Laberinto
Santiago Gamboa
Conocí a Bolaño en Roma, en
1999, cuando vino con su mujer y su hijo a tomar notas para Una novelita
lumpen. Yo había leído todos sus libros y Los detectives salvajes me parecía
una obra maestra. No era un descubrimiento insólito ni original, pues era la
opinión de la mayoría de los autores de mi generación y por eso Bolaño fue en
esa época un best seller entre los escritores latinoamericanos. Ningún otro
autor de generaciones posteriores al boom llegó a ser tan influyente y leído.
México fue el lugar clave
para su obra y su país de adopción. El recuerdo de lo que vivió en México lo
llevó a escribir sus libros más ambiciosos: Los detectives salvajes y 2666.
“Temo ir a México”, solía decir, “pues el México real puede inhibirme el México
que tengo en el recuerdo”. Bolaño siguió la tradición anglosajona de considerar
a México un género literario. En este sentido, Los detectives salvajes es una
de las grandes novelas urbanas escritas en Latinoamérica. Las generaciones
posteriores a él, los jóvenes de hoy, lo convirtieron en un clásico de la
literatura en español, y al leer esas novelas el territorio mexicano se sigue
afianzando como un espacio mítico y profundamente literario.
Su éxito es arrollador, pero
salvo en Estados Unidos, la obra de Bolaño no ha estado nunca en las listas de
los libros más vendidos en ningún país, y esto es un signo de los nuevos
tiempos. En épocas de García Márquez o de Nabokov o de Fitzgerald era común que
el talento estuviera asociado al éxito de ventas internacional, pero eso es
algo que ha ido desapareciendo. Son muy raros los casos, hoy, en los que esto
se da por fuera de las fronteras nacionales del autor. La obra de Javier Marías
o de Javier Cercas podrían ser excepciones. Ahora todo ha cambiado: la gran
masa de lectores se fue de la literatura y los grandes éxitos internacionales
los tienen escritores sin relevancia en las generaciones que les siguen.
Bolaño es todo lo contrario:
la juventud latinoamericana lo lee con admiración y una pasión similar a la que
en su momento produjo Cortázar, pues además de sus libros sacralizaron también
su modo de vivir. Algunos lo imitan excesivamente y esto a la larga le hará
daño. El caso de Cortázar y de García Márquez nos muestran hasta qué punto los
imitadores contaminan la lectura del original.
Bolaño lo leía todo, era una especie de oso devorador. Por eso antes de
publicar cualquiera de mis novelas yo trabajaba y corregía sin parar, de un
modo obsesivo, pues sabía que él iba a leerlas y temía defraudarlo. Esto me
llevó a plantearme la literatura de un modo aún más visceral, y a concebir proyectos
ambiciosos y arriesgados. Ese fue su legado. La exigencia era enorme, pues en
su mesa de juego la apuesta era muy fuerte. Cuando murió sentí un gran vacío,
una enorme tristeza. Pero sigo escribiendo como si cada una de mis frases fuera
a ser leída por él.
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