Jornada Semanal
Esther Andradi
En 1992 el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) realizaba su gran anhelo de volver a vivir en Lima después de más de tres décadas de residencia en Europa. “Tener una casa frente al mar, donde pueda pasar tardes tranquilas, interminables, mirando al poniente, escribiendo si me provoca, con uno o dos amigos, buenos discos, un buen vino, mi pequeña familia, un gato y la esperanza de sufrir poco.” Así había registrado ese deseo en su Diario personal en 1974. Y aunque no llegó a reunirse con la familia en Lima, porque su mujer y su hijo permanecieron en París, donde él los visitaba periódicamente, fue en ese departamento del malecón Souza donde el escritor disfrutó del máximo reconocimiento a su obra. En 1992 se sucedieron numerosas publicaciones, entre ellas el cuarto tomo de sus cuentos La palabra del mudo, y la quinta edición de sus Prosas apátridas. Pero nada podía alegrarlo más que la publicación de La tentación del fracaso, el primer tomo de su Diario personal. El segundo tomo se iba a publicar en 1993 y el tercero en 1995, poco después de la muerte del escritor. Es de esperar que próximamente continúe la edición de los restantes tomos.
“Al publicar este primer volumen –de los diez o doce que comprenderá bajo el título general de La tentación del fracaso–, creo inaugurar una forma de expresión literaria nunca utilizada en nuestro medio, al menos bajo la forma específica del Diario del Escritor”, escribe Ribeyro en Mayo de 1992, en el prólogo.
Atento lector de diarios íntimos, de correspondencias y de memorias, Julio Ramón Ribeyro constató, siendo muy joven, que la literatura latinoamericana carecía prácticamente de ese género literario, cultivado tan profusamente por los europeos. Eran otras épocas y no existía ni sombra de internet ni blogs ni el yoísmo literario que suele abrumar estos tiempos de exposición permanente. Cierto que ya en 1942 la editorial Espasa Calpe había publicado en Buenos Aires Lo íntimo, el asombroso registro de vida y literatura de la escritora argentina Juana Manuela Gorriti, fallecida en 1892. Aunque una vez publicado desapareció de circulación hasta el día de hoy, en que la editorial Buenavista está a punto de reeditarlo. Ni tampoco podía conocer Ribeyro el diario de su compatriota, la escritora peruana Zoila Aurora Cáceres (1877-1958), cuyo Mi vida con Enrique Gómez Carrillo iba a publicarse en Guatemala en 2008. Una excepción constituye el dramático testimonio de otro peruano, el escritor José María Arguedas, (1911-1969), que intercala su diario desgarrado y violento en su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), y registra la inevitabilidad del suicidio del autor a medida que se van volteando las páginas.
Tentaciones y fracasos
El tiempo se traga lo anecdótico, disuelve lo ditirámbico, plancha el barroco y al final sobrevive lo esencial. La obra de este peruano, contemporáneo de Manuel Scorza, Alfredo Bryce Echenique y Mario Vargas Llosa, se va agrandando a medida que pasan los años. Julio Ramón Ribeyro estudió Letras y Derecho en Lima, y en 1950 se fue a Madrid con una beca. Fue entonces que comenzó a escribir sistemáticamente su diario. Vivió más de tres décadas en París, donde realizó los más variados trabajos, hasta que se empleó en la agencia de noticias France Presse, y por último fue consejero cultural y embajador frente a la Unesco.
Se definía como un “escritor de clase media”. Nadie como él pintó, en los relatos de La palabra del mudo, los deslizamientos de ese sector social, sus aspiraciones frente a la aristocracia blanca y poderosa, su ambigüedad con el mestizaje, su desprecio por lo indígena. No coincidía este Perú que él escribía con el que esperaban encontrarse los europeos de los años sesenta y setenta. En su literatura no había suficientes indios, ni color local, ni se sucedían maravillas. Si fue tímido, como dicen quienes lo conocieron y frecuentaron, hasta creerse “de tercera división” frente a los que él definía como los “grandes” de la narrativa latinoamericana, Ribeyro es sin embargo el gran innovador de la literatura del continente. Dudoso de su capacidad literaria, autodestructivo, contradictorio, este escritor se aventuró por los caminos de lo inclasificable. En momentos en que la novela se imponía como única señora y reina de las letras, él escribió ficción mínima, fragmentos, cuentos... y se jugó en la escritura del Diario personal.
