Laberinto
Marco Antonio Campos
Tanto en poesía
como en narrativa, el siglo XX fue el siglo de Latinoamérica. En la poesía
moderna ya era notable el principio de las grandes obras desde el decenio de
los veinte y de la novela desde los cuarenta. No hay casi país en nuestro
subcontinente que por una u otra vía no haya dado al menos un poeta de
relumbre. En algunos irradiaron mayormente, como en los casos de Nicaragua,
Brasil, Perú, Chile y México. En el Perú baste pensar en César Vallejo (el gran
patriarca), César Moro, Emilio Westphalen, Martín Adán, Jorge Eduardo Eielson,
Javier Sologuren, Rodolfo Hinostroza y Antonio Cisneros, y desde luego esa
singular voz femenina, Blanca Varela (1926–2009), quien pertenece a toda la
lengua española.
La breve y concentrada obra de Blanca, que
llegará apenas a las 250 páginas, abarca
ocho libros: Ese puerto existe
(1959), Luz de día (1963), Valses y otras falsas confesiones
(1972), Canto villano (1978), Ejercicios materiales (1993), El libro de barro (1993), Concierto animal (1999) y El falso teclado (2001).
Ardua, lúcidamente espinosa[1],
la poesía de Blanca Varela, salvo en algunos poemas en prosa de índole
narrativa, alude mucho más de lo que menciona y múltiples imágenes y conceptos
dan la impresión de abrirse en varios gajos como con una fruta. O digámoslo con
un verso de ella: “lo apenas entendible brilla con insistencia”. Su poesía es
imposible explicarla y detallarla en prosa, y aun traducida a otra lengua, debe
perder más de lo que habitualmente se pierde: por sus silencios, la ausencia de
narratividad, la audacia de las imágenes, ambigüedades, plurisignificaciones,
sinsentidos, “signos en rotación”, unión en fuego de los contrarios,
repeticiones como espaciados tic tacs (por ejemplo, en su “Conversación con
Simone Weil”). “Poesía contenida, pero explosiva, poesía de rebelión”, escribió
Octavio Paz en 1959 en el prólogo a su primer libro (Ese puerto existe)[2].
Rocío Silva Santisteban dice de otra manera lo mismo fijando que la
característica principal de la lírica de Varela es el riesgo.”[3].
Aquí y allá, en toda su obra, Blanca Varela
reparte dardos sarcásticos, burlas envenenadas, impugnaciones iracundas,
injurias dilacerantes y no excluye en su lenguaje el uso de palabras
escatológicas. Como quiso e hizo Neruda, su poesía abunda por fortuna en
magníficas impurezas. No son muchos los instrumentos que toca, pero como César
Vallejo, Aurelio Arturo o Jaime Sabines, los tocó muy bien y de una manera
decididamente diferente[4].
Algo curioso: hija de una compositora de música criolla (Serafina Quinteros),
integró en un libro[5]
esa suerte de música, en especial el vals peruano, y casi siempre dio en el
clavo. Trabajó el verso libre, el poema en prosa y ocasionalmente el versículo.
Parecía escribir por ráfagas y relámpagos y aun los escasos poemas largos dan
la impresión de ser, como pretendía Poe, una sucesión de poemas breves. De las
otras artes, pese a estar casada por más de treinta años con un gran artista
(Fernando de Szyszlo), pese a tener un gusto trabajado y una honda formación,
no es de la pintura sino del cine del que se sintió más cerca, pero apenas si
lo hallamos en su obra poética. Aun escribió crítica de cine para la revista
peruana Oiga y firmaba con el
seudónimo de Cosme[6].
Obra escrita al borde del precipicio,
hallamos de continuo la inminencia de lo terrible y la conciencia de la
indefensión. Blanca Varela tenía el don angélico de la lucidez pero en sus
poemas prevaleció el demonio del dolor y la rabia. En una amplia parte de sus
ocho libros es perceptible que algo anda mal o muy mal en el mundo, algo que
desata el nudo y las cuerdas de la furia, algo que mengua al ser humano, pero
entre eso encontramos destellos de soles vivos y ternuras tristes por las cosas
buenas que le fueron dadas y que tocan una guitarra de luz en el corazón.
Varela sabía muy bien que con el lodo vuelto barro pueden levantarse casas
perdurables y crear una prodigiosa alfarería.
