Jornada Semanal
Fabrizio Andreella
A h.g.v.
El suplemento
Una lectora me ha
escrito un correo electrónico en el que me acusa cordialmente de
sazonar con abundante pesimismo los textos que comparto con los
lectores de La Jornada Semanal. Agradeciéndole la atención que
dedica a mis reflexiones, quiero aprovechar su amable reproche para
reflexionar sobre el periodismo cultural y sus objetivos en esta época.
El periodismo cultural, obviamente, puede ser el
alma fraternal que frecuenta nuestras pasiones o el espectro mercantil
que conoce nuestros vicios. Dejaremos esa disyuntiva como resuelta para
nosotros ya que, afortunadamente, cada domingo frecuentamos estas
páginas compartiendo encantos e inquietudes, informaciones y
reflexiones, memorias y suposiciones.
El periodismo cultural libre de ocultos intereses
extraculturales es un suplemento dietético. Ayuda en aquellas
situaciones de avitaminosis intelectual provocadas por la indiferencia
tanto a la hermosura y la creatividad como a la iniquidad y al horror.
Sus principios activos tratan de limitar aquella ignorancia que genera
sufrimiento y son primariamente dos: la difusión de la hermosura y la
invectiva contra el engaño.
La belleza
El primer principio activo ilumina la belleza de
las creaciones humanas que llamamos arte, cultura, pensamiento, para
divulgarlas y ayudar al individuo a contemplar los encantos de la vida y
a crecer con ellos. Se trata, sobre todo, de la belleza que no es
llamativa, que no se nota a primera vista, la belleza excéntrica que
por su singularidad y originalidad amplifica la posibilidad de gozar de
quien la contempla, y lo mismo hace con su capacidad de disfrutar el
mundo. Se trata también de la belleza escondida por el polvo del
tiempo, la belleza inactual que aumenta su encanto con el exotismo
temporal; esa belleza clásica que nos permite esquivar la flecha del
tiempo y salir del despótico torbellino de la actualidad.
El engaño
El segundo principio activo del periodismo
cultural indaga, descubre y denuncia aquellas creaciones humanas que
dejan en la realidad ambiental, social o psíquica unas cáscaras de
plátano donde uno se puede resbalar, perder la visión del horizonte y
acostumbrarse a vivir boca abajo o sin conciencia de la disminución
sufrida.
El Premio Nobel t.s. Eliot pinceló su inquietud
frente a esta amenaza en unos versos de “La piedra” (1934): “¿Dónde
está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde está el
conocimiento que hemos perdido en información?”
Trasladando la pregunta poética a la vida diaria,
es suficiente pensar en el cielo sin estrellas que nos toca en las
metrópolis para darnos cuenta de que la contaminación no corrompe
solamente los pulmones, sino también la mirada del alma hacia arriba.
Buscando en la infinitud misteriosa de la noche un alivio para el
insomnio o la validación de un amor, el habitante de la ciudad ya no
encuentra el apapacho del cosmos estrellado al cual participar de su
ansiedad. El techo de plomo sobre su cabeza es mudo o, más bien, está
lleno de tóxica información química.
Como todo mundo sabe, el único resultado de haber llegado a la Luna es que ya no es una imagen romántica que abre el corazón de los enamorados, sino un inútil dato científico amontonado en el almacén de la memoria técnica. ¿Son detalles irrelevantes? ¿Son resultados que no importan o que no tienen que ser parte de una reflexión colectiva? Tal vez para alguien es así, pero para otros pueden ser temas que ayudan a formarse una conciencia de sí y de la comunidad donde viven.
Como todo mundo sabe, el único resultado de haber llegado a la Luna es que ya no es una imagen romántica que abre el corazón de los enamorados, sino un inútil dato científico amontonado en el almacén de la memoria técnica. ¿Son detalles irrelevantes? ¿Son resultados que no importan o que no tienen que ser parte de una reflexión colectiva? Tal vez para alguien es así, pero para otros pueden ser temas que ayudan a formarse una conciencia de sí y de la comunidad donde viven.
La alfombra
Claro está que ser agente de este segundo
principio activo contra el engaño –es decir, denunciar los efectos
colaterales de las cosas que se presentan como perfectas soluciones a
problemas que ignorábamos tener– obliga a una mirada crítica que puede
parecer ennegrecida por el pesimismo del agorero.
Reflexionar sobre una realidad exitosa, horneada de
novedades útiles, agradables y aceptadas con entusiasmo acrítico o
tranquila indiferencia, es una operación que atrae no solamente la
acusación de pesimismo.
