Josefina Estrada
Erasmo Castellanos Quinto fue mi maestro de Literatura en el primer año de la preparatoria. Él era ya un maestro muy famoso; inclusive, por su ropa. Vestía con elegantes trajes de hombros muy anchos. Decía que la belleza del hombre se veía en la anchura de los hombros como se narra en la Odisea de Homero. Vestía el traje elegantísimo —gris claro, siempre— y usaba zapatos tenis. Y tenía barba larga y cabello blanco. […]
Castellanos
Quinto, al final de cada una de sus clases dedicaba los últimos diez minutos a
hacer lo que el llamaba ejercicios, todos los alumnos teníamos
que pasar al frente a hacer discursos o ensayos o poemas, según la voluntad de
cada uno. Y fue entonces cuando empecé a tratar de escribir poemas, de hacer
versos.
Y en ese
tiempo entré en contacto íntimo con los amigos que iban a ser para toda mi
vida: primero con Fausto Vega a quien conocía ya de la secundaria, luego con
Ricardo Garibay; después se juntó con nosotros Jorge Hernández Campos. Y con
ellos tres hice no sólo en común la adolescencia sino gran parte de la
juventud. Era una relación de competencia, de lucha constante y de aprendizaje,
de unos con otros, porque cada uno se estaba esforzando en ser mejor que el
otro. Todos reconocíamos —así lo decía el maestro Castellanos Quinto—, que el
mejor poeta era Jorge Hernández Campos. […]
Castellanos Quinto decía que la gloria del
poeta era la máxima aspiración del hombre. Que él mismo había aspirado durante
toda su vida a tener esa gloria. Muchas ocasiones nos decía versos suyos que a
nosotros nos parecían maravillosos. Luego los leí y, en realidad, no lo son. No
son lo que yo esperaba. Publicó un libro que se llama Del fondo
del abra, donde él mismo diseñaba las viñetas; una edición
hecha manualmente por él. Tengo un ejemplar.
Yo estoy convencido de que no existe la
gloria del poeta. Eso es un pensamiento vanidoso, diría que casi femenino. Es
como enorgullecerse por unos zapatos. La gloria del poeta no es gloria, es un
fruto. Es el placer de trabajar. Para mí, el placer era estar en la máquina,
escribiendo. Eso estaba por encima de toda gloria. La poesía para mí es acto de
libertad; si yo me pongo una norma para poder escribirla, ya deja de ser libre.
Estoy de acuerdo cuando Gutiérrez Nájera escribió: “Yo escucho nada más y dejo
abiertas de mi curioso espíritu las puertas, los versos entran sin pedir
permiso…”. Claro que para que los versos entren sin pedir permiso, se necesita
una técnica perfectamente dominada porque si no, entrarían versos mal hechos.
En último término, el saber versificar, saber
escribir, me ha hecho vivir muy cómodamente en la vida. Me lo han pagado bien
siempre. Cuando gané el primer premio de Aguascalientes —en 1946, a los 22 años— llegué
a la casa con dos mil 500 pesos. Mi padre nunca había visto ese dinero junto.
Después de trabajar muchos años. Él siempre tuvo confianza en mí en lo que yo
hacía. Y nunca tomó cuenta sino que me dejó completamente libre. Siempre confió
en que yo podía hacer las cosas bien. La figura fuerte y constante en la vida
fue mi mamá. El amor de mi mamá que era como el de todas las mamás de cuentos.
Como podrás ver, yo tuve un maravilloso
complejo de Edipo. Nunca busqué a nadie como ella; sabía que no la encontraría…
Mi mamá era una criatura perfecta.
Julio Jiménez Rueda también fue mi maestro de
Literatura en la preparatoria. Aprendí lo que se aprende con todo gran maestro.
Siempre me quiso como alumno especial. Una lección de él, que recordaré
siempre, es la siguiente: yo iba en camión, subió él —iba el camión lleno—, y
le cedí el lugar. Me paré delante de él —cogiéndome del tubo de donde se
colgaban los pasajeros— y empezamos a platicar. Me preguntó que qué estaba
haciendo y le dije que estaba leyendo a José Gómez Hermosillo. El libro de
retórica oficial durante casi un siglo—. Y me dijo:
—Hace bien. Porque para aprender a escribir
hay que leer a los autores y hay que saber las normas.
