sábado, 16 de febrero de 2013

Manuel Ponce: Un poeta católico de vanguardia

16/Febrero/2013
Laberinto
Rafael Calderón

El caso de Manuel Ponce es, ante todo, inédito pero revelador en la tradición de la poesía en lengua española. La prolongación estética de su obra fue exaltada con contundente claridad por Alí Chumacero en su contestación al Discurso de ingreso de Ponce a la Academia Mexicana de la Lengua, cuya obra comenzó con la colección de poemas Ciclo de vírgenes y culminó con Elegías y teofanías: “Manuel Ponce llega con el ánimo resuelto de continuar en sus empeños literarios y contribuir a dar esplendor a nuestra lengua”. La revelación poética sucede por esa secuencia rítmica que logra establecer con el idioma. Pero antes hay que preguntarse: ¿la originalidad y su revelación lírica consistirán solamente en la manifestación religiosa? ¿El tema comprende todos sus poemas como ejemplo dominante del rigorismo conceptual o hay que resumir el legado con los títulos de su poesía publicada en el lapso de un cuarto de siglo? Ponce es un poeta de lenguaje cambiante, creador de una obra viva aún y que lo distinguió de los escritores su generación. Sus versos a veces medidos, otras basados en el verso libre y la escritura bajo el dominio del soneto, son marca de identidad.
Es un Yo de la manifestación religiosa y teológica, no se detiene ni con el disparo de las palabras que revelan el fusil. Más bien, con sus versos manifiesta un canto y una musicalidad y, por esos rasgos específicos, es un poeta rebelde: abre con el verso un cauce de ríos que se vuelven manantial y agua cristalina, para definir su propia identidad. La canción pequeña la hizo multitud: temas que van del recuerdo y la distancia para ejercer plenamente el renacimiento del idioma entre modalidades de sonidos y momentos o para regirse por el verso denso y profundo: ejerce seguimiento puntual de las sombras que revelan las palabras vivas, deja sentir la musicalidad del idioma: “Nos han traído una lengua lejana/ a este puro silencio de bosque partido,/ en el canto de ayer que se delata en nido,/ en el silente nido que cantará mañana/. Callamos por la luz que se rebana, / por la hoja que se ha distraído/ y cae…”.
La contemporaneidad de Manuel Ponce lo lleva a ser parte de la manifestación literaria de mediados del siglo XX. Su lugar, al margen de la Generación de Medio Siglo y de los autores de la revista Taller, entre ellos Octavio Paz y Efraín Huerta, que nacieron por los mismos años que el michoacano, son solo una coincidencia. Con quien se le encuentra mayor cercanía es Rubén Bonifaz Nuño: la pasión lírica los llevará a leer con disciplina y goce envidiable a los clásicos griegos y latinos. Esa fuente de gobernabilidad de su dominio poético los distinguirá de otros autores de su generación pues, desde temprano, abrevan en la herencia clásica para más tarde escribir con el caudal de la tradición y la identidad, hasta llegar a una poesía moderna que evidencia el clasicismo en su consolidación. No obstante, ambos superan el pasado para ejercer una modernidad en el verso que aún no puede llamarse de vanguardia.
Ponce sigue la huella de una búsqueda que lo lleva a beber el idioma de Góngora y agotar el apasionado descubrimiento del ritmo coloquial. En sus poemas destacan la musicalidad con el verso libre, visible también a través del soneto como modelo clásico, inconfundible en los resultados que aporta en sus poemas. La voz es una seducción que se mezcla con la unidad del tema coloquial, una incitación que casi simula voluntad divina y, a la vez, presenta ese mar pasional de imágenes con la libertad que surge desde una juventud rebelde, casi siempre en movimiento y sin detenerse:
A su primer suspiro,
nadie tendió la mano;
solo el abismo.
     Después mil brazos
corrieron al auxilio,
pero ya entonces
ella no quiso.
