19/Diciembre/2012
Milenio
Se acerca “el fin del mundo”. Escritores y editores reflexionan sobre
cuáles serían los libros que tendrían cerca del desastre, sobre todo
títulos que marcaron su vida: una selección amplia y diversa, en la que
se refleja que en asuntos de lectura, en gustos se rompen géneros y no
siempre los títulos emblemáticos de la literatura universal son los que
dejan huella en cada persona.
Ignacio Solares
El príncipe idiota, de Fiódor Dostoievski, porque creo que
es el máximo ejemplo de cómo la literatura puede darle forma e ilustrar
la teoría cristiana.
Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra,
porque es un libro escrito en el inconsciente colectivo y, como diría
Jung, logró atraer a la tierra un arquetipo del que todos participamos o
deberíamos participar, el quijotismo.
La muerte de Iván Illich, de León Tolstoi. Es, quizá, la
novela que mejor ha mostrado e ilustrado el proceso inevitable, tan
doloroso y pleno a la vez, de la muerte humana.
Los miserables, de Víctor Hugo. No solo es un vasto espejo
del París del siglo XIX, sino uno de los libros más crudos y dramáticos
sobre la condición humana.
Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Como ningún otro libro en la
historia de la literatura mexicana ha captado eso que llamamos el alma
mexicana, tan particular y única. Para entender qué es eso que llamamos
“mexicanidad” e incluso reafirmar nuestra identidad nacional más allá de
los discursos y de los sellos oficiales, hay que adentrarse en este
libro mágico.
Hernán Lara Zavala
Autobiografía, de Juan García Ponce. Al leer ese breve
volumen se me reveló, por primera vez, la lejanísima posibilidad de ser
escritor. Entre García Ponce y yo existían muchas afinidades: él era el
mayor de una familia numerosa, con un padre empresario que quería que
su hijo lo sucediera, provenía de Yucatán, de clase media acomodada,
vivía en la Ciudad de México, estudió con los maristas y, a pesar de
todo, su mayor anhelo consistía en alejarse del mundo en el que había
crecido para jugársela como escritor y convertirse en artista.
Confabulario, de Juan José Arreola. En varias ocasiones he
afirmado que Arreola es el único escritor genial que he conocido
personalmente y conste que he conocido a muchos, incluso superiores
literariamente, pero ninguno con la brillantez de su genio y su pasión,
de su memoria y capacidad creativa y de improvisación: hombre
atribulado, pecador culpígeno, declamador nato, artista de la palabra
oral y escrita.
El Hacedor, de Jorge Luis Borges. Tanto por García Ponce
como por Arreola me acerqué también a la obra de Borges, extraordinario
cuentista, ensayista y poeta que innovó forma y fondo de la literatura
universal. Todos los libros de Borges son buenos, pero el que se
encuentra más cerca de mi corazón es El Hacedor.
Eusebio Ruvalcaba
El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. Nunca he
encontrado en ninguna otra novela el arte de contar llevado hasta sus
últimas consecuencias. Me estoy viendo leerla a bordo del metro, reía yo
tanto que la gente se volvía a mirarme. Pero no era una risa vacua,
sino asentada en la tragedia que vivía su protagonista. Después caí en
la cuenta de que ésa era la maravilla: la vida del chico parecía ser la
de cualquier joven más o menos crápula, más o menos triste, más o menos
cercano.
Codine, de Panaít Istrati. Desde las primeras líneas, la
historia corre como reguero de pólvora. Lo mismo la historia que el modo
de narrar, parecen extraídos de un volcán en erupción. Los personajes
viven y sufren, se alimentan de una gota de esperanza y al final se
entregan a la desolación más devastadora. Cuando hoy por hoy tomo el
libro, mis manos tiemblan.
Ulises Criollo, de José Vasconcelos. Cada página de
Vasconcelos es una parcela de tierra fecunda. Leyéndolo se aprende a
escribir: es un constructor, un arquitecto de la condición humana:
leerlo es sumergirse en el océano de la emoción, de la tensión
dramática, la de a de veras, la que pone a temblar a los enanos de
espíritu.
Las memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. Qué
inútiles resultan los viajes cuando se cuenta con un libro como éste:
contiene todo en materia de conocimiento, no hay que desplazarse un
centímetro para advertir el nacimiento del arte, o el arte en su
manifestación más elevada, que es el del conflicto espiritual.
Diego Rabasa
Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. Creo que es uno de los
libros que debería de sobrevivir a nuestra especie. La maestría con la
que Lowry crea un ambiente que nos remite a esa confusa y caótica
experiencia que supone enfrentar el mundo desde nuestra mente me dejó
sin aliento. El más mínimo gesto dentro del libro es una clave para
entender el desolador paisaje mexicano o la tragedia de los
protagonistas.
Indigno de ser humano, de Osamu Dazai. Una divertida y
punzante historia sobre lo que sucede cuando un hombre renuncia
cabalmente a medir su vida en base a los siempre inalcanzables ideales
humanos. Me lo llevaría en la memoria porque representa esa zona de
permisividad y malicia en la que acontecen tantos placeres.
Hay dos escritores que me llevaría en la memoria porque en su momento
fueron clave para mi relación con el mundo: Juan Rulfo y Robert Walser;
con Walser quedé maravillado ante la capacidad que tiene para desnudar
el sin sentido que hay en cualquier afán humano que no sea el de habitar
el momento.
Rulfo me enseñó que la lengua y la tierra tienen una relación íntima y
muy poderosa, que la literatura no es un mero retrato de la realidad,
sino la expande. Tras leer a Rulfo el mundo fue un lugar diferente para
mí.
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