Milenio
Ariel González Jiménez
Casi todos los acercamientos a Rayuela proceden de la
intuición —y luego certeza— de que sus páginas trazan un juego donde,
felizmente, nos perderemos. Leerla supone la decisión de jugarlo, de dar
pequeños o largos saltos intentando no caer.
Y, como en todo juego que se respete, el resultado es impredecible. No solo porque la podemos leer al menos de dos formas (la convencional, que termina en el capítulo 56, más la opcional que nos sugiere Julio Cortázar), sino porque en cada línea sus personajes nos llevan inesperadamente a reflexiones que pueden presentarse como profundamente absurdas y en un instante tornarse absurdamente profundas.
Y luego, abiertamente, está la poesía. Porque solo así se puede pensar que más allá del Boulevard Jourdan, en una zona de terrenos baldíos, se puede parar y “mirar al cielo porque esa es una de las pocas zonas de París donde el cielo vale más que la tierra”.
En todo caso, el juego de la prosa de Rayuela, que por momentos parece no ir a ninguna parte, y el de su poesía que termina contándolo todo, se construye desde un lenguaje singular, único. Cortázar lo preveía desde sus cartas a Jean Bernabé, quien podía entenderlo desde su posición de escritor y lingüista:
“…muchos lectores que aprecian mis cuentos habrán de llevarse una amarga desilusión si alguna vez termino y publico esto en que estoy metido. Un cuento es una estructura, pero ahora tengo que desestructurarme para ver de alcanzar, no sé cómo, otra estructura más real y verdadera; un cuento es un sistema cerrado y perfecto, la serpiente mordiéndose la cola; y yo quiero acabar con los sistemas y las relojerías para ver de bajar al laboratorio central y participar, si tengo fuerzas, en la raíz que prescinde de órdenes y sistemas”.
Desestructurándose, Cortázar consigue inventar una lengua para Rayuela. Es por eso que, como dice Severo Sarduy (de quien el Fondo de Cultura Económica acaba de publicar el tomo III de sus Obras), “Rayuela es una novela sobre el sujeto. La búsqueda de Oliveira (la de la totalidad gnoseológica) es la de la unidad del sujeto. Pero tratar del sujeto es tratar del lenguaje, es decir, pensar la relación o coincidencia de ambos, saber que el espacio de uno es el del otro, que en nada el lenguaje es un puro práctico-inerte (como creía Sartre) del cual el sujeto se sirve para expresarse, sino al contrario, que éste lo constituye, o si se quiere, que ambos son ilusorios”.
Ni el español, ni el glíglico (esa lengua que inventó la Maga para poderse entender con Oliveira) son meros instrumentos de los personajes de la novela, sino su textura y esencia mismas.
“Cuántas palabras —dice Oliveira—, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho es la locura o un perro. Abrazado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos”.
Ya desde El perseguidor, ese relato de ruptura con su patrimonio cuentístico, Cortázar anunciaba a Oliveira. Allá era Johnny, el músico brillante que se autodestruye a cada paso, el que descree del mundo y sus más conspicuos representantes, el que despotrica contra la seguridad que éstos sienten (“seguros de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el demonio debajo de la piel, tenía bastante para sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros. En la mano, en el diario, en el tiempo, en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo…”). En Rayuela es Oliveira el que se burla de los que todo lo sienten bien, porque él tiene todo el tiempo “la sospecha física de que algo no andaba bien, de que casi nunca había andado bien. No era ni siquiera un problema, sino haberse negado desde temprano a las mentiras colectivas o a la soledad rencorosa del que se pone a estudiar los isótopos radiactivos o la presidencia de Bartolomé Mitre”.
Oliveira anda por la vida buscando sin buscar. Por eso encuentra a la Maga (“Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”), con la que compartirá más de un desfiladero y no pocos abismos. Es por las preguntas de ella que el intenta todas las respuestas. “La Maga —escribe Sarduy— lo ignora todo, su vida es una constante pregunta, su emblema novelístico es el signo de interrogación. Pero esta querencia, como si preguntar fuera la respuesta por excelencia, opera una inversión en su ignorancia. La magia de la Maga, es decir su esencia, es su sabiduría. En el fondo, todo lo sabe, no intelectual sino mánticamente, no por información sino por intuición”.
Las preguntas de la Maga son la única comodidad de la que dispone plenamente Oliveira, porque responda o no, siempre sabe lo duro que es saber. Una de las tantas enseñanzas que, como en un juego, aprende uno en Rayuela: “Felices los que eligen, los que aceptan ser elegidos, los hermosos héroes, los hermosos santos, los escapistas perfectos”.
