Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles
Una vez más, y recientemente, publiqué el resultado de antologar. Antologar para mí es apasionante, sobre todo por lo que significa el ejercicio de la relectura. Es también extenuante, pero esto pasa a segundo término cuando se ha conseguido un corpus que se puede leer y releer, es decir, un libro que se puede abrir en cualquier página y encontrar algo que sea digno de detener la mirada ahí.
He conjugado el verbo antologar en una decena de
ocasiones (ensayo, crónica, crítica literaria y, por supuesto,
poesía), y ello me ha llevado a reflexionar hoy sobre ciertos temas que
planteo en mi más reciente antologar y que replanteo ahora en estas
líneas, pues este muy nuevo antologar es de poesía. Hay asuntos
ineludibles y hasta problemáticos.
Por ejemplo, aunque parezca un sitio cómodo, el
lugar donde está parado el antólogo está lleno de inconvenientes. Por
principio de cuentas, primero tiene que sumar para luego restar,
podar, “elegir”, “optar”, “cerner”, “separar” y “discriminar”, asunto a
todas luces incomodísimo porque, puesto que discrimina, por esta
curiosa homofonía de la palabra, el antólogo puede parecer, a los ojos
de quienes no están en la antología, un criminal, precisamente por
discriminador. Pero, por muy grande que sea o por muy abarcadora que
pretenda ser, toda antología es una muestra y no puede equivaler, de
ningún modo, a una enciclopedia o a un diccionario, menos aún a un
directorio.
Hay otros problemas que enfrentar. Por ejemplo,
el de los herederos que creen que el antólogo se hará millonario con
los poemas seleccionados y, por ello, exigen las perlas de la Virgen,
aun tratándose incluso de poetas poco leídos aunque no por ello menos
prestigiados. Uno más: el de los autores o herederos que quieren
imponer al antólogo su propia selección poética en la que muchas veces
incluyen, seguramente por motivos de deformación afectiva, no los
mejores textos sino a veces algunos de los peores, es decir los menos
antológicos. Y hay que luchar primero cortésmente y luego frontalmente
contra esta desviación del concepto antológico. La verdad es que se
antologa para darle gusto a los lectores, no para satisfacer los egos
de los autores o sus familiares. Y se antologa desde la perspectiva del
antólogo, que es quien, finalmente, asume las responsabilidades de su
trabajo.
Un problema no menor es el que tiene que ver con los
herederos que no aceptan que se incluyan determinados poemas realmente
antológicos, pero para los que, por diversos motivos, no dan su
autorización, aunque impidan la divulgación del texto. En este punto si
no es posible convencerlos de lo contrario, la casa pierde, y pierden,
por supuesto, los lectores.
Hay otro caso curiosísimo: el de los autores que
preguntan junto a quiénes estarán en la antología, y cuando se les
informa de ciertos nombres, declinan, ofendidos, la invitación: ¡cómo
van a estar junto a Fulano si lo odian! Finalmente, el caso de quien no
está de acuerdo con la selección poética del antólogo y, después de la
segunda llamada telefónica, dice que “mejor no”, que “muchas gracias”,
y cuelga.
Dicho sea sin rodeos, en general, el antólogo
queda como el cohetero: si el cohete truena le chiflan, y si no truena
también le chiflan. El problema con las antologías, al menos en México,
es que los autores, más que los lectores, las consideran como el
juicio final consagratorio. Pero la verdad es que las antologías
deberían estar destinadas a los lectores más que a los autores, y
además no son el juicio final de nada, sino informadas propuestas de
lectura o bien entusiastas lecturas parciales y, hasta cierto punto,
personales, que se comparten con otros lectores.
Por lo demás, antologar es releer y no nada más
recordar. Uno puede recordar a algún autor por algunos muy buenos o
excelentes poemas que, en la relectura, ya no parecen tan buenos. La
gente se ha acostumbrado a leer en los prestigios, o en los
desprestigios, y no en las páginas. Una antología no puede tener como
referencia fundamental a la memoria.
Y no hay que olvidar que México es país de
antólogos como lo es de entrenadores de futbol y mánagers de boxeo.
Cada quien está seguro de que hubiera podido hacer una antología mejor,
del mismo modo que hubiera plantado un mejor equipo nacional frente a
Brasil, Argentina o Alemania (para llegar al quinto partido), y que
hubiera aconsejado mucho mejor en la esquina a Julio César Chávez
Junior que su mánager que no supo plantear el combate frente al Maravilla Martínez. Hasta los boleros se consideran mejores entrenadores que Aguirre, el Piojo Herrera, Mourinho o Ferguson. Ai nomás.
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