lunes, 25 de marzo de 2013

La decadencia de las reseñas

Marzo/2013
Letras Libres
Elizabeth Hardwick

En 1959 la novelista Elizabeth Hardwick denunció el estado de lamentable complacencia que abundaba en la secciones de reseñas de libros en Estados Unidos. El texto lo publicó la revista Harper’s, en ese entonces  editada por Robert Silvers, y causó el debido revuelo. No solo era una diatriba contra los críticos acomodaticios y las reseñas medrosas, sino que daba expresión a las inquietudes de un grupo de amigos que incluía, además de Silvers, Hardwick y su esposo, el poeta Robert Lowell, a los editores Barbara y Jason Epstein. Cuatro años después, animados por esas inquietudes, ellos cinco fundaron el New York Review of Books, que recientemente cumplió cincuenta años de aparecer cada quincena. El tono crítico y el estilo tan particular de hacer reseñas –a través de ensayos extensos y complejos, profundamente involucrados con los libros que revisan– son dos constantes que pueden rastrearse en el artículo de Hardwick, un manifiesto en pos de la reseña como verdadera escritura, como literatura. 

Existía la idea de que a Keats lo mató una mala reseña; que desamparado y desahuciado recargó la espalda contra la pared y se rindió en su lucha contra la tuberculosis. Evidencia reciente ha mostrado que Keats tomó las reseñas hostiles con bastante más calma viril de la que nos contaron en la escuela y, sin embargo, la imagen del joven y raro talento derribado por reseñistas venenosos permanece afianzada con firmeza en la mente del público.
Todavía se piensa en el reseñista y el crítico como personas de una crueldad peligrosa, demonios veleidosos, crueles con los jóvenes y ciegos ante las nuevas obras, empeñados en alejar al público letrado de la frescura y la importancia por pura envidia, conservadurismo malicioso o lo que sea. Pobre Keats: si viviera ahora sufriría una muerte literaria, pero no sería debido a un ataque: se ahogaría en cambio en lo que Emerson llamó una “masilla de concesión”. En América, hoy, el olvido, el fracaso literario, la oscuridad y el ninguneo –todas los momentos cumbre de la tragedia y el malentendido artístico– siguen sucediendo, pero las condiciones naturales para tales sucesos están en un curioso estado de camuflaje, como aquellas nociones decorativas en las que la madera se pinta para parecer papel y el papel para parecer madera. Un genio sin duda puede irse a la tumba sin haber sido leído, pero no sin haber sido elogiado. Dulces y mullidos elogios caen por toda la escena; reina una aceptación universal, si bien algo lobotomizada. Un libro nace en un charco de melcocha; la salmuera de la crítica hostil es apenas un recuerdo. Todos, resulta, “llenan un vacío”, hay que “agradecerles” por alguna cosa y hay que perdonarles “faltas menores en una obra por lo demás excelente”. “Un artista completamente maduro” aparece varias veces a la semana y a veces a diario; muchos son los pregoneros de esos “mensajes que el Mundo Libre ignorará bajo su propio riesgo”.
El estado de la reseña popular se ha vuelto tan apático, el efecto de sus juicios convenientes tan enervante para el público lector en general, que los hábiles editores de Lolita han intentado estimular sus ventas citando las reseñas negativas junto con, sin lugar a dudas, las de siempre, las repetitivas y buenas. (Orville Prescott: “Lolita es una noticia innegable en el mundo de los libros. Desafortunadamente es una mala noticia.” Y Gilbert Highet: “Me apena que Lolita haya sido publicada. Me apena que haya sido siquiera escrita.”)
No es solo el elogio de cualquier cosa a la vista –un problema en sí mismo– lo que irrita y confunde a quienes miran con detenimiento la escena literaria, también existe la incomprensible indolencia de la sección de reseñas dominicales del New York Times y el Herald Tribune. El valor y la importancia de los libros individuales se exageran vertiginosamente, en concordancia con el humor americano del momento, pero las secciones de reseñas de libros como una iniciativa cultural se hallan, como un parche de desempleo, en un estado de depresión perniciosa en lo que a la vivacidad y el interés se refiere. Uno no pensaba que podrían decaer, ya que siempre han sido periódicos modestos y algo convencionales. Aun así, ha habido espacio para la decadencia en los últimos años y esta oportunidad ha sido aprovechada. Una mañana de domingo con las reseñas de libros es a menudo una experiencia lúgubre. Lo mejor es estar en un ánimo de tolerancia distraída al encararlas, en especial las del Herald Tribune Book Review. Esta publicación no es solo mediocre; tiene también una incompetencia extraña  y desconcertante al aparecer con timidez semana tras semana.
