Laberinto
Rafael Calderón
El caso de Manuel Ponce es, ante todo, inédito
pero revelador en la tradición de la poesía en lengua española. La prolongación
estética de su obra fue exaltada con contundente claridad por Alí Chumacero en
su contestación al Discurso de ingreso de Ponce a la Academia Mexicana de la
Lengua, cuya obra comenzó con la colección de poemas Ciclo de vírgenes
y culminó con Elegías y teofanías: “Manuel Ponce llega con el
ánimo resuelto de continuar en sus empeños literarios y contribuir a dar
esplendor a nuestra lengua”. La revelación poética sucede por esa secuencia
rítmica que logra establecer con el idioma. Pero antes hay que preguntarse: ¿la
originalidad y su revelación lírica consistirán solamente en la manifestación
religiosa? ¿El tema comprende todos sus poemas como ejemplo dominante del
rigorismo conceptual o hay que resumir el legado con los títulos de su poesía
publicada en el lapso de un cuarto de siglo? Ponce es un poeta de lenguaje cambiante,
creador de una obra viva aún y que lo distinguió de los escritores su
generación. Sus versos a veces medidos, otras basados en
el verso libre y la escritura bajo el dominio del soneto, son marca de
identidad.
Es un Yo de la manifestación religiosa y
teológica, no se detiene ni con el disparo de las palabras que revelan el
fusil. Más bien, con sus versos manifiesta un canto y una musicalidad y, por
esos rasgos específicos, es un poeta rebelde: abre con el verso un cauce de
ríos que se vuelven manantial y agua cristalina, para definir su propia
identidad. La canción pequeña la hizo multitud: temas que van del recuerdo y la
distancia para ejercer plenamente el renacimiento del idioma entre modalidades
de sonidos y momentos o para regirse por el verso denso y profundo: ejerce
seguimiento puntual de las sombras que revelan las palabras vivas, deja sentir la
musicalidad del idioma: “Nos han traído una lengua lejana/ a este puro silencio
de bosque partido,/ en el canto de ayer que se delata en nido,/ en el silente nido
que cantará mañana/. Callamos por la luz que se rebana, / por la hoja que se ha
distraído/ y cae…”.
La contemporaneidad de Manuel Ponce lo
lleva a ser parte de la manifestación literaria de mediados del siglo XX. Su
lugar, al margen de la Generación de Medio Siglo y de los autores de la revista
Taller, entre ellos Octavio Paz y Efraín Huerta, que nacieron por
los mismos años que el michoacano, son solo una coincidencia. Con quien se le
encuentra mayor cercanía es Rubén Bonifaz Nuño: la pasión lírica los llevará a
leer con disciplina y goce envidiable a los clásicos griegos y latinos. Esa fuente
de gobernabilidad de su dominio poético los distinguirá de otros autores de su
generación pues, desde temprano, abrevan en la herencia clásica para más tarde escribir
con el caudal de la tradición y la identidad, hasta llegar a una poesía moderna
que evidencia el clasicismo en su consolidación. No obstante, ambos superan el
pasado para ejercer una modernidad en el verso que aún no puede llamarse de
vanguardia.
Ponce sigue la huella de una búsqueda que
lo lleva a beber el idioma de Góngora y agotar el apasionado descubrimiento del
ritmo coloquial. En sus poemas destacan la musicalidad con el verso libre,
visible también a través del soneto como modelo clásico, inconfundible en los
resultados que aporta en sus poemas. La voz es una seducción que se mezcla con
la unidad del tema coloquial, una incitación que casi simula voluntad divina y,
a la vez, presenta ese mar pasional de imágenes con la libertad que surge desde
una juventud rebelde, casi siempre en movimiento y sin detenerse:
A su primer suspiro,
nadie tendió la mano;
solo el abismo.
Después mil brazos
corrieron al auxilio,
pero ya entonces
ella no quiso.
