural que suele ser un halago a los
sentidos y el abandono del espíritu (la taxonomía es de Fumaroli). Como comida
chatarra: cosas sabrosas que provocan obesidad y placeres fugitivos. No importa
si hablamos de París, Nueva York o México (muy por debajo), la cantidad de
dinero y la oferta de bienes y servicios culturales es siempre mayor; su valor,
decreciente. “El Estado cultural es Estado–distracciones y nada más” (Fumaroli,
de nuevo).
Es el apogeo del hombre masa, el imperio de las opiniones
porque sí, por ocurrencia, sin pensar. Y se comprende bien el horror de
hallarse frente a este sujeto “paradisiaco” que describió Ortega y Gasset como
un ser “vitalicio y sin poros”, “que encuentra dentro de sí un repertorio de
ideas que nunca se ha puesto a pensar, y decide que está completo”. Este ser
que se topa Ortega ha perdido la imaginación acerca de sí mismo: no se sospecha
y se ha vuelto “incapaz de transmigraciones” porque no puede descubrir su
propio ser más allá de su zalea. En él no opera la magia que convierte al
lector en el autor del poema o el personaje de la narración o del drama. Se ha
convertido en un procesador de información, ha dejado de ser lector. Aprendió a
leer pero nunca descubrió que en la lectura iba jugada su propia profundidad.
Descifra periódicos. Y opina según lo que halla en una pantalla plana, pero no
entiende por qué un poema pueda ser el lugar donde él mismo se transforma en
creador y en semejante.
Este sujeto ignora que es historia. Vive confinado piel
adentro, lleno de memes y miedos, de ruidos y silencios superfluos. Y puede ser
visto de dos modos: como la víctima de fuerzas que lo avasallan, o como alguien
capaz de tomar por propia cuenta su destino y transformarse en un ser más real.
O tiene razón Chomsky, o la tiene Zaid.
Coinciden Fumaroli, Zaid, Chomsky en que hay tres instancias
que han perdido su sentido frente a la cultura: el Estado, la universidad y los
medios masivos. Chomsky (mucho menos asertivo cuando incluye a la universidad)
los considera parte de The dark side, centros de reproducción y adoctrinamiento
para mejor subyugar las conciencias. Zaid jamás se ha apercibido de algún eje
del mal; no lo reconoce y, por eso, sigue proponiendo, una tras otra,
posibilidades, proyectos, ideas —pequeñas, eso sí: un grupo de lectores, un
club de libros, tertulias, formas de financiar, no la industria editorial sino
este título y aquel lector. Contagio, pues: cosas que pasan de uno a otro
porque valen la pena, independientemente de que incidan o no en estadísticas.
Pero la diferencia va más allá. Chomsky quiere un socialismo
libertario y un sindicalismo anarquista, pero, a la vez, desconfía radicalmente
de la capacidad del layman, del ciudadano común, de aquel que, si acaso, mira
los encabezados del periódico y atiende algún sesgado noticiero de la tele. Y
le parece necesario sacar a este sujeto del oprobio en que lo han sumido,
convertirlo en un hombre advertido de que la democracia liberal es aún más
totalitaria que los otros regímenes... cosa que se ha de lograr tirando el
imperio de las mentiras tejidas de los poderosos y difundidas por los medios masivos,
diseñados para anular la libertad íntima de las personas. Solo entonces se
podrá actuar para acceder al socialismo anarquista y sindical que avizora.
Esa fórmula funciona. El que lo sabe todo, que ha leído
todos los libros, hace tiempo dejó de sorprenderse. Viene de regreso, nada le
parece nuevo y no queda sino deterioro. Halla al mundo ya marchito. Como la
gente ha perdido la capacidad de sorpresa, ama las tinieblas y cree que todo lo
significativo, lo importante, sucede más allá del espacio en que su propia
conciencia tiene lugar. Chomsky es un autor ideal en este sentido: la libertad
que te crees, en realidad es la prisión en que te han metido los poderes
estatales y capitalistas para seguir usándote como recurso de producción.
No estoy aquí refutando las visiones políticas de Chomsky
—que me parecen tan equivocadas como defendibles— sino su intuición de la
naturaleza humana y de dónde se halla la persona común: una pura víctima
pasiva. Su sujeto básico, activo, es el Estado, el poder, los grupos dominantes,
ante los cuales la persona común, corriente e inculta carece de fuerza y
arrestos para resistirse y pensar por cuenta propia; no existe como individuo
sino solo como forma pasiva de la masa. El sujeto básico de Zaid es lo
contrario: no hay sino personas semejantes a personas y nadie supone ser solo
parte de la masa. Por eso cree en la lectura como forma de vitalidad espiritual
—y no como Chomsky, que ve en la lectura el recurso mecánico para acceder a la
información (y sobre todo, a esa información que los poderes buscan ocultar).
Chomsky no tiene un pelo de tonto, sus argumentos suelen ser
sólidos, y yo mismo podría encabezar un homenaje al filósofo y al lingüista; su
problema no es la falta de entendimiento sino la paranoia: en una sociedad “democrática
no puedes ejercer coerción sobre las personas para llevar a cabo el control
social, de modo que tienes que controlar lo que piensan” y para ello, “se
requieren formas más sofisticadas de adoctrinamiento”. Le aterra que la
libertad produzca moluscos espirituales. A Zaid también le preocupa, pero no le
aterra, ese fenómeno de las sociedades que producen seres de espíritu anodino,
carentes de curiosidad y de imaginación. Son dos posturas ante el extraño
suceso del ser: una supone que es una tragedia que no cesa y nomás empeora —con
Brecht: “el que ríe todavía no ha recibido la noticia atroz”. La otra postura
no deja de sorprenderse de todo, y todo le parece tocado por la chispa de un
milagro.