Para el mundo del libro, para lectores y escritores, la torpeza del New York Times Book Review es todavía más sobrecogedora. Vienen a la mente todos esos profesores de literatura en bachillerato, todos esos bibliotecarios y libreros fieles, aquellos habitantes de los suburbios confiados, esos jóvenes y jovencitas brillantes de provincia, todos ellos, que creen en el juicio del Times y que requieren de su orientación. La peor secuela de su decadencia es que actúa como una especie de preventivo oculto, que cancela suave, blanda, respetuosamente cualquier vivo interés existente por los libros o los asuntos literarios en general. El elogio plano y la tenue disensión, el estilo minimalista y el pequeño artículo ligero, la ausencia de involucramiento, pasión, carácter, excentricidad –la carencia, a fin de cuentas, de un tono literario propio– han hecho del New York Times un periódico literario de provincia, más extenso y más grueso pero en nada distinto de todas esas “páginas literarias” dominicales de periódico pueblerino. (El New Yorker, Harper’s, The Atlantic, los semanarios de opinión y noticias, las revistas literarias todas dedican una buena cantidad de espacio y de pensamiento a reseñar libros. Los resultados, con frecuencia torpes y siempre variables, no deberían pasar inadvertidos. Sin embargo, en estas revistas las reseñas son solo una parte de la oferta que busca la atención del lector y las desilusiones particulares que provoca la manera en la que a veces se trata a los libros no puede ser entendida sin hacer un estudio preciso de cada revista como un todo.)
“Cobertura” que mata
Consternado, uno decide que el malestar de las publicaciones de reseñas –el Times y el Tribune y el Saturday Review– no debe siempre ubicarse a los pies del comercio. Ha sido sencillo y gratificante creer que la presión sobre los editores de libros y los libreros es responsable del recibimiento hospitalario dado a las novelas basura, los libros “de ideas” llenos de lugares comunes y demás. Los editores necesitan reseñas favorables para utilizarlas al exhibir su producto, del mismo modo que una canasta de Pascua necesita papel picado verde debajo de los huevos. Nadie pensó que la presión fuese sencilla ni directa: se ha imaginado que es sutil, práctica, básica, esto es, que tiene que ver con el hecho de que la publicidad de las editoriales mantiene económicamente a las secciones de reseñas de libros. Esta explicación, claro, se ha aceptado de una manera exagerada.
La verdad es que los editores –al ver sus mejores y sus peores productos recibidos con una uniforme ecuanimidad– deben darse cuenta de que el drama del mundo de libro está siendo eliminado con lentitud y sin dolor. Todo es de alguna manera similar, sea una obra rutinaria de historia escrita por un académico respetable, un conjunto de obviedades emitidas por el Pentágono, un tomo de versos, una obra de ideas radicales, una obra de ideas conservadoras. La simple “cobertura” parece haber triunfado sobre el drama de la opinión; la “legibilidad”, una palabrita cómoda, ocupa el lugar del anticuado requisito de un claro y buen estilo en la prosa, que es algo distinto. Todas las diferencias de excelencia, de posición, de forma, han sido borradas por la parsimoniosa aceptación. Este borroneo anula lo bueno y lo malo por igual, lo convencional y lo extraño, hasta que al final parece que el autor, como el reseñista, no tienen una postura. La gracia del reseñista cae sobre ricos y pobres por igual; una obra que será unbest seller, a la que los editores le han depositado su fortuna, es elogiada apenas un poco más extensamente que el libro con el cual los editores esperaban salir tablas. De este modo existe una especie de euforia democrática que ayuda al libro ligero, pero que casi nunca cumple con las necesidades de una obra más seria. Cuando un libro es reprobado, la reprimenda a menudo no es más que un pequeño piquete con una aguja, administrado en medio de elogios terapéuticos: “______ a veces es tímidamente juguetón”, decía una reseña. “Pero contiene suficiente del famoso ingenio y estilo de ______, para hacer que valga la pena su publicación nacional...”
Los editores de las publicaciones que reseñan parecen ya no estar involucrados con la literatura. Los libros se apilan, se envían y vuelve una reseña. Muchas mentes distinguidas unen sus nombres a artículos cortos y extensos en el Times, el Tribune y el Saturday Review. Los productos que entregan los mejores escritores generalmente resultan ser algo menor que sus mejores obras. Después de despertar a tantos domingos sombríos, aceptan sus encargos con un espíritu cooperativo y entregan un texto “legible”, poca cosa, claro. (Alice James escribió en su diario que a su hermano Henry le pidieron escribir para la prensa popular y le aseguraron que podría escribir lo que quisiera, “siempre y cuando no hubiera nada literario en ello”.)