Y, como en todo juego que se respete, el resultado es impredecible. No solo porque la podemos leer al menos de dos formas (la convencional, que termina en el capítulo 56, más la opcional que nos sugiere Julio Cortázar), sino porque en cada línea sus personajes nos llevan inesperadamente a reflexiones que pueden presentarse como profundamente absurdas y en un instante tornarse absurdamente profundas.
Y luego, abiertamente, está la poesía. Porque solo así se puede pensar que más allá del Boulevard Jourdan, en una zona de terrenos baldíos, se puede parar y “mirar al cielo porque esa es una de las pocas zonas de París donde el cielo vale más que la tierra”.
En todo caso, el juego de la prosa de Rayuela, que por momentos parece no ir a ninguna parte, y el de su poesía que termina contándolo todo, se construye desde un lenguaje singular, único. Cortázar lo preveía desde sus cartas a Jean Bernabé, quien podía entenderlo desde su posición de escritor y lingüista:
“…muchos lectores que aprecian mis cuentos habrán de llevarse una amarga desilusión si alguna vez termino y publico esto en que estoy metido. Un cuento es una estructura, pero ahora tengo que desestructurarme para ver de alcanzar, no sé cómo, otra estructura más real y verdadera; un cuento es un sistema cerrado y perfecto, la serpiente mordiéndose la cola; y yo quiero acabar con los sistemas y las relojerías para ver de bajar al laboratorio central y participar, si tengo fuerzas, en la raíz que prescinde de órdenes y sistemas”.
Desestructurándose, Cortázar consigue inventar una lengua para Rayuela. Es por eso que, como dice Severo Sarduy (de quien el Fondo de Cultura Económica acaba de publicar el tomo III de sus Obras), “Rayuela es una novela sobre el sujeto. La búsqueda de Oliveira (la de la totalidad gnoseológica) es la de la unidad del sujeto. Pero tratar del sujeto es tratar del lenguaje, es decir, pensar la relación o coincidencia de ambos, saber que el espacio de uno es el del otro, que en nada el lenguaje es un puro práctico-inerte (como creía Sartre) del cual el sujeto se sirve para expresarse, sino al contrario, que éste lo constituye, o si se quiere, que ambos son ilusorios”.
Ni el español, ni el glíglico (esa lengua que inventó la Maga para poderse entender con Oliveira) son meros instrumentos de los personajes de la novela, sino su textura y esencia mismas.
“Cuántas palabras —dice Oliveira—, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho es la locura o un perro. Abrazado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos”.
Ya desde El perseguidor, ese relato de ruptura con su patrimonio cuentístico, Cortázar anunciaba a Oliveira. Allá era Johnny, el músico brillante que se autodestruye a cada paso, el que descree del mundo y sus más conspicuos representantes, el que despotrica contra la seguridad que éstos sienten (“seguros de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el demonio debajo de la piel, tenía bastante para sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros. En la mano, en el diario, en el tiempo, en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo…”). En Rayuela es Oliveira el que se burla de los que todo lo sienten bien, porque él tiene todo el tiempo “la sospecha física de que algo no andaba bien, de que casi nunca había andado bien. No era ni siquiera un problema, sino haberse negado desde temprano a las mentiras colectivas o a la soledad rencorosa del que se pone a estudiar los isótopos radiactivos o la presidencia de Bartolomé Mitre”.
Oliveira anda por la vida buscando sin buscar. Por eso encuentra a la Maga (“Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”), con la que compartirá más de un desfiladero y no pocos abismos. Es por las preguntas de ella que el intenta todas las respuestas. “La Maga —escribe Sarduy— lo ignora todo, su vida es una constante pregunta, su emblema novelístico es el signo de interrogación. Pero esta querencia, como si preguntar fuera la respuesta por excelencia, opera una inversión en su ignorancia. La magia de la Maga, es decir su esencia, es su sabiduría. En el fondo, todo lo sabe, no intelectual sino mánticamente, no por información sino por intuición”.
Las preguntas de la Maga son la única comodidad de la que dispone plenamente Oliveira, porque responda o no, siempre sabe lo duro que es saber. Una de las tantas enseñanzas que, como en un juego, aprende uno en Rayuela: “Felices los que eligen, los que aceptan ser elegidos, los hermosos héroes, los hermosos santos, los escapistas perfectos”.
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