Ponce vive en provincia. Los títulos que emplea en sus libros registran una sonoridad religiosa, ejemplo de libertad con el lenguaje que, en el mejor de los términos y para toda la tradición de la literatura religiosa, son elementos terrenales del mismo idioma: agua, montes, ángeles, tardes, gorjeos. Agrega aquellos componentes a sus versos para que sean identificados con la personalidad del sacerdote que mantuvo su religiosidad como asunto de vida o para recordar que en su vida adulta se dedicó a escribir poemas con una profunda vocación religiosa. Otra supervivencia que surge en versos: traduce casi todo Dante por placer, para cantar los versos del poeta italiano en nuestro idioma.
Publica casi toda su poesía cuando vive en Morelia. Su último libro, Elegías y teofanías se edita en 1968, año en que decidió abandonar esa ciudad. No obstante, a la capital michoacana no la olvida. Muchos lectores hemos gozado el poema dedicado a Morelia cuyo tema es la Catedral. De éste, Manuel González Galván escribió: “La belleza de la Catedral moreliana y su religiosa sugestión inspira la elevada fuerza poética y reverencial”.
Veamos:
Música de la piedra más baldía
espiga su creciente partitura,
y música del cielo la más pura
en la piedra sus módulos enfría.
     Sismo de tierra, sube a melodía;
aura de cimas, colma la llanura;
y se respira tal arquitectura…
La poesía católica de vanguardia de Manuel Ponce, renueva el canon de la poética confesional. El resultado de la búsqueda hermética que emprendió desde sus primeros poemas, quedó configurado en El jardín increíble, resumen del esplendor en la tradición de la poesía mexicana del siglo XX. Su trayectoria será reconocida como un antes y un después con ese libro, porque “una de las direcciones destacadas de la poesía contemporánea es el hermetismo”, y éste será, precisamente, uno de sus elementos sustanciales. Es decir, la vanguardia como atributo de un sacerdote católico que concibe una poesía originalísima. Aunque escribe poemas en un periodo de medio siglo, su obra no supera los doscientos poemas, reunidos en torno a siete títulos. Los primeros versos datan de la década de los treinta.
Desde 1942 —según Adolfo Sánchez Vázquez un poco antes— queda establecido el ritmo que, con el tiempo, Manuel Ponce logra establecer en la poesía; José Luis Martínez señala que a partir de la lectura de las dos obras iniciales —Ciclo de vírgenes y Quadragenario y segunda pasión— Ponce “empieza a labrarse un prestigio minucioso en esta dirección de la poesía”. Es decir, la línea que parte posiblemente de Mallarmé y la tradición hermética, porque sorprende con sus versos y confirma la predominancia del tema religioso, “pero su expresión poética es de diversa textura” y esa consideración empieza a clarificar el camino de un poeta católico de vanguardia. Ya no queda duda: “recurre a las fuentes bíblicas para estructurar su poesía. Pero lo importante es que trata de reducir a poesía esos símbolos, y que ellos son al mismo tiempo un vehículo no arbitrario de su expresión”. Sin dejar de lado su formación religiosa y la diaria meditación teológica, “pretende que su poesía tenga el máximo de precisión verbal”. Esto nos lleva a concluir, al igual que José Luis Martínez, que son temas apenas abordados entre los poetas de su generación y, a fin de cuentas, lo que define su personalidad: el acento poético y los aspectos entrañables que determinan su escritura de vanguardia, con poemas que van desde el soneto o por algunos que son a un tiempo, haikú a lo divino, como en Misterios para cantar bajo los álamos cuyas imágenes y alegorías religiosas, remiten al más allá de sí mismo y constituyen, para nosotros, motivos de indagación lírica. Manuel Ponce reflexiona y establece por el verso breve y conciso, figuras originales y perdurables para el idioma:
¡Qué suplicio más atroz
que una cruz para la daga,
un amor para la llaga,
una mies para la hoz
y un precio para la paga!
Lo dice con precisión todavía mayor Francisco Serrano: cuando le llega la revelación, Ponce resulta ser un caso excepcional en las letras mexicanas, ya que es un poeta que cree en la poesía, la verdadera poesía, como en un milagro. Abunda todavía más: autor de rara perfección, dueño de un oído finísimo: “Sus poemas, pequeñas obras maestras, joyas simultáneamente de fervor y de prosodia, son, literalmente, epifanías en que la materia verbal se ha convertido en un luminoso reflejo de lo inefable”.
