sábado, 2 de febrero de 2013

Rubén corazón de león*

2/Febrero/2013
Milenio
Vicente Quirarte

Dice un refrán kukuana: “Una lanza afilada no necesita brillo”.
Sir Henry Rider Haggard, Las minas del Rey Salomón
Todo niño es un héroe y es un brujo. La diferencia es que Rubén Bonifaz Nuño, leal a su infante interior, lector tanto de Homero como de Harry Potter, con el paso de los años ha continuado siendo mago y héroe. La refinada y exigente alquimia de sus versos lo ha conducido a transformar la miseria cotidiana en un as de oros que permite la entrada a ciudades fundadas sobre el canto. La atracción por el ser más prodigioso de la creación, escrito con cinco letras, lo ha llevado a hacer de la emoción inmediata poemas de amor que vencen las edades y ya forman parte no solo de nuestro canon sino, lo que es más difícil e infrecuente, de nuestro patrimonio espiritual.
Su inmersión en los trabajos y los días de los antiguos mexicanos lo ha llevado a encarnar las múltiples máscaras del héroe, desde Temilotzin de Tlatelolco, guerrero y cantor de la amistad, hasta el indígena anónimo que, a la pregunta del conquistador de dónde podía encontrar grandes señores, respondió, espontáneo y seguro: “Aquí todos somos grandes señores”.
El heroísmo de Rubén Bonifaz, al frente de su Seminario de Traducción Latina y la revista Chicomoztoc, ha consistido en buscar nuevos escudos para defender la dignidad de una parte esencial de nuestra herencia. Su estoicismo nace además de soportar calladamente los trabajos del solitario, de ejercer la caridad sin hacerla pública, de afianzar la mano fraterna sin decirlo. “Yo amé, se hace insigne en mi memoria, el honor del peligro”, escribe el poeta. La vida es el más peligroso y noble y canalla de los oficios, contesta el hombre. En nuestro héroe Rubén, ambos deberes se cumplen y se nutren. Cada uno de sus versos y de sus actos vitales es una apuesta total al arte de vivir.
Muchas son las imágenes que guardo en la memoria acerca de mi maestro. Algunas no las viví, pero a través de sus palabras las he imaginado. Fausto Vega, amigo de Bonifaz desde su juventud, podrá dar mejor testimonio de aquellas caminatas juveniles desde el viejo barrio universitario hasta la calle de Frontera, donde vivía Rubén. Caminatas de joven, de rebelde, de inconforme, cofradía de seres luminosos que se afanaban en su oscuridad y en asomarse a las fiestas, “ávidos de tiernas compañías”.
Me gusta imaginarlo asimismo el día de la victoria aliada, en compañía de su maestro de francés, don Luis R. Cuéllar. Sorprendidos por la noticia, comenzaron a cantar “La Marsellesa” en compañía de quienes en ese momento se hallaban en la plaza mayor de México. En una fotografía de los hermanos Mayo, así como en las películas existentes sobre el movimiento del 68, aparece registrada la marcha de silencio, encabezada por el rector Javier Barros Sierra. A su lado camina el poeta Rubén Bonifaz Nuño, que en ese entonces traducía uno de los libros que mejor reflejan el amor y la cólera de esos días: Cayo Valerio Catulo, merced a sus traducciones, volvía a ser nuestro contemporáneo. “Toda juventud es sufrimiento”, inicia ese texto estremecedor y formador de quienes en ese instante, al igual que Catulo, se enfrentaban al mundo con la entrega y la energía de sus años verdes.
Sé que no estoy solo cuando afirmo que Rubén Bonifaz Nuño es uno de los grandes acontecimientos de mi vida. Prácticamente no pasa un día sin que lo cite, mencione o recuerde alguna de sus múltiples enseñanzas, desde sus invaluables, irrepetibles lecciones poéticas y gramaticales hasta la sabiduría amorosa que tiene mejores resultados en quien recibe el consejo que en quien lo da. Como la montaña, Rubén siempre está allí, sincero en sus dolores, estoico en la carcajada de niño que lleva a la práctica su idea de que escribir poesía es como jugar. Lo dice muy seriamente porque cuando jugamos, nadie nos obliga, y estamos realizando una actividad que nos hace libres. Igual la poesía. Escribe Luis Miguel Aguilar, a partir de unas palabras de Cesare Pavese: “Solo hay un modo de hacer algo en la vida. Consiste en ser superior a lo que haces”.
Traductor de los clásicos grecolatinos, heterodoxo y valiente lector de los antiguos mexicanos, es sobre todo nuestro primer forjador de cantos, como se llamaba al poeta en la Gran Tenochtitlan. Sus palabras consuman la alianza con el prójimo, la mujer amada o la ciudad, “sitio y raíz de solidaridad, ámbito del amor sensual y de la fraternal comunicación.” En sus versos se testimonia la entrada de la lluvia, la consagración de la primavera en el cuerpo femenino, la cotidiana derrota del hombre de la calle y su capacidad de resistir, la valerosa alegría con que enfrenta la inminencia de la sombra. Hacer parte nuestra sus poemas nos templa el alma y blinda el heroísmo de existir con dignidad y plenitud.
En caminatas con sus discípulos en La Venta; en páginas de libros como Hombres y serpientes, Escultura azteca en el Templo Mayor, El cercado cósmico; en las páginas lúcidas y provocadoras de su revista Chicomoztoc, Rubén Bonifaz Nuño enseña que las piezas elaboradas por nuestros ancestros, desde la más humilde vasija, utilitaria y cotidiana, hasta los grandes monolitos simbólicos, son acumuladores de energía, formas que nos entregan su mensaje a través de los siglos. Poeta, humanista y hermano mayor, Rubén Bonifaz Nuño, Rubén corazón de león, lujo entre los lujos de la Suave Patria.
*Fragmento del prólogo al libro El honor del peligro, antología de Rubén Bonifaz Nuño publicada en España por Valparaíso Ediciones.

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