En sus piezas líricas Blanca Varela da la
imagen de que quiere huir sin poder conseguirlo, que el presente continuo está
hecho de quebranto y menoscabo. Las cosas, aun las más bellas del planeta, en
un desgarrón luminoso pueden llegar a horrorizar: el coral tiene garras, el
cielo está hecho jirones, los árboles acaban en la tala, el hombre es un
“nobilísimo verdugo”, “el fruto cae envenenado por el aire”, la casa firme se
desmorona, la poesía brilla intensamente por instantes y desaparece en la
niebla o la oscuridad hasta dejarnos con las manos vacías… A menudo, en su obra, no sólo hay un
socavamiento de los otros o del otro o de sí misma, sino también áspera y
despiadadamente hacia sí misma. Al leer su poesía no deja de parecerme que se
está caminando entre un aire donde vuelan los cuchillos, pero también, desde
otro ángulo, como una barca a la deriva en un lago donde no se ve la orilla.
Los motivos sobresalientes que creo hallar
en sus piezas líricas inimitables son: las calles mágicas de la infancia; las
quietudes y rugidos del Océano Pacífico visto ante todo desde los recuerdos
vívidos de su puerto de infancia (Puerto Supe) y desde su casa limeña en el
barrio de Barranco; detalles del pasado inca que aún se oye en las palabras del
canto[7];
el enemigo íntimo invisible que a veces puede ser ella misma; los colores de
las máscaras que lo mejor hubiera sido no quitárselas; la identificación con
animales, por ejemplo, el perro; ráfagas o instantes de deslumbramientos que
deja la naturaleza; el amor, o más correcto, la lenta y sangrante ruptura
amorosa; el principio de los adioses que dictan las horas en la noche del
reloj, y al final, la muerte, la sinsombra,
la cual, “como mala madre”, la toca bajo los ojos…
En sus poemas, sobre todo de des(amor)
agresivo hay las furias y las penas, y creemos ver y oír los tajos del
cuchillo, las bofetadas rabiosas, las dentelladas violentas, como en poemas
latigueantes (“Vals del Ángelus” y “Monsieur Mounod no sabe cantar”), en los
que la protagonista desuella minuciosamente al todavía amado. No pocas
ocasiones el hombre termina en el suelo y retratado en un tamaño liliputiense.
En otras, cuando la ira se ha ido, cuando se es consciente de la indiferencia
del otro, puede sentirse toda la tristeza del abandono. El amor extremo de un hombre y una mujer es quizá el hecho más bellamente alto que es dable vivir, pero suele durar poco y dejar en quien pierde demasiadas heridas.
¿Dios? Da la impresión de un Ser monótono que
desde el primer asomo de luz dice y hace lo mismo y al final parece habernos
abandonado. “La sordera de Dios hasta hoy la siento”, responde en 1996 a Rosina
Valcárcel. Dios está[8]
¿pero de qué sirve si no oye?
Como ha hecho notar la crítica, cuando
Blanca Varela llega a París[9]
en 1949, ya casada con Fernando de Szyszlo, coexisten dándose la espalda el
existencialismo y el surrealismo, o más exactamente –corregiría yo-, los jadeos
y estertores del surrealismo, aunque algunos activos surrealistas nunca se
resignaron, por ingenuidad, tozudez o ceguera, a aceptar la evidencia de su
anacronismo[10].
Sin embargo debemos subrayar que en buen número de casos no fue lo mismo el
surrealismo en Europa que en América. Los surrealistas europeos, principalmente
en Francia, al margen de su magia de salón, de sus escándalos callejeros pour épater le bourgeois,
buscaban en sus versos el automatismo psíquico y el lenguaje del sueño; desde
las profundidades mentales se trataba de un ir más allá; en América, en cambio,
en algunos poetas llega a ser una marea desbordante o una poderosa fuerza
telúrica o una hoguera onírica, como en ciertos libros del martiniquense Aimé
Cesaire, del quebequense Paul–Marie Lapointe, de los argentinos Enrique Molina,
Olga Orozco y Francisco Madariaga, y también, pero más contenida y cortante
–aunque ella sólo aceptó en su escritura una “influencia primeriza”-, la
peruana Blanca Varela[11].
Era un estar más acá, hundidos los pies en la
tierra. Pero sin las lecciones del surrealismo, haya sido mayor, menor o muy
menor, sin el impulso inicial, su obra poética no existiría o sería otra cosa;
por demás, es casi imposible no ser sellado por su ambiente y su época. Una
paradoja: de quien podría Blanca tener más afinidad entre los surrealistas es
del expulsado por los surrealistas: Antonin Artaud. ¿Cuántas líneas de sus
libros no son navajazos que señalan la cara? Dije señalan porque luego de cerrarse la herida no hay cirugía
que borre la cicatriz. Sin embargo en la poeta peruana hay momentos de gran
luz, ternuras que ahondan en lo más íntimo del alma, exaltaciones como
destellos amarillos, rojos, azules.