Ponce vive en provincia. Los títulos que
emplea en sus libros registran una sonoridad religiosa, ejemplo de libertad con
el lenguaje que, en el mejor de los términos y para toda la tradición de la
literatura religiosa, son elementos terrenales del mismo idioma: agua, montes,
ángeles, tardes, gorjeos. Agrega aquellos componentes a sus versos para que
sean identificados con la personalidad del sacerdote que mantuvo su
religiosidad como asunto de vida o para recordar que en su vida adulta se
dedicó a escribir poemas con una profunda vocación religiosa. Otra
supervivencia que surge en versos: traduce casi todo Dante por placer, para
cantar los versos del poeta italiano en nuestro idioma.
Publica casi toda su poesía cuando vive en
Morelia. Su último libro, Elegías y teofanías se edita en 1968,
año en que decidió abandonar esa ciudad. No obstante, a la capital michoacana
no la olvida. Muchos lectores hemos gozado el poema dedicado a Morelia cuyo
tema es la Catedral. De éste, Manuel González Galván escribió: “La belleza de
la Catedral moreliana y su religiosa sugestión inspira la elevada fuerza
poética y reverencial”.
Veamos:
Música de la piedra más baldía
espiga su creciente partitura,
y música del cielo la más pura
en la piedra sus módulos enfría.
Sismo
de tierra, sube a melodía;
aura de cimas, colma la llanura;
y se respira tal arquitectura…
La poesía católica de vanguardia de Manuel Ponce,
renueva el canon de la poética confesional. El resultado de la búsqueda
hermética que emprendió desde sus primeros poemas, quedó configurado en El
jardín increíble, resumen del esplendor en la tradición de la poesía
mexicana del siglo XX. Su trayectoria será reconocida como un antes
y un después con ese libro, porque “una de las direcciones
destacadas de la poesía contemporánea es el hermetismo”, y éste será,
precisamente, uno de sus elementos sustanciales. Es decir, la vanguardia como atributo
de un sacerdote católico que concibe una poesía originalísima. Aunque escribe
poemas en un periodo de medio siglo, su obra no supera los doscientos poemas,
reunidos en torno a siete títulos. Los primeros versos datan de la década de
los treinta.
Desde 1942 —según Adolfo Sánchez Vázquez un
poco antes— queda establecido el ritmo que, con el tiempo, Manuel Ponce logra
establecer en la poesía; José Luis Martínez señala que a partir de la lectura
de las dos obras iniciales —Ciclo de vírgenes y Quadragenario
y segunda pasión— Ponce “empieza a labrarse un prestigio minucioso en
esta dirección de la poesía”. Es decir, la línea que parte posiblemente de
Mallarmé y la tradición hermética, porque sorprende con sus versos y confirma la
predominancia del tema religioso, “pero su expresión poética es de diversa textura”
y esa consideración empieza a clarificar el camino de un poeta católico de
vanguardia. Ya no queda duda: “recurre a las fuentes bíblicas para estructurar
su poesía. Pero lo importante es que trata de reducir a poesía esos símbolos, y
que ellos son al mismo tiempo un vehículo no arbitrario de su expresión”. Sin
dejar de lado su formación religiosa y la diaria meditación teológica,
“pretende que su poesía tenga el máximo de precisión verbal”. Esto nos lleva a
concluir, al igual que José Luis Martínez, que son temas apenas abordados entre
los poetas de su generación y, a fin de cuentas, lo que define su personalidad:
el acento poético y los aspectos entrañables que determinan su escritura de
vanguardia, con poemas que van desde el soneto o por algunos que son a un
tiempo, haikú a lo divino, como en Misterios para cantar bajo los álamos
cuyas imágenes y alegorías religiosas, remiten al más allá de sí mismo y
constituyen, para nosotros, motivos de indagación lírica. Manuel Ponce reflexiona
y establece por el verso breve y conciso, figuras originales y perdurables para
el idioma:
¡Qué suplicio más atroz
que una cruz para la daga,
un amor para la llaga,
una mies para la hoz
y un precio para la paga!
Lo dice con precisión todavía mayor
Francisco Serrano: cuando le llega la revelación, Ponce resulta ser un caso
excepcional en las letras mexicanas, ya que es un poeta que cree en la poesía,
la verdadera poesía, como en un milagro. Abunda todavía más: autor de rara
perfección, dueño de un oído finísimo: “Sus poemas, pequeñas obras maestras,
joyas simultáneamente de fervor y de prosodia, son, literalmente, epifanías en
que la materia verbal se ha convertido en un luminoso reflejo de lo inefable”.