La tentación del fracaso es el registro metódico, doloroso, festivo y profundamente vinculado al oficio de su autor, del combate diario por la vida y la escritura. De sus dolores y amores, de sus fracasos, de sus dudas. Ni una sola línea de autoconmiseración, ni una pizca de piedad para el sufriente de úlcera y demás disturbios que analiza descarnadamente después de cada operación, de cada hemorragia. Pocas veces se detiene frente a ese cáncer crónico que lo invade, aunque controladamente. No se priva de nada este flaco tenaz y autocrítico.
“¿Por qué la tentación del fracaso, Julio?”, le preguntan una y otra vez los periodistas. Y el paciente Ribeyro responde que la escritura del diario a veces intenta sustituir la obra, y que esa es la tentación. “El diario íntimo es una ocupación peligrosa que puede cerrar la comunicación con los otros y confinarnos a un soliloquio estéril y secreto”, escribe en el prólogo al primer tomo, en mayo de 1992. “Puede también servirnos para, en caso de los escritores, no escribir lo que debiéramos escribir y escribir solamente acerca de los problemas y perplejidades que nos plantea nuestra vocación, de modo que el diario termina por suplantar a la obra potencial que conteníamos.”
Pero también el diario puede convertirse en el lugar donde se origina la obra. Una observación de lo cotidiano puede ser el germen de una prosa apátrida, o de un relato, o de un ensayo, de una reseña. El diario es el registro de lecturas de Ribeyro, sus preocupaciones, sus anhelos con el Perú, el hilo de Ariadna con los vaivenes del oficio de escribir.
El dinero
Tres temas se mantienen en La tentación del fracaso: La escritura, el amor, la enfermedad. Y por encima de los tres, la nube negra del dinero que nunca le alcanza. El escritor vive en la pobreza más absoluta y, cuando lo recibe, sea de su beca, de su familia o de sus eventuales trabajos, se lo gasta de golpe, en dos o tres días, y a veces hasta en una noche.
En agosto de 1954 ya había expirado su beca y su familia de Lima dejó de enviarle remesas de dinero, de modo que la situación no parecía tener salida. Fue entonces que el dueño del hotel donde se hospedaba, y al que ya no podía pagar, le ofreció un trabajo de conserje. Recibía un mínimo sueldo y tenía asegurada la habitación y en parte la comida. A cambio se encargaba del “monopolio de las funciones administrativas” y de limpiar diariamente las ocho habitaciones. Y una vez por semana baldear la escalera. “De modo que soy gerente y al mismo tiempo camarero.”
En una ocasión, la basura no fue recogida ya que el reloj no sonó, y sacó los cubos a la calle demasiado tarde. ¿Qué hacer? “Es curioso que tenga yo ahora que ocuparme de cubos de basura cuando estoy escribiendo precisamente ‘Los gallinazos sin plumasʼ. Espero que esto le otorgue a mi cuento un poco más de exactitud sicológica”, escribe, refiriéndose a su emblemático relato sobre la lucha por la sobrevivencia de dos niños que viven de los desechos, publicado en 1955.
En 1955, durante su estadía en Madrid, necesitaba diez dólares (!) para un pasaje de tren a París. El dueño de la pensión se los prestó. Como garantía, el escritor le dejó una maleta llena de libros que nunca pudo recuperar. Y conste que entonces los libros eran un preciado tesoro.
En 1956 consiguió un subsidio para estudiar alemán en Munich. En agosto de ese año consignó en su diario: “Noche catastrófica. Reeditando una de mis viejas y estúpidas salidas nocturnas he perdido anoche 150 marcos (el monto mensual de mi beca). Probablemente me los robaron en algún bar. Recuerdo haber terminado la noche en una comisaría, ebrio, discutiendo con una mujer de vida alegre. Única conclusión: no puedo seguir soltero.”
