Laberinto
Heriberto Yépez
Este 2013 se cumplen 60 años de El llano en llamas, que sería la mayor obra literaria mexicana de no ser porque dos años después Juan Rulfo decidió publicar Pedro Páramo.
Algunos escritores dizque vivos saben tan poco de literatura que desdeñan a Rulfo, la cima estética de la literatura mexicana.
Y quizá latinoamericana, junto a Borges, tan distintos.
Rulfo era un hombre sensible, con una accidentada experiencia mundana, frecuente en grandes novelistas. Rulfo gustaba recordar que había sido agente migratorio y vendedor de llantas.
Lo decía para desalinearse de literatos soberbios y clasistas. Esos que aspiran a ser cosmopolitas de tan poco que han vivido.
Rulfo escribió Pedro Páramo en pocos meses, tres o cinco, según dijo. Gracias a una beca. Lo cual desmiente todas esas tonterías que dicen los escritores mexicanos actuales, increíblemente problematizados por cualquier cosa, incluso por tener o no tener una beca.
Rulfo había ya premeditado la trama de su novela, y con el tono adquirido en sus relatos de la década previa, logró ejecutarla en pocas jornadas.
Rulfo sabía que había hecho una obra maestra. Pero no lo quiso saber inmediatamente la literatura mexicana, que tardó años en aceptarlo, y aún cometió la ridiculez de reseñarla mal y querer ignorarla.
La costumbre le quedó a algunos literatos, quienes todavía periódicamente declaran alguna fruslería sobre Rulfo.
Otro rasgo de Rulfo que todavía no soportan ciertos escritores es que su lenguaje literario esté hecho de voces pueblerinas. Por supuesto Rulfo rehizo ese lenguaje. Pero ese cuento que se echan los literatos de que Rulfo lo inventó totalmente solo lo pueden creer un grupo de personas tan sordas e ignorantes que no se dan cuenta que los pueblos mexicanos son más poéticamente memorables que la estilística nacionalizada.
Los literatos mexicanos están realmente en un estado tan lamentable de percepción —son una mafiecita miserable— que cuando se les pregunta cuál es la gran lección de Rulfo responden que purificar las palabras de la tribu, quedarse callado o buscar la palabra justa, o algún otro cliché de la literatura francesa mal leída. No oyen.
Si oyeran sabrían que la obra de Rulfo está compuesta de lo contrario: una impureza apretada de dientes, un murmullo enjuto que procura menos la “palabra justa” que narrar la injusticia.
Rulfo es la palabra pegada a la herida. Él deja que las voces hablen, y como esas voces son de fantasmas indígenas y cabrones coloniales, campesinos cristeros y verdugos humillados, personajes muertos y herencias rapaces, dictan su poesía del sufrimiento a un escritor provinciano, a veces sonriente, a veces atormentado.
Rulfo publicó dos libros. Luego se quedó callado. Pero su lección no es el silencio. Su lección es haber escuchado.
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