Revelar lo que se ha barrido bajo la alfombra
supone exponerse al riesgo de ser tachado también de conservadurismo
mojigato, ciego tradicionalismo, fanatismo derrotista y cobarde
hipocresía. Como si el mero hecho de ser socialmente crítico fuera la
señal de una amargura personal, de una infelicidad íntima que no
permite celebrar la civilización como ésta merece.
Sin embargo, denunciar las trampas que se hallan en
lo cotidiano es uno de los instrumentos que tenemos para dar su nombre
a los espectáculos de ilusionismo que a veces tratan de pasar por
realidad. Nos permite elegir o rechazar la realidad diariamente en lugar
de sufrirla pasivamente.
La adicción
A veces, aun conociéndola, tenemos que plegarnos
a ella, pero ese conocimiento nos permite al menos no caer en una
pasividad inconsciente o simplemente indolente.
No siempre es cierto. Por ejemplo, a veces aparece
la noticia comprobada de que en un programa de telebasura todo es
arreglado y los protagonistas son actores pagados para realizar un
poquito de pornografía emocional actuando como pobres desgraciados
bañados en lágrimas. Sin embargo, la reputación de esos programas no es
manchada y el éxito sigue igual. Se trata del poder que tiene la
adicción mental a la ficción cuando la existencia es un espanto o, como
dijo el Roto, “la realidad es una alucinación producida por
la ausencia de propaganda”. La realidad en estos casos es un obstáculo a
la narración mitológica sostenida por un aparato de imaginaciones,
evocaciones y sueños que arrinconan la reflexión racional y la
conciencia personal de los hechos que hacen la historia colectiva e
individual. Es triste notar que políticos y publicistas consideran la
sandez general como la precondición esencial y necesaria para la
efectividad de sus tareas.
El optimismo
Frente a este panorama mediático y
antropológico, es cómodo ampararse en el optimismo de rigor que impone
la postmodernidad, pródiga en gadgets, modas y “sueños” que
guían siempre la mirada hacia un paraíso por venir. Un optimismo que,
si lo analizamos bien, no es una forma de esperanza sino de cinismo,
porque concierne a la máquina de la técnica y sus adelantos, mientras
la vida social abandona la solidaridad por el voluntarismo y se
desmorona, y la vida individual es azotada por la ansiedad, que a veces
se torna en depresión y neurosis disimuladas por vergüenza o
incapacidad de reconocerlas.
Este optimismo de la máquina postmoderna sirve para
ocultar un inconveniente de la relación entre el hombre y la técnica:
estamos obligados a participar en una carrera innatural, sobre todo
psicológicamente, pero también económica y físicamente, en pos de
alcanzar la flecha del progreso. Es la filosofía del último modelo como
forma de sentirse aliviados/alivianados.
Sin embargo, esta velocidad, orgullo de la
producción bajo la dirección de la técnica, no nos permite ni siquiera
preguntarnos la cosa más simple: ¿A qué blanco apunta esa flecha del
progreso? ¿Ese blanco es de evolución humanista o es un simple punto
geométrico imaginario puesto en el infinito, que sirve solamente para
darle un sentido a la producción sin finalidad de la técnica? En este
sistema, el ser humano es un simple funcionario, catequizado con
eficaces promesas seductoras para ofrecerse al progreso como usuario
entusiasta de las nuevas creaciones de la técnica.
El conformismo
Tomemos como ejemplo el e-book. En los medios
masivos su celebración como avance espectacular es incesante, y desde
el punto de vista de la técnica seguramente lo es. La única verdadera
ventaja que tiene es la de poder llevar muchos textos sin cargar peso.
(No menciono el tema ecológico porque me parece ridículo e hipócrita
hablar de árboles salvados por no imprimir libros, cuando se destruyen
selvas enteras sin la menor dificultad para cualquier otra producción
industrial.)
Pero la admisión de los límites y defectos del
e-book es considerada un acto vergonzoso de retrógrados atolondrados. No
es chic, no está a la moda ni en línea con el conformismo tecnológico.
Entonces solamente se puede pensar en soledad o confiar en voz baja a
un amigo que el e-book no es para nada cómodo. Porque cansa los ojos,
es frío, no permite consultar páginas diferentes con facilidad, no se
puede ojear bien el texto, no involucra el tacto, el olfato y el oído,
como hace el papel, hay que recargarlo, las fuentes tipográficas son
modificadas, etcétera.