Leer a los autores y aprender las normas. Ni Ermilo Abreu Gómez ni Castellanos Quinto
me habían enseñado claramente esto. Estaba estudiando retórica porque yo sabía
que hay que investigar cómo se hacen las cosas. Si yo me pongo a hacer unos
zapatos, no voy a inventar cómo se hacen los zapatos. Sí voy a leer un libro
acerca de zapatería y voy a buscar a un buen zapatero para que me diga cómo se
cose el cuero... ¿Ves? Todo tiene que ser aprendido.
Con mi hermano Alberto leí, mitad por
diversión, mitad por aprendizaje, a Hermosillo para aprender a escribir aunque
fuera con un libro del siglo XVIII.
Todavía en
la secundaria la pasé sin sentir la pobreza. Pero en la preparatoria ya la
sentí y me dolió mucho. Era tan
pobre que tenía que pasar un año entero con un solo suéter y un pantalón como
única vestidura. Y me duraban enteros quince días y, a partir de entonces,
tenía que usarlos remendados. Y de esa manera tenía que andar entre la gente e
ir a la escuela con gran vergüenza. Porque me avergonzaba ser pobre. En un
poema de Fuego de pobres, cuando yo ya me sostenía con sueldo
universitario, digo: “Y reconozco que me importa/ ser pobre, y que me humilla,/
y que lo disimulo por orgullo.” Eso, en mi adolescencia y en mi juventud, era
una norma: saber que era pobre pero ocultarlo fingiendo un sentimiento de
orgullo.
Imagínate mi tristeza de andar remendado.
Porque tenía un gusto —que todavía me dura si lo busco dentro de mí— por las
niñas bonitas y bien vestidas. Y me enamoraba de esas muchachas y sin tener
ninguna esperanza: no tenía ni siquiera para invitarlas a un café o un
refresco. Y con la traza que yo tenía… En ese tiempo, además, era muy flaco. Yo
me enamoraba muy fácilmente.
Estuve muy enamorado de Margarita, una
muchacha a la cual nunca le dije nada de eso. Y ella, de alguna manera, me
buscó cuando ya teníamos más de setenta años. Le dije que acercara la boca y la
besé en los labios con un deseo cumplido después de decenas de años. Luego, a
pesar de que ella quería que nos viéramos, no la busqué. Porque no me atreví a
decirle que me iba a quedar ciego en muy poco tiempo.
Una vez
estaba, en un corredor de la preparatoria, leyendo un poema que me seducía, “El
canto a Morelos” de Amado Nervo: “Eran voces inmortales, voces cósmicas de
vida, en un pliegue de la sombra Dios oía, su equilátera pupila con su propia
luz divina, daba miedo a los cometas, pavo reales de las noches infinitas, y su
boca, aquella boca, que es gemela del abismo, la que saca con un grito de la
nada, los enjambres chispeantes de los orbes y los lanza, como trompos
colosales al vacío”, etcétera... Y en eso estaba, cuando llegó a platicar conmigo
un compañero de preparatoria que era, posiblemente, el más brillante; el mejor
para discutir y el más culto. Él ya hablaba francés e inglés, aprendidos en su
casa, a como diera lugar, porque también era un hombre muy pobre, se llamaba
Emilio Uranga, filósofo. Llegó y me preguntó:
—¿Qué estás leyendo?
—El que yo
considero que es el mejor poema que se ha escrito.
Y empecé a
leerle en voz alta “El canto a Morelos” y cuando yo estaba en aquella lectura,
advertí que él se había ido. Al día siguiente me prestó Entre el clavel y
la espada de Rafael Alberti. Y ese fue el primer contacto que yo tuve
con la poesía moderna. Así empecé a leer los sonetos de Alberti, que eran
completamente distintos de los de Góngora o los de Quevedo y estaban hablando
en un idioma diferente.
“El canto a Morelos” de Amado Nervo estaba en
un libro de primaria, creo que Rosas de la infancia. Esos libros
eran hechos para ilustrar a los niños en la cultura de aquel tiempo. Si no
hubiera sido por Emilio Uranga quién sabe cuánto tiempo me hubieran hecho daño
esos libros. Porque en lugar de llevarme a algo que se hacía ya en mi tiempo,
me llevaban a lo que hacían en el tiempo en que se escribían esos libros; es
como decir: “Yo no soy un hombre de mi tiempo. Soy un hombre del tiempo de mi
mamá”.
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*Tomado del libro De otro modo el hombre. Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño.
El Colegio Nacional. México, 2008. 98 pp.
Maestro Boni.. El cielo se ha de alegrar con su presencia.
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