Mantener a ciertos comentaristas repetitivos y amargados es suficiente por sí mismo para poner en entredicho las nociones de comercialismo vil de parte de las publicaciones de reseñas. Un editor empresarial, una organización en “crecimiento” –como las que escuchamos todo el tiempo en la prensa– habría evaluado las protestas y habría sacado a pasear a esas mentes tambaleantes. Por ejemplo, ¿qué podría ser más cansino que los ataques de J. Donald Adams en contra del pobre de Lionel Trilling por intentar ser interesante al hablar de Robert Frost?[1]Únicamente un ataque en contra de Adams quizá –quien no es, como tampoco la presión del comercio, el verdadero problema con el Times–. Adams es como esos monumentos que solo percibe un extranjero o alguien que ha estado lejos por mucho tiempo. Lo que verdaderamente consterna acerca del Times y el Tribune es la calidad de la edición.
Una pequeña revista llamada Fifties publicó una entrevista con el editor en jefe del New York Times Book Review, Francis Brown. El señor Brown se muestra en este intercambio como un hombre con mucha experiencia editorial y muy poco “tacto” para la obra particular que le ha sido encomendada, esta es la de editor del poderoso e importante Book Review semanal. Tristemente en ninguna parte de la entrevista muestra un interés vivo, ni siquiera sofisticado, frente a los asuntos literarios, el mundo de los libros y los autores, lo mínimo necesario para alguien en su posición. Su aproximación es modesta, ingenua y curiosamente falta de espíritu. En la universidad, nos dice en la entrevista, estudió historia y subsecuentemente se convirtió en editor general de Current History. Después pasó a Time, donde “no tenía nada que ver con libros”, y finalmente fue elegido para “probarse con el Book Review”. El entrevistador, sugiriendo algunos de los defectos del Book Review, se pregunta si no hay una dependencia excesiva de los especialistas, una práctica en extremo frecuente de asignar libros a reseñistas que hayan escrito libros similares, o sobre el mismo país o el mismo periodo. El señor Brown opinó que “un campo es un campo”. Cuando se le pidió comparar el Times Book Review con el Times Literary Supplement de Londres, Brown opina que “ellos tienen un público estrecho y nosotros tenemos uno amplio. Creo que en ficción están haciendo el peor papel de todas las publicaciones de renombre”.
Esta es una opinión sorprendente para cualquiera que haya seguido las reseñas del Times de Londres y las de otros diarios ingleses, como el Sunday Times y el Observer. Estos periódicos de manera constante fijan un parámetro intrínsecamente mucho más alto que el estadounidense, tanto que una comparación detallada es casi imposible. No es solo lo que ofrecen en una reseña individual; en el fondo el asunto es el tono, la seriedad, la independencia de mente y de temperamento. Richard Blackmur en un artículo reciente cuenta de una conversación con el editor del Times Literary Supplement, quien sentía que el problema con las reseñas norteamericanas era justamente esta ausencia de una dirección editorial fuerte e independiente y se aventuró a decir que muy pocas editoriales retirarían sus anuncios si desapareciera ese producto soso que se escribe en este momento. Una descripción del Times Literary Supplement, la publicación londinense, de Dwight Macdonald, encuentra que el diario inglés “parece haber sido editado y leído por personas que saben quiénes son y qué les interesa. Que la gran mayoría de sus conciudadanos no compartan su interés por el desarrollo de la prosa en inglés, la bibliografía de Bielorrusia, el trato que André Gide daba a su esposa, la relación precisa entre el canto llano y el canto popular, y ‘la gran mancha’ en una carta del doctor Johnson que ha atormentado a varios de sus editores... parece no preocuparlos en absoluto”.
La reseña como escritura
Invariablemente la opinión acertada no es el único juez de los poderes del crítico, aunque un gusto que a menudo yerra, ¡solo se le permite a las mentes más grandes! En cualquier caso, todo depende de quién está bien y quién está mal. La comunicación del deleite y la importancia de los libros, las ideas, de la cultura misma, es lo menos que uno espera de una revista dedicada a reseñar obras nuevas y antiguas. Más allá de ese inicio, el interés de la mente del reseñista individual lo es todo. Reseñar libros es una forma de escritura. No abrimos el Times del domingo para descubrir qué opina el señor Smith de Doctor Zhivago. (En el caso del Herald Tribune probablemente sería la señora Smith.) ¿Qué te queda cuando descubres qué es lo que el señor Smith piensa de Doctor Zhivago? Claro que importa lo que piense una mente atípica, capaz de presentar ideas frescas de manera vívida y original e interesante, de los libros que aparecen. Para obtener información llana, un catálogo editorial un poco extendido serviría igual de bien que muchas de las reseñas que aparecen semanalmente.