Lo dicen también Javier Sicilia y González de León en Manuel Ponce y su obra poética; Patricia Basave, citando a José Luis Martínez, escribe: “formado en el estudio y la diaria meditación de la teología, sus vuelos poéticos se le dan necesariamente en esta base alegórica. Más que mística es una poesía teológica, como filosófica es la de Gorostiza”.  No termina ahí esa búsqueda de fuentes con la poesía de Ponce: “Tal vez desde los Padres Latinos no se había escrito una poesía eminentemente teológica. Sin embargo, lo que sorprende no es el elemento teológico (se puede escribir una poesía teológica que termine por ser más teológica que poesía, es decir, como sucede con mucha poesía política, volverse sierva de su argumento), sino la manera que tiene Ponce de abordar las tesis teológicas y empujarlas al extremo en que el argumento se rompe y surge de él una palabra, una imagen que lo desborda”. Quizá sea aquí donde radica la complejidad de Ponce y que nosotros intentamos explicar, pero reconociendo que él escribe con un misterio de silencios: la palabra va descifrando la unidad constante, otorga vivacidad al poema para destacar con éste el cambio de significados.
Lo que más llama la atención por la sencillez de su vida, es que Manuel Ponce nació en Tanhuato, Michoacán, el 15 de febrero de 1913 y murió en la Ciudad de México el 6 de febrero de 1994. A los once años ingresa al Seminario de Morelia y estudia para sacerdote, donde vive 37 años, pues se queda como profesor de literatura hasta 1961.
En 1939 publica “Ocho poemas inéditos”, presentados por Gabriel Méndez Plancarte, para ya no detenerse en la escritura, y termina por desarrollar una obra originalísima: Ciclo de vírgenes; Quadragenario y segunda pasión; Misterios para cantar bajo los álamos; Cristo (recital poético); María (recital poético) y Elegías y teofanías. En 1950 publica El jardín increíble —que bien puede ser el título general para agrupar toda su obra— y ese mismo año, Alfonso Méndez Plancarte, escribe: “allá en el año de ´39, la revista Ábside de esta capital lanzaba ‘Ocho poemas inéditos’ de un estrenado lírico —oscuramente ignoto, a la sazón, pero llamado a esplendor muy alto— cuyas luces ‘querían quebrar albores’ desde Morelia”, iniciándose el reconocimiento pleno a su trabajo, entonces ya “camino en creciente” de una poesía diáfana, poesía del alma y de Dios.
La descarga poética, simbólica y artística de Ponce, en buena medida, le llega de San Agustín, de Garcilaso de la Vega, y trasluce algo de Horacio más que de Virgilio, y termina en el altísimo sentido de la poesía de fray Luis y de Luis de Góngora. En 1980, con selección y el prólogo de Gabriel Zaid, se publica Antología poética y, un año después, Manuel Ponce, otra breve antología de Jorge González de León y Javier Sicilia, con prólogo del último, y en el que se manifiesta un resumen apretado del diálogo pausado que culmina con el verso fino y pulido.
En 1988, para conmemorar sus 75 años de vida, se reunieron todos sus poemas bajo el título de Poesía. 1940–1984, con prólogo de Javier Sicilia y Jorge González de León, que agrega una sección intitulada: “Poemas dispersos”. Ese mismo año salió la edición del disco Manuel Ponce lee sus poemas, presentado por Vicente Quirarte.
Aunque las razones para seguir leyéndolo son varias, debemos destacar que se trata de un autor cuya inspiración vocacional contribuye a la renovación de la lengua y al rigor de la musicalidad profunda, pues sus poemas son para ser leídos como ejemplo de la herencia poética que proviene de San Juan de la Cruz y otros clásicos. Es decir, los ojos que se pasean por la lectura de sus poemas, como escribe Gabriel Zaid, serán —todavía— los que “hacen falta para ver ese extraño jardín, que aparece o desaparece en la poesía de Manuel Ponce”.

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