Pero si Chomsky siente repugnancia y lástima de la gente común
dada a los medios, a Zaid le parece una oportunidad: quizá se pueda actuar para
contagiarlos. Por más sumidos que estén en su perplejidad, nunca serán
suficientemente ajenos como para no considerarlos prójimos, semejantes, capaces
de alzarse a las mayores alturas espirituales. Eso sucede cada vez que se lee
un poema, por ejemplo, sin importar quién lo lee o quién lo escribió: “el
lector se ‘pone en el saco’ como un actor o una máquina analógica, pero la
‘máquina’ deja de serlo porque su respuesta es intransferible” —a eso se
refiere Ortega y Gasset cuando habla de transmigraciones. Cualquier hipócrita
lector puede ser Baudelaire o el Quijote, visitar el cielo y el infierno, y
convertirse en un ser más real.
Zaid es antípoda y antídoto de las lecturas utilitarias y
paranoicas: la libertad existe solamente en primera persona. Nadie puede
otorgarla; cada uno la halla y la habita y, si bien han existido, existen,
regímenes criminales que destruyen la libertad, no es el caso de las sociedades
llamadas democráticas, donde la libertad no depende de ninguna institución
estatal ni organización capitalista. La de Zaid y la de Chomsky son dos
democracias por completo distintas porque parten de nociones distintas de la
persona. Una se interpreta desde la lectura del poder, las instituciones, las
ideologías y su control: fuerzas mayores que uno, que cualquiera, donde queda
claro que la persona no puede mayor cosa. Chomsky ha transformado a los
Founding Fathers en “suffocating forces”. Pero si Zaid se equivocara, sobrevendría
no solo el terror orteguiano sino el público de mass media que Chomsky parece
suponer como estado neutro de la humanidad bajo la oscura opresión de la
democracia: gente común que halla la libertad como un mero acomodo mental
imperturbable, sin altas ni bajas, sin profundidad, sin preguntas. Es
pensamiento tenebroso. El sujeto es una víctima que ignora serlo y no desea
salir de la estolidez; cree ser libre cuando en realidad está atado. Zaid no
puede imaginar una persona sino bajo la especie de la libertad. Y en esto es un
ilustrado: no hay sino personas libres porque (Kant, desde luego): “no importa
si el hombre nace libre, o no: es libre porque está obligado a tomar decisiones
libres”.
Son dos tendencias del pensamiento. Una es de enormidades,
la otra cree que lo pequeño tiene sentido (Chesterton, Schumacher, Zaid, por
ejemplo) El sueño hegeliano de que pensar es una gigantomaquia se ha
transformado en la pesadilla de un Spengler descompuesto: fuerzas oscuras y
descomunales que utilizan la vida humana como mero combustible y lubricante de
sus engranajes. La verdad es que la vida se cumple en una escala mucho más
pequeña...
Chomsky no ha dejado de interpretar la pobreza como un
fenómeno de la voluntad de poder. En eso, pertenece al universo de los hegelianos.
Desde hace algún tiempo (y si nos remontamos en la historia, resulta que no es
una idea solamente moderna) Zaid, con algunos otros (Yunus, Polak, etc.) ha
propuesto una visión distinta: la pobreza es un fenómeno remediable, debido no
a la maldad inherente a los hombres sino a las defectuosas administraciones y
tonterías de orden jurídico. La diferencia reside en una percepción de la
especie humana.
Junto al sabio Chomsky, cundido de tedio y miedo, va otro
que anda descubriendo cosas y modos de hacer cosas. Parece infantil porque la
imaginación, todos lo saben, se pierde con el saber. Como Chesterton, no pocas
veces Zaid deja escapar esa actitud de niño sorprendido (revise el lector el
modo en que usa los signos de admiración, desde sus primeros libros hasta
Dinero para la cultura). Cada que lee algo que vale la pena, lo mismo en un
periodista casi olvidado que en Molière, va y lo cuenta y se le ocurre que por
qué no poner esto encima de aquello, o ponerle ruedas, o coser unas telas, o
creer que la humanidad vale la pena porque muchos maestros de primaria han sido
capaces de entusiasmar niños en la lectura. Y cree que leer sirve para ser más
reales.
Ambos escriben en medios de gran alcance. Opinan de
asuntos culturales y políticos, morales y económicos. Su opinión cuenta,
influye, se comenta y se vuelve referencia. Chomsky, sin embargo, está en un
lugar muy peculiar del star system (y para ver en qué grado, ahí esta en
YouTube el documental homónimo de su libro Manufacturing Consent), mientras que
Zaid es el autor menos mediático, además de que no es lo mismo la potencia de
distribución de la lengua inglesa que la modesta difusión de la lengua española
y, peor, de México, donde leer es un acto estrambótico.
Pero la diferencia mayor reside en otro lado: en el lugar del lector. Si
yo sigo a Chomsky y me convenzo, me convierto en chomskiano. Pero eso no podría
suceder con Zaid. Para decirlo pronto: si me dejo convencer por Zaid no me
vuelvo zaidiano sino sensato: adquiero nuevos argumentos, puedo entender mejor
la mecánica de algún fenómeno, descubro unos poemas, etc., pero todo eso lo
incorporo para mí, se vuelve mío. No se puede ser zaidiano, porque no hay
recetas ni se sigue nunca el mismo método. Sus recursos principales ya eran
míos: pensar, ver, leer, conversar.
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