Milenio
Cristina Rivera Garza
Las notas de pie de página, las bibliografías —comentadas o no— o
las comillas, antes señas de uso exclusivo y obligatorio de la
escritura académica, se han ido colando con mayor frecuencia en las
últimas páginas tanto de novelas como de libros de poesía. Alejándose de
la impostura del autor genial y solitario que, aparentemente, nace
sabiéndolo todo, este gesto apunta hacia otro tipo de entendimiento
autorial que implica, de suyo, una relación con el lector más horizontal
y dinámica. Cada lista bibliográfica devela el tipo de lectura —y luego
entonces el trabajo y tiempo de lectura— que el autor precisó para
generar tal o cual idea, escena, personaje, atmósfera, juego de
lenguaje. Se trata del momento más otro de la creación: su sitio más
alterado. Poblado de otros, circundado por voces que vienen de lejos
gracias a la pantalla o el papel, el autor se muestra así como una
entidad plural a la que la configuran mil cabezas. Lejos del
ensimismamiento o la noción autoglorificadora del autor como mito
genial, lo que la bibliografía nos da es la figura de un autor que es,
ante todo, un lector. Se trata, además, del tipo de lector que, ya con
cuidado o ya con gozo o ya con ambos, corre el velo sobre su proceso de
producción de conocimiento para compartir y compartirse con otros
lectores, volviéndolos autores potenciales en el acto. En efecto, se
trata más que un momento de comparecencia (dícese de la acción que lleva
a una persona ante un juez o un tribunal), de un instante de
compartencia. El lector que se inmiscuye en la bibliografía de su autora
camina, de hecho, por las bambalinas de la obra con la libertad que
otorga la información fidedigna y clara. Las listas bibliográficas
muestran, así entonces, el momento más hospitalario del libro. Su figura
más generosa. En pocos lugares como en la bibliografía nos queda más
claro el estar-en-común del libro. Esto es: el momento en que el autor
decide saltar del pedestal solitario de la jerarquía literaria, para
caminar a pie en la calle del nosotros.
Cada libro de Michael Ondaatje, por ejemplo, cuenta con un par de páginas al final en las que desgaja minuciosamente el abanico de sus fuentes. El autor nacido en Sri Lanka y avecindado desde hace mucho en Canadá, no creció sabiendo todo acerca de los vientos que describe, digamos, en El paciente inglés y, por ello, al final de la novela, anota los títulos de los libros en los que encontró esa información. Lo mismo hace con la palabra gotraskhalana en la novela Divisadero. Por esa nota al final de libro el lector sabe con el autor que gotraskhalana significa, de manera literal, “tropezar con un nombre”. Es un término de la poética sánscrita, dice Ondaatje basado en el trabajo de Wendy Doniger, con el que se describe al acto de llamar a un ser amado con un nombre erróneo. Se trata de un accidente verbal que dirige “la luz de la linterna hacia el interior del cerebro, revelando un vasto museo de hechos y deseos”. El lector interesado puede, así entonces, dirigir su atención a esos viejos o nuevos libros para seguir las huellas de los vientos africanos o para perderse en los tropiezos del sánscrito. El lector vigilante puede, si así lo decide, corroborar si la fuente de información fue fidedigna o no. Independientemente del objetivo último de cada lector, la bibliografía se extiende aquí como una invitación a continuar con la conversación que es todo libro en el contexto de otros libros. Una tradición.
Lo mismo hacen, aunque no con la frecuencia que podría esperarse, los autores de cierta novela histórica. Enrique Serna, por ejemplo, incluye una generosa bibliografía, que incluye tanto fuentes primarias como secundarias, al final de Ángeles del abismo, la novela en la que narra la historia de amor entre una falsa beata y un indio que finge su propia conversión en el México del siglo XVII.