En un estudio de las reseñas de libros realizado en Wayne University descubrimos que nuestra vieja conocida, la eterna “reseña favorable” defiende su puesto con toda la resistencia que hemos aprendido a esperar. 51% de las reseñas que aparecen en el Book Review Digest de 1956 fueron favorables. Una cifra mucho más interesante es que ¡el 44.3% eran reseñas indecisas! La definición básica de “reseña” llevaría a la mayoría de la gente a emitir una opinión de cualquier tipo y por eso la renuencia de los reseñistas indecisos a desempeñar su papel provoca gran perplejidad. Las reseñas desfavorables suman 4.7%.
Un domingo
Un domingo hace algunos meses en el Herald Tribune. Los siguientes son extractos de cinco reseñas de novelas actuales, reseñas que tristemente hacen pensar en un tema adolescente:
1. “El valor real de la novela está en su conciencia de carácter, en su personalidad esencial y en el sutil efecto del tiempo.”
2. “En ocasiones algunos de los mecanismos de la historia parecen forzados, pero es solo en la primera impresión, porque por encima de todo está la recreación de una atmósfera que es tan fuerte que dicta un destino.”
3. “La señorita ______ escribe bien, cuenta la historia con una naturalidad y una vivacidad que sirve para cargar la extrañeza de su tema central. Para el lector que se deleita con un toque de lo macabro, esta es una intrigante exploración de la imaginación.”
4. “____ ____ ____, sin embargo, es un libro interesante y de ritmo veloz; más complicado que la mayoría de su tipo, y con un matiz más sutil para sus personajes. Es una buena lectura.”
5. “También es, dentro de la estructura que _____ _____ ha creado para sí, una historia cálida e interesante de lo que puede suceder cuando un grupo de personas comunes en una situación peligrosa, una situación, incidentalmente, casi tan probable como la que Nevil Shute postula en On the beach.”
(“La que Nevil Shute postula en On the beach.” La seguridad de esta frase hace que el lector se detenga, al recordarnos, como lo hace, que hay todo tipo de ejemplos de lo que se conoce como “oscuridad de referencias”.)
Con el Saturday Review, uno siente que no está contento con su trabajo. Es temperamental, como una actriz en busca del papel adecuado para entonces sí hacerla en grande. Ha borrado las palabras “de literatura” de su título;[2]una escisión que justifican los contenidos misceláneos de la revista. La búsqueda de ideas de portada es tan vigorosa como en cualquier otra revista nacional; los editores están buscando frenéticamente estar a tono con los tiempos. Con el incremento de la venta de discos, los departamentos de música han absorbido más y más espacio en la revista. Los viajes, en todas sus manifestaciones, se han convertido en una preocupación importante –libros de viaje, consejos de viaje, guías para casi tantos eventos como los que Cue intenta cubrir[3]–. Incluso esto no es suficiente. Hay también temas de autos de carreras y “El SR va a la cocina”. A la redacción se le ocurren ideas de promociones extraordinarias, como el Premio Anual de Publicidad del Saturday Review. Algunas líneas del artículo sobre este tema dicen:
Porque el Saturday Review se preocupa continuamente por los patrones de comunicación en Estados Unidos, ha observado con profundo interés el progresivo desarrollo de la publicidad como un medio de comunicación de ideas, una habilidad mucho más sutil incluso que la comunicación de noticias.
La portada puede “presentar” una fotografía de Joanne Woodward y, recientemente, en un número que incluía las ideas de Max Eastman sobre Hemingway, era el retrato de Hemingway, no Eastman, con un suéter de cuello de tortuga quien miraba desde la portada. Las reseñas, los artículos cortos y los extensos, en el Saturday Review no son ni mejores ni peores que los del Times; están marcados con la misma falta de esfuerzo sostenido. Obviamente tienen a sus lectores en mente –unos, se cree, que pueden tolerar muy poco.