Blanca Varela dejó al menos quince poemas
que son como joyas de oro para la vitrina. Citemos unos cuantos: los antedichos
“Vals del Ángelus” y “Monsieur Mounod no sabe cantar”; “Puerto supe”, donde
deja en pequeñas e intensas luces momentos de la infancia; “Del orden de las
cosas”, que busca mostrar, involuntaria o deliberadamente, que la misma
desesperación tiene su geometría; “En lo más negro del verano”, estremecedora
pieza entre el blanco y el negro, la vida y la muerte, el amor y el fracaso;
“Auvers–sur–Oise”, un diálogo a ciegas con Van Gogh, escrito tal vez en el
pueblo donde se suicidó Van Gogh; “Casa de cuervos”, que nace a partir de la
experiencia del trato indiferente para con ella de su hijo menor (Lorenzo)
entonces adolescente, y “Ternera acosada por tábanos”, del que contó a la poeta
venezolana Yolanda Pantin que surgió de ver desde su oficina del FCE en Lima “a
una criatura como de once años rodeada por un grupo de niños que aspiraban
pegamento”. O brevedades estremecedoras, como “La justicia del emperador
Othón”, que habría encantado a Cavafis, y los epigramas desolladores
“Curriculum Vitae” y “Strip tease”. Pero no es posible desdeñar el grupo de
poemas en prosa que hay en su espléndido libro Luz de día. Muchos de
sus versos ahondan y alargan, más allá de la arboleda, el paisaje del alma.
Recordemos tres entre muchos. Uno, desconsolador: “Esto es hoy, algo perdido”;
otro, terrible en su paradoja, que admira también Yolanda Pantin: “El suplicio
comienza con la luz”, o éste, que nos deja inermes: “El amor es la tierra más
frágil”.
En El
libro de barro (1993) –Blanca Varela le dijo a Rosina Valcárcel- se
halla un “recuento de su vida”; sin embargo, como lectores, nos es difícil, por
su lenguaje abstracto y sus “lados de sombra”, hallar ese recuento. Tal vez,
sin percibirlo mucho la propia autora, sea el libro donde tardíamente se
encuentra más la sombra surrealista. Una cosa parece ser cierta. Ante la
“retórica de horrores” (así lo calificó) que fue su anterior libro, Ejercicios materiales, buscó
escribir un libro más reposado, el cual tiene como mayor emblema el mar. Pero
hay momentos duramente amargos y tristes: “Alrededor de la misma mesa nos hemos
sentado. Jamás juntos, es cierto. Pero el pan era el mismo y el solitario
apetito de encontrar y perder cada bocado./ No sé qué nombre darle a estas
cosas./ El papel está sediento de lágrimas. El trazo resbala, oriental,
distante. La tinta hace su ruta, inalterablemente mortal/ Un naufragio sin mar,
sin playa, sin viajero./ Sólo la urgencia, el desvelo, la absurda esperanza”.
Eso duraría poco. En su penúltimo libro
publicado (Concierto animal)[12],
que tiene acaso como fondo principal el trágico deceso en un accidente de
aviación de su hijo Lorenzo el 29 de febrero de 1996, se siente el desconsuelo
ante el paso del tiempo y la vecindad de la muerte. Nunca se nombra al hijo,
pero parece estar siempre presente.
Es curioso o tristemente paradójico. Como
escribe Mario Vargas Llosa en un artículo conmovedor de mayo de 2007[13],
cuando Blanca Varela, lejos desde siempre de vanidad de vanidades y quien
receló de todo éxito, empezaba a ganar grandes premios en nuestra lengua, fuera
en buena parte de la realidad ya no podía disfrutarlos: el Federico García
Lorca (2006) y el Reina Sofía (2007). Recuerdo que cuando me enteré de su muerte,
acaecida el 12 de marzo de 2009, me volvieron a la ciudad del corazón los
primeros versos de su último poema:
Nadie nos
dice cómo
voltear
la cara contra la pared
y
morirnos
sencillamente
Blanca Varela nació un año después de la
mexicana Rosario Castellanos con quien no deja de tener hondas y secretas
afinidades principiando por el anhelo de rebeldía y libertad. “La felicidad
pasa de largo y se olvida de nosotros”, sentenció el desengañado príncipe Myshkin
dostoievskiano. Ambas, quizá más temprano que tarde, lo comprendieron y
aceptaron íntimamente, pero sublimaron las furias y las penas a través de su
poesía desgarrada y desangrada, y son, si seguimos la triple escala de la
categorización de Schopenhauer, “estrellas fijas”, o sea, aquellas que, a
diferencia de “las estrellas fugaces” y de “los planetas”, se “mantienen
inmóviles en el firmamento (y) poseen luz propia”. Del siglo XX, en el orbe de
la lengua española, son las poetas que me hablan más al alma, son las poetas
que prefiero.
