La Jornada
Hermann Bellinghausen
Apesar de los horrores del feminicidio, la
extendida explotación sexual de jovencitas que pronto dejan de serlo,
el delirio cosificador del cuerpo femenino en los medios masivos, y
tantas manifestaciones del patriarcado feroz aún dominante, es posible
afirmar que la condición, el papel de las mujeres en la sociedad ha
cambiado en las décadas recientes. A una escala histórica. El feminismo
es por supuesto la matriz filosófica propiciatoria del cambio, pero en
muchos terrenos las mujeres lo dejaron atrás, cual cascarón y gracias, a
las puertas del siglo XXI.
Si hace medio siglo una mujer estudiando ingeniería o derecho era
casi leyenda urbana (de las de entonces), hoy ni eso ni todo lo demás
tiene nada de raro, y buena parte de las profesiones liberales, las
artes y de manera creciente (pero poco y mal) el comando político,
empresarial o militar, son ejercidos también por mujeres. Ya resulta
reiterativo el sólo señalarlo. Nadie se impresiona de una doctora,
astrónoma, pintora, Nobel, presidenta, boxeadora, y cunden las
escaramuzas por la cuota de género, muchas veces concedida de dientes para afuera en este país de machos violentos y autoritarios. Porque, si vamos a hablar sólo de México (más allá del progreso universal, en primer lugar occidental, en la igualdad hombre-mujer), en muchos terrenos la cuesta es todavía muy para arriba.
Esta nota tiene como motivo la constatación de que, al menos con respecto a la poesía, la batalla ya se ganó. La frontera no existe más. Sin adjetivarlas, algunas de nuestras voces poéticas mayores son de mujer, y no por
cuota, sino porque sencillamente producen la poesía que importa. Ahora, lo interesante es que también posee relevancia el hecho de que estas voces sean, ejem, de mujer. Cuando hablamos de Juana de Asbaje, lo más parecido a Mozart que hemos tenido, su condición femenina es parte indispensable del conjunto: la grandeza de su escritura, la dirección de su genio.
Hacia la llamada generación de ruptura, 50 años atrás, las voces femeninas obtienen carta de ciudadanía poética con Isabel Fraire y Thelma Nava. Pronto, Elsa Cross, Elisa Ramírez Castañeda, y la intensidad de Esther Seligson –a un tiempo mexicana y centroeuropea–, son valoradas estrictamente por la calidad artística de sus obras, como también Enriqueta Ochoa y Ulalume González de León.
Así, para la generación nacida entre 1950 y mediados de los 60, la cuestión comienza a zanjarse. A nadie sorprende que luego de 1980 muchos de los mejores versos nuevos pertenezcan a las poetas (aunque Carlos Monsiváis apenas las considera en la última edición de su antología del siglo XX). Kyra Galván, Maricruz Patiño, Verónica Volkow, Mariángeles Comesaña, Carmen Boullosa, Myriam Moscona, Hilda Bautista, María Baranda, Ámbar Past, Marianne Toussaint, Carmen Villoro, Silvia Eugenia Castillero, Blanca Luz Pulido, Minerva Margarita Villarreal, María Vázquez, Guadalupe Basila, Leticia Luna, Beatriz Stellino, Rocío González, Adriana Díaz Enciso, Mariana Bernárdez. Pierde sentido la distinción de género; que aquí falten nombres sólo confirma que la igualdad ha sido conquistada y en México hay mucho poeta.
Dos autoras de obra bien cumplida son cardinales en el escenario de la actual creación: Coral Bracho y Silvia Tomasa Rivera. Abusando de la ingeniosa disyuntiva de José Joaquín Blanco para la poesía mexicana del periodo anterior (Paz-Sabines, luz lucera-pinche piedra), ellas podrían encarnar su nueva edición. O no. Pero ambas han logrado, con arcilla bien distinta, dos de las aventuras poéticas más apasionantes en el pasado reciente.
La inteligente delicadeza sonora de los versos de Coral Bracho, su sentido más allá y más acá del sentido, han deslumbrado incluso a los que decían:
no los entiendo pero suenan bien. El suyo es el telar de una sensibilidad exquisita y exacta. Una aportación inédita, profunda y leve desde el inicio que fue Peces de piel fugaz (1977), el cual se corresponde por oposición con Duelo de espadas (1984), poemario que dio a conocer a Silvia Tomasa Rivera: allí corren el sabor del campo, el horizonte abierto, la infancia y la tragedia; manantiales que pronto desembocarían en una feminidad desafiante, demandante y ardorosa, que sin pedir ni dar cuartel pone a temblar la carne con el hechizo de las palabras inolvidables.
Son precedente sólido de lo que hoy se gesta en la escritura. Importa, y no, que las poetas sean mujeres. Hombres necios, qué más dais. Marianne Toussaint advierte:
Libres de su voz/ castas ante el báculo de su mandato/ guardamos a los varones/ como la sombra de una telaraña. Nuevas autoras andan por todos lados. Siempre es riesgoso aventurar nombres: ¿María Rivera, Mónica Gameros, o más acá la estupenda Anaïs Abreu? En la próxima entrega se reseñará algo de la poesía de Ileana Garma (Mérida, 1985), una sorpresa digna de atención, una vuelta de página para que el paisaje no se nos congele:
Querido hombre/la vida tiene dos manos/y no es azul, dice.
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