Los deseos de los editores
El periodismo literario alcanza, en el caso de muchos escritores, tales niveles de vitalidad e importancia y deleite que la excusa del momento pasajero, la presión del tiempo, las necesidades del gran público no pueden aceptarse, como querrían que hiciéramos los editores. A Orville Prescott del Times ¿podría considerársele como una víctima de la velocidad? ¿Lo que hace falta en un crítico es simplemente tiempo para escribir, un mes en lugar de un par de días? El tiempo sin duda produciría una reseña más larga de Orville Prescott, pero que llegara a producir una inspiración más constante es motivo de duda. Richard Rovere mencionó en algún lado el hecho de que podía fascinarse al leer un artículo casual escrito por Edmund Wilson en 1924 en Vanity Fair o The New Republic. Los ensayos largos que Wilson ha escrito en los últimos años sobre cualquier tema son obras literarias que uno no puede esperar que aparezcan con regularidad, o siquiera esporádicamente en el Times, el Tribune o el Saturday Review. Aun así, sus reseñas tempranas son de la calidad que un editor bien podría, o por lo menos eso imagina uno, tener en mente. Nada importa más que el tipo de cosas que un editor querría si pudiera cumplir sus deseos. Los deseos editoriales siempre se cumplen parcialmente. ¿De verdad el editor del Times Book Review anhela tener a un escritor excelente como V. S. Pritchett, quien sí escribe textos cortos casi semanales para New Statesman con una brillantez que entrega tras entrega asombra a todos? Pritchett es tan bueno sobre “El mito de James Dean” o Ring Lardner como sobre la novela rusa. ¿Este es el tipo de cosas que nuestras revistas ansían o es más bien un pequeño texto ligero de, digamos, Elizabeth Janeway en “Atrapada entre libros”? Es típico de la mentalidad editorial en el Times que se le pida a Pritchett escribir una carta ligera y casual desde Londres, una obra de periodismo insignificante, que utiliza muy pocos de sus talentos singulares para escribir reseñas de libros.
Al final es la publicidad la que vende libros y las reseñas son solo, cuando más, el gran dedo del gigante. Para algunos best sellers recurrentes como Frances Parkinson Keyes y Frank Yerby, los lectores no pedirían una reseña positiva antes de dar su aprobación y su dinero tanto como un padre no insistiría en la aceptación pública antes de darle un beso a su nuevo bebé. El negocio de la edición y la venta de libros es muy complicado. Pensemos en esos editores que, en su búsqueda comercial de una novela erótica, seguramente habrían rechazado Lolita por no tener el tipo de sexo adecuado. Es fácil, una vez que el éxito comercial de un libro ha quedado establecido como un hecho, colegir una razón convincente para explicar el entusiasmo del público. Pero antes de que ese hecho suceda, el negocio es misterioso, azaroso, impredecible.
Por ejemplo, se ha estimado que las reseñas en la revista Time tienen el mayor número de lectores, posiblemente cinco millones cada semana, y también se menciona que ¡muchos editores sienten que las reseñas en Time no afectan las ventas de un libro ni a favor ni en contra! Ante este misterio, algunos editores han concluido que los lectores de Time, al enterarse de la opinión que tiene Time sobre un libro, sienten que ellos de alguna manera ya leyeron el libro, o si no leído, por lo menos lo han hecho suyo, lo han experimentado como “un hecho de nuestro tiempo”. No sienten la necesidad de comprar el objeto mismo tanto como no sienten la necesidad de ir a Washington para tener una visión de primera mano de las obras de la administración republicana.
En un mundo de libros como ese donde todo es anguloso e inmanejable, no parece ser verdaderamente necesario que estas manos laboriosas estén ahí trabajando para transformarlo en una pequeña bolita de mantequilla semanal. Es probable que el reseñista adaptable, el comentarista plácido y superficial sobrevivan razonablemente en los periódicos locales. Pero, para las grandes publicaciones metropolitanas, lo inusual, lo difícil, lo extenso, lo intransigente y, sobre todo, lo interesante, debería esperar hallar ahí a sus lectores. ~
© Harper’s
Introducción y traducción de Pablo Duarte


[1] J. Donald Adams fue un editor y luego columnista del Times Book Review, de 1943 a 1964. En este caso, Hardwick se refiere al discurso que dio Lionel Trilling con motivo del cumpleaños 85 del poeta Robert Frost. En lugar de elogiarlo, Trilling polemizó con el festejado y pronunció la famosa frase, “Pienso en Robert Frost como un poeta atemorizante” [I think of Robert Frost as a terrifying poet]. Adams, desde su columna “Speaking of Books”, respondió con vehemencia.
[2] Desde su fundación, en 1924, hasta 1952, el Saturday Review se llamó The Saturday Review of Literature. Cerró en 1971.
[3] La revista Cue, fundada en 1932 por Mort Glankoff, servía como una guía de eventos y lugares en la ciudad de Nueva York. En los ochenta fue comprada por los dueños de la revista New York Magazine e integrada a esta.

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