Tal vez en ningún lugar la presencia de la bibliografía sea tan escandalosa, sin embargo, como en los libros de poesía. Un campo de escritura hasta hace no mucho dominado, al menos en ciertos sectores de la producción mexicana, por la idea del canto lírico que obedece a un yo autónomo y unitario en su momento más íntimo, los poetas han rechazado, ya sea por considerarlo inútil o autoritario, este momento de compartencia con los lectores. A medida que aumenta el uso de estrategias de apropiación que vinculan el lenguaje prestigioso de la poesía con el discurso cotidiano de la vida pública, se ha vuelto igualmente necesario desarrollar una serie de estrategias para dar cuenta de la presencia de otros en los procesos de des- y re-contextualización de lenguajes que conforman muchos de estos libros. Una de las maneras más simples, y acaso por eso más socorridas, es la incorporación de la lista bibliográfica en las últimas páginas de los libros de, entre otros, Juliana Spahr, Derek Beaulieu, Mark Nowak o Jen Hofer. Así es que los lectores nos damos cuenta del dónde y el cómo, del por qué y, en lo que cabe, el para qué de los textos que nos comparten. Así es como los lectores nos volvemos, pues, cuerpo en un mundo de cuerpos junto con los autores. Y viceversa. Cuestionar la configuración plural de la autoría y encontrar formas creativas de incorporar el momento alterado de la comunalidad en el cuerpo del texto—o en el cadáver del texto, si lo vemos dentro del contexto necropolítico de su producción—es una de las tareas fundamentales de la desapropiación que viene. Eso es cierto.
Cada libro de Michael Ondaatje, por ejemplo, cuenta con un par de páginas al final en las que desgaja minuciosamente el abanico de sus fuentes. El autor nacido en Sri Lanka y avecindado desde hace mucho en Canadá, no creció sabiendo todo acerca de los vientos que describe, digamos, en El paciente inglés y, por ello, al final de la novela, anota los títulos de los libros en los que encontró esa información. Lo mismo hace con la palabra gotraskhalana en la novela Divisadero. Por esa nota al final de libro el lector sabe con el autor que gotraskhalana significa, de manera literal, “tropezar con un nombre”. Es un término de la poética sánscrita, dice Ondaatje basado en el trabajo de Wendy Doniger, con el que se describe al acto de llamar a un ser amado con un nombre erróneo. Se trata de un accidente verbal que dirige “la luz de la linterna hacia el interior del cerebro, revelando un vasto museo de hechos y deseos”. El lector interesado puede, así entonces, dirigir su atención a esos viejos o nuevos libros para seguir las huellas de los vientos africanos o para perderse en los tropiezos del sánscrito. El lector vigilante puede, si así lo decide, corroborar si la fuente de información fue fidedigna o no. Independientemente del objetivo último de cada lector, la bibliografía se extiende aquí como una invitación a continuar con la conversación que es todo libro en el contexto de otros libros. Una tradición.
Lo mismo hacen, aunque no con la frecuencia que podría esperarse, los autores de cierta novela histórica. Enrique Serna, por ejemplo, incluye una generosa bibliografía, que incluye tanto fuentes primarias como secundarias, al final de Ángeles del abismo, la novela en la que narra la historia de amor entre una falsa beata y un indio que finge su propia conversión en el México del siglo XVII.
Tal vez en ningún lugar la presencia de la bibliografía sea tan escandalosa, sin embargo, como en los libros de poesía. Un campo de escritura hasta hace no mucho dominado, al menos en ciertos sectores de la producción mexicana, por la idea del canto lírico que obedece a un yo autónomo y unitario en su momento más íntimo, los poetas han rechazado, ya sea por considerarlo inútil o autoritario, este momento de compartencia con los lectores. A medida que aumenta el uso de estrategias de apropiación que vinculan el lenguaje prestigioso de la poesía con el discurso cotidiano de la vida pública, se ha vuelto igualmente necesario desarrollar una serie de estrategias para dar cuenta de la presencia de otros en los procesos de des- y re-contextualización de lenguajes que conforman muchos de estos libros. Una de las maneras más simples, y acaso por eso más socorridas, es la incorporación de la lista bibliográfica en las últimas páginas de los libros de, entre otros, Juliana Spahr, Derek Beaulieu, Mark Nowak o Jen Hofer. Así es que los lectores nos damos cuenta del dónde y el cómo, del por qué y, en lo que cabe, el para qué de los textos que nos comparten. Así es como los lectores nos volvemos, pues, cuerpo en un mundo de cuerpos junto con los autores. Y viceversa. Cuestionar la configuración plural de la autoría y encontrar formas creativas de incorporar el momento alterado de la comunalidad en el cuerpo del texto—o en el cadáver del texto, si lo vemos dentro del contexto necropolítico de su producción—es una de las tareas fundamentales de la desapropiación que viene. Eso es cierto.
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