Letras Libres
Enrique Serna
Por un prejuicio aristocrático milenario, la sabiduría libresca siempre ha despreciado a la inteligencia práctica, pero como esa inteligencia gobierna el mundo, cada vez arrincona más a la minoría culta que pretende humanizarla o inculcarle valores éticos. Las letras y las humanidades tienen una aureola de prestigio que algunos codician, pero el verdadero poder está en otra parte: en las ciencias, en la economía, en la tecnología y en la política. Esas inteligencias nos han avasallado y en vez de condenarlas desde una posición santurrona y a la vez envidiosa, quizá deberíamos entender cómo funcionan. La mayéutica no era solo un ideal educativo democratizador: su eficacia se comprueba a diario en las aulas, en las calles y hasta en los bajos fondos. Todos poseemos en el alma la capacidad de aprender, incluso las lacras de la sociedad. En laRepública, Sócrates declara su admiración por la inteligencia de los pillos: “¿No has observado aún hasta dónde llega la sagacidad de esos hombres a quienes se da el nombre de pícaros redomados, y con qué penetración su mísera alma distingue todo aquello que le interesa? Son tanto más perjudiciales cuanto más clarividentes.” Los libros no son la única vía de acceso al aprendizaje: una mente despierta puede encontrar muchas otras, sin necesidad de tener un mentor tan agudo y exigente como Sócrates. La inteligencia en estado bruto nunca se ha subordinado al poder intelectual, pero lo contrario ha ocurrido infinidad de veces: la historia universal está llena de tiranos y caudillos que usaron a los letrados para encumbrarse y después los desecharon con insolencia (en México, Santa Anna dio ese trato más de una vez a Lucas Alamán y a Valentín Gómez Farías). Cuando el poder del intelecto no influye en la sociedad y solo aspira a ser la materia gris detrás del trono, invariablemente queda aplastado por la inteligencia pragmática del pillo al que pretendía controlar.
¿Significa esto que los fascistas tienen razón cuando dicen que la única superioridad verdadera radica en la fuerza? No, porque la inteligencia que se requiere para alcanzar y conservar el poder generalmente sucumbe a su propio vértigo cuando no tiene otros contrapesos. Pero como el saber libresco descalifica de entrada el saber práctico y la habilidad política, tampoco puede combatirlos con eficacia, como acabamos de comprobar en la contienda electoral recién terminada, en la que toda la comunidad cultural hizo objeto de escarnio a un iletrado astuto que a estas alturas, si la revuelta estudiantil no hizo recapacitar a las masas, quizá esté festejando el triunfo de su organización delictiva. En el Renacimiento, Erasmo de Rotterdam recordó a los humanistas los límites de su infatuado magisterio: “El sabio se refugia en los libros de los antiguos, de los que aprende meras sutilezas de palabras. El insensato, en cambio, lo prueba todo y se enfrenta a los peligros cara a cara. Esto ya lo vio Homero al decir que el necio aprende por los hechos.” Reconocer que ese tipo de aprendizaje tiene igual o mayor importancia que el adquirido en las universidades no solo es necesario para rendir honores a la verdad, sino para revitalizar la imaginación y la inteligencia especulativa.
Quien sabe leer con acierto la realidad, quizá no necesite demasiado el auxilio de los libros, ya sea un escritor o un hombre de Estado. La Bruyère esbozó esa idea en uno de los mejores pasajes de sus Caracteres: “Una buena cabeza que ha fortalecido el temple del espíritu con una gran experiencia, un hombre que por la amplitud de sus miras y su penetración se vuelve amo de todas las situaciones, puede decir fácilmente y sin comprometerse que jamás lee.” Vuelta al revés, la sentencia de La Bruyère también tiene validez: un lector voraz que no tiene ideas propias y se siente abrumado ante las dificultades de la existencia, desprestigia la lectura a los ojos de los demás. Según los sabios antiguos y modernos, la cima de la inteligencia consiste en la capacidad de abstracción, en el manejo de ideas complejas, con pocos o nulos asideros en la realidad. Según este criterio, el centenar de maestros de filosofía que se han devanado los sesos para descifrar los acertijos de Heidegger tienen derecho a ver al resto de la humanidad por encima del hombro. Pero la superioridad fundada en la sutileza especulativa también ha sido puesta en duda por algunos filósofos que sostuvieron la superioridad de la intuición sobre la abstracción. Schopenhauer creía que el principal defecto de la filosofía alemana había sido perderse en un dédalo de abstracciones, y consideraba que las mentes inferiores se refugiaban en él para ocultar su incapacidad. Como los exégetas de las universidades sobrestiman la capacidad de abstracción y forman cotos de poder para defenderla, quienes la impugnan suelen ser tachados de estúpidos. Pero la inteligencia iletrada, rica en intuiciones, ni siquiera necesita defenderse de los ataques que le lanzan los eruditos: les arroja dádivas desde el trono con una mueca sarcástica.
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