En noviembre de 1956, de regreso en París, registra: “Yo solamente pido paz, el tiempo suficiente para escribir, dinero para libros y cigarrillos. Ahora en el Jardín de Luxemburgo pasé un día horrible bajo el más hermoso sol de otoño: mi única preocupación era escaparme antes que llegara la mujer que cobra por el derecho de ocupar una silla. No tenía ni un céntimo en el bolsillo.”
Vida y literatura
El primer tomo de La tentación del fracaso abarca la década de 1950 a 1960. Son los años de formación del escritor, sus dudas acerca de si vale la pena lo que escribe, qué es la vida, la felicidad, la juventud que se va. El deseo de escribir, de “escribir algo importante”, y sin embargo “yo, yo, yo estoy aquí frente a este cuaderno, luchando contra el estilo, contra el pensamiento, contra la belleza, sin poder hacer nada, vencido...” Páginas donde disecciona la obra que va publicando, y sobre todo, el proceso de creación de esa obra. ¡Y cuánto, pero cuánto sufrimiento detrás de esos cuentos perfectos!
“Quién dios mío, quién comprenderá que cada palabra que he escrito he tenido que pensarla laboriosamente y la he puesto sin dejarme vencer casi nunca por la facilidad”, porque según Ribeyro, “la duración de una obra reside en gran parte en sus cualidades literarias. Por ‘literariasʼ entiendo el estilo, las metáforas, la armonía de la frase y de la construcción, elementos en suma sensoriales, sensuales, que muchos escritores negligen. Las ideas pasan, la expresión queda”, resumía.
Aunque escribió tres novelas, su relación con el género es contradictoria. Lo aburría el naturalismo, deseaba inventar lo que no existe, fuera de todo lo conocido. “La novela es un producto social, no individual. Brota del genio colectivo, de la herencia cultural asimilada durante siglos”, escribe. “Françoise Sagan (que con 18 años acaba de escribir una obra maestra) no hace más que recoger el rédito del vasto capital almacenado por el genio narrativo francés en el curso de su historia. Yo, detrás mío, sólo tengo leyendas, tradiciones y sainetes. Para un sudamericano es más fácil hacer una revolución que escribir una novela”, concluye.
Ribeyro no conocía términos medios: “Uno de los caracteres esenciales de mi temperamento es la avidez, la vehemencia, la voracidad. Me fumo en la mañana los cigarrillos de todo el día [...] Previsión, economía, método, son palabras que no tienen sentido para mí. Jamás he podido distribuir mis bienes en proporción a mis necesidades. Mis apetitos no tienen otro límite que la fatiga y no se extinguen sino con el abuso. Cuando bebo es para emborracharme, cuando hago el amor hasta quedarme dormido, cuando leo hasta que mis ojos inflamados no distinguen las letras.”
La enfermedad
En 1973, luego de una hemorragia que lo puso al borde de la muerte, fue operado de una úlcera. La operación le significó casi un mes en el hospital, más tiempo de recuperación... Desahuciado por el personal médico porque no aumentaba de peso, robaba las cucharitas de metal del desayuno para ponérselas en los bolsillos antes de subirse a la báscula, y así demostrar que había subido algunos gramos. Se deprimió tanto, hasta que su madre le dijo: “Si tienes que morirte, pues acéptalo.” Entonces comenzó a comer de a poco, y para su cumpleaños, el 31 de agosto, se dio cuenta de que “ya nada iba a ser como antes pero que estaba salvado.”
Por esos días escribió: “Al nacer se nos dan unas cuantas fichas y es al vivir que debemos encontrar las restantes para recomponer el rompecabezas de la realidad. Ignoro si son pocos o muchos los que logran reconstruirlo, pero yo pertenezco a aquellos que se irán del mundo sin haber visto el dibujo escondido.” Como el personaje de su cuento “Silvio en el Rosedal”, publicado en 1977, el escritor buscaba descifrar los códigos escritos en las huellas de las cosas. Acaso Julio Ramón Ribeyro intuía que la respuesta se ocultaba en la trama tejida entre el diario y su literatura. A los lectores nos toca el privilegio de descubrirla.
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