Lo dicen también Javier Sicilia y González
de León en Manuel Ponce y su obra poética; Patricia Basave,
citando a José Luis Martínez, escribe: “formado en el estudio y la diaria
meditación de la teología, sus vuelos poéticos se le dan necesariamente en esta
base alegórica. Más que mística es una poesía teológica, como filosófica es la
de Gorostiza”. No termina ahí esa
búsqueda de fuentes con la poesía de Ponce: “Tal vez desde los Padres Latinos
no se había escrito una poesía eminentemente teológica. Sin embargo, lo que
sorprende no es el elemento teológico (se puede escribir una poesía teológica
que termine por ser más teológica que poesía, es decir, como sucede con mucha
poesía política, volverse sierva de su argumento), sino la manera que tiene
Ponce de abordar las tesis teológicas y empujarlas al extremo en que el
argumento se rompe y surge de él una palabra, una imagen que lo desborda”.
Quizá sea aquí donde radica la complejidad de Ponce y que nosotros intentamos
explicar, pero reconociendo que él escribe con un misterio de silencios: la
palabra va descifrando la unidad constante, otorga vivacidad al poema para destacar
con éste el cambio de significados.
Lo que más llama la atención por la
sencillez de su vida, es que Manuel Ponce nació en Tanhuato, Michoacán, el 15
de febrero de 1913 y murió en la Ciudad de México el 6 de febrero de 1994. A
los once años ingresa al Seminario de Morelia y estudia para sacerdote, donde
vive 37 años, pues se queda como profesor de literatura hasta 1961.
En 1939 publica “Ocho poemas inéditos”,
presentados por Gabriel Méndez Plancarte, para ya no detenerse en la escritura,
y termina por desarrollar una obra originalísima: Ciclo de vírgenes;
Quadragenario y segunda pasión; Misterios para cantar bajo
los álamos; Cristo (recital poético); María (recital
poético) y Elegías y teofanías. En 1950 publica El
jardín increíble —que bien puede ser el título general para agrupar
toda su obra— y ese mismo año, Alfonso Méndez Plancarte, escribe: “allá en el
año de ´39, la revista Ábside de esta capital lanzaba ‘Ocho
poemas inéditos’ de un estrenado lírico —oscuramente ignoto, a la sazón, pero
llamado a esplendor muy alto— cuyas luces ‘querían quebrar albores’ desde
Morelia”, iniciándose el reconocimiento pleno a su trabajo, entonces ya “camino
en creciente” de una poesía diáfana, poesía del alma y de Dios.
La descarga poética, simbólica y artística
de Ponce, en buena medida, le llega de San Agustín, de Garcilaso de la Vega, y
trasluce algo de Horacio más que de Virgilio, y termina en el altísimo sentido
de la poesía de fray Luis y de Luis de Góngora. En 1980, con selección y el
prólogo de Gabriel Zaid, se publica Antología poética y, un año
después, Manuel Ponce, otra breve antología de Jorge González de
León y Javier Sicilia, con prólogo del último, y en el que se manifiesta un
resumen apretado del diálogo pausado que culmina con el verso fino y pulido.
En 1988, para conmemorar sus 75 años de
vida, se reunieron todos sus poemas bajo el título de Poesía. 1940–1984,
con prólogo de Javier Sicilia y Jorge González de León, que agrega una sección
intitulada: “Poemas dispersos”. Ese mismo año salió la edición del disco Manuel
Ponce lee sus poemas, presentado por Vicente Quirarte.
Aunque las razones para seguir leyéndolo son
varias, debemos destacar que se trata de un autor cuya inspiración vocacional contribuye
a la renovación de la lengua y al rigor de la musicalidad profunda, pues sus
poemas son para ser leídos como ejemplo de la herencia poética que proviene de
San Juan de la Cruz y otros clásicos. Es decir, los ojos que se pasean por la
lectura de sus poemas, como escribe Gabriel Zaid, serán —todavía— los que
“hacen falta para ver ese extraño jardín, que aparece o desaparece en la poesía
de Manuel Ponce”.
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