[1] Sincera, modesta, Blanca
Varela le contestó a Rosina Valcárcel en la mejor entrevista que dio y la cual
es insoslayable para quien quiera conocer algo tanto sobre su vida como de
opiniones que tenía sobre su propia obra: “Te hago una confesión: a mí no me
gusta mi poesía, pero es la única que puedo escribir. Es una poesía honesta; no
podía haber escrito de otra manera. Si hubiera querido fingir un mundo feliz no
hubiera podido hacerlo. Mi apreciación del mundo es el de un mundo difícil,
duro, a veces hermoso. A pesar de todo es gratificante tener conciencia de todo
ello”. (Nadie sabe mis cosas,
reflexiones en torno de la poesía de
Blanca Varela, selección, prólogo y notas de Mariela Dreyfus y Rocío
Silva Santisteban, Fondo Editorial del Congreso del Perú, Lima, Perú, 2007,
“Blanca Varela: ‘Esto es lo que me ha tocado vivir’”, pp. 452). La entrevista
se realizó en 1996.
[2] Puertas al campo, UNAM, México, 1964.
[3] “Aprender a ver en el
doblez”, prólogo a la obra reunida El
suplicio comienza con la luz, UNAM, México, 2013.
[4] Un par de curiosidades: en
algunos poemas, sobre todo de su primer libro (Ese puerto existe), utiliza el disfraz de un yo masculino, y
hábilmente también, en cierto número de piezas líricas, se vale de un diálogo
que no se sabe bien a bien si se dirige a una o más personas o a ella misma.
[5] Valses y otras confesiones.
[6] A Rosina Valcárcel le
confiesa que en 1949, cuando llegó a París, se
la vivía en la cinemateca.
[7] Quizá en esto la
influencia de su amigo José María Arguedas contó de manera decisiva.
[8] Blanca Varela se
consideraba agnóstica.
[9] Un país (Perú) y dos
ciudades (París y Florencia) fueron los lugares que dejaron en ella una traza
definitiva. Como ella ha escrito en un artículo publicado en 1985 sobre su
propia poesía (“Antes de escribir estas líneas”): en París, gracias a Octavio
Paz, definió –acabó de definir– su vocación, y por Paz y el nicaragüense Carlos
Martínez Rivas comprendió y aprendió “que la poesía es un trabajo de todos los
días [y] que no la elegimos sino nos elige”. Escuchar “a sus anchas” a André
Breton en el café de la
Place Blanche, donde era invitada por Paz, la impresionó
vivamente. Por su parte Florencia, “fue la ciudad de salida, la de los adioses,
la de las mejores revelaciones que siempre, hélas,
son las últimas”. Perú ante todo representó la cara diaria y, como en el caso
de Fernando de Szyszlo en la pintura, el regreso a las raíces precolombinas. No
en balde Szyszlo –me lo dijo en un almuerzo en Lima en diciembre de 2012–
admiró la pintura de los mexicanos Rufino Tamayo y Ricardo Martínez, quienes
vieron vívidamente figuras y colores de nuestro pasado mexicano y los
trasladaron a sus cuadros con originalidad y grandeza.
[10] Más o menos
por la fecha de la llegada de Blanca a París, Alejo Carpentier, quien conoció
bien a los surrealistas franceses, escribió lapidariamente en el prólogo de su
novela El reino de este mundo,
contraponiendo lo real maravilloso al surrealismo: “De ahí que lo maravilloso
invocado en el descreimiento –como lo hicieron los surrealistas durante tantos
años- nunca fue sino una artimaña literaria, tan aburrida, al prolongarse, como
cierta literatura onírica ‘arreglada’, ciertos elogios de la locura, de las que
estamos muy de vuelta”. Lo que en Francia terminaba en América Latina aún se
desarrollaba de una manera perdurablemente vital.
[11]
En España hay la gran
excepción de Poeta en Nueva York
de Federico García Lorca.
[12] En una entrevista de
octubre de 2010, Fernando de Szyszlo, quien fue su marido, contesta al
periodista de Diario 16 que
hablar de Blanca le conmueve “porque me recuerda las cosas dolorosas de mi
vida, como la muerte de mi hijo Lorenzo”. Si en él fue “un punto de quiebre”,
lo cual le hizo tener desde entonces la presión alta, Blanca. por su lado, “ya
no quiso luchar y se fue apagando”.
[13]
“Elogio de Blanca Varela”, Nadie sabe de mis cosas, Epílogo,
pp. 467–470.
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