Frente a estas objeciones, los fervorosos creyentes
en el progreso tecnológico suelen salir con un desdeñoso “a mí no me
molesta nada, es un encanto”. En cambio, los más inclinados hacia el
determinismo tecnológico rebaten con un terminante “mejorará”.
Optimismo: una obligación que se torna en actitud
espontánea. Mientras, claro, nos acostumbramos a todo, como nos hemos
acostumbrados al sabor de la tortilla industrial, al tráfico de la
ciudad, a pagar para beber un vaso de agua. La amnesia colectiva
necesaria para que lo bueno del pasado no se tome como referencia para
ajustar el rumbo de la máquina técnica postmoderna, es organizada por
un presente que nunca para de “informarnos”, es decir de bombardearnos
con novedades de dudosa importancia que sepultan la realidad con
narraciones nuevas antes de poder reflexionar sobre las viejas.
La cultura
Entonces, en el presente eternizado por los
medios masivos, ¿qué tanto puede decir la cultura, que pide y provoca
una reflexión extendida en el tiempo? ¿Cuál es el papel del periodismo
cultural? Amigo del cafecito dominguero, del tramo largo en el Metro,
del sofá indolente y de todas las esperas, el periodismo cultural es un
tambaleante puente de cuerdas entre la vida diaria y la reflexión,
entre la cultura y la gente, que a veces no se frecuentan mucho.
Si la cultura perdiera cualquier contacto con el
mundo cotidiano, con la educación y el civismo, con las aspiraciones y
los gustos de la gente, y se aceptara a sí misma solamente como un
espacio elitista para una minoría enrocada en la academia, entonces el
poder que no ama el crecimiento cultural y económico de las clases
subalternas ‒porque tienen que quedarse allá en el fondo del paisaje
como un dato de color‒ sería muy feliz.
Claro, antes que nada el periodismo cultural debe
informar sobre las novedades culturales, idealmente sin que esto lo
convierta en un voceador de “los más vendidos” o un camarero de las
estrellas mediáticas que se creen escritores porque ya tienen un
público. Además, reporta los debates públicos que la sociedad vive como
decisivos y prueba y analiza los ingredientes que están empezando a
cambiarle el gusto a la vida social e individual.
La identidad
Pero el periodismo cultural puede ser también como un sherpa
que acompaña al lector-explorador en regiones del pensamiento y del
arte olvidadas o inesperadas. No posee, o más bien se deshace, del
prestigioso y sólido equipo profesional de las investigaciones
académicas, porque su excursiones no son planeadas con la misma
formalidad y son mucho más breves y rápidas. Pasa por terrenos
esteparios, despoblados, y de vez en cuando se adentra tímidamente en
laboratorios clandestinos de conjeturas raras y arriesgadas porque sabe
que a veces la imperfección es la tierra más fértil para nuevas
florescencias.
El periodismo cultural puede ser un espacio donde
la escritura hace de los límites –el espacio reducido, la necesidad de
dirigirse a un público amplio, la presión del tiempo– la fuente de su
fuerza para soltar los conceptos de las jaulas disciplinarias que los
emplean en estudios más formales.
El periodismo cultural puede ser una arena donde
inflamar las ideas, molestar a los prejuicios afianzados, desquiciar a
las lógicas asentadas, buscar nuevas reacciones químicas entre
opiniones heterogéneas.
El periodismo cultural puede ser el lente sobre un
presente que tiene la fuerza de abarcar el pasado –porque sin memoria
no hay dirección ni evolución– y el futuro –porque sin ver las
implicaciones venideras de los actos de hoy, el mañana será solamente
el tiempo en que los hijos serán castigados por las iniquidades de los
padres (Éxodo, 34:7).
El periodismo cultural puede ser el que lucha
contra el despotismo de la novedad, el que critica todo aquello que se
autolegitima por el hecho simple de ser actual; el que analiza los
costos sociales de ideas, modelos y tendencias culturales que se
difunden.
La sonrisa
Ahora bien, si estas son posibles identidades
del periodismo cultural, su mirada debe ser necesariamente afilada,
despiadada y policíaca. ¿Quiere decir también pesimista? No, quiere
decir realista, porque una mirada maravillada que junta “el pesimismo
de la inteligencia y el optimismo de la voluntad”, como dijo Antonio
Gramsci, disfruta y ocasiona el bienestar con realismo. “Gran desorden
bajo el cielo, la situación es excelente”, decía Mao Tse Tung. Funciona
aun sin ser revolucionarios. Con tal de no cerrar los ojos y seguir
sonriendo y festejando a esa especie misteriosa, absurda y maravillosa
que es el género humano.
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