Babelia
Antonio Muñoz Molina
Una tradición es el suelo fértil del que se alimenta la invención
literaria, la roca dura en la que establece sus cimientos; también la
caja de resonancia y el muro contra el que la invención rebota y el que
golpea a veces con la voluntad de derribarlo, de construirse a sí misma
con la insolencia del saqueo. Quizás no haya originalidad más radical
que la que se levanta con materiales de derribo. Borges, convirtiendo en
paradoja irónica una idea de T. S. Eliot, conjeturó que un escritor
influye a sus antecesores, porque nos fuerza a mirarlos a través del
ejemplo que él ha establecido. De este modo, Kafka influye a Herman
Melville, que murió cuando él tenía ocho años, porque no podemos leer Bartleby el escribiente
sin pensar de inmediato en las fábulas de Kafka, sin convertir de algún
modo esa novela en una de ellas. A Borges sin duda le halagaría saber
que muchos de nosotros reconocemos su influencia sobre Miguel de
Cervantes.
En manos de la crítica casticista y nacionalista española, el Quijote se había convertido en una especie de gran catafalco patriótico, en una alegoría de nuestro ser dolorido y profundo, de nuestras esencias más espesas. Cervantes, un escritor tan poco representativo de la literatura española de su tiempo, tan ignorado como modelo por la mayoría de los narradores españoles hasta Pérez Galdós, habría creado una especie de biblia severa de la españolidad. Uno leía el Quijote y con mucha frecuencia soltaba carcajadas, y disfrutaba de los despropósitos, de ese impulso carnavalesco y rabelaisiano que hay en la novela. Pero luego estudiaba a los prebostes del noventayocho y todo era metafísica nacional y simbolismo de páramo castellano. Fue Borges, en Pierre Menard, en algunos ensayos, en unos cuantos poemas, quien primero resaltó la condición obvia de juego literario de la novela, de gran broma en serio sobre la naturaleza misma del acto de contar. Eso ya lo habían visto, desde luego, los novelistas ingleses, desde el siglo XVIII hasta bien entrado el XIX, desde Fielding y Sterne a Dickens; por no mencionar a esos otros cervantinos inmensos que son el Mark Twain de Huckleberry Finn y el William Faulkner que en Las palmeras salvajes inventa a la pareja tragicómica del preso alto y flaco enloquecido por las novelas baratas y el preso gordo y corto de estatura que solo aspira en la vida a disfrutar indefinidamente de la rutina carcelaria.
No se puede ser contemporáneo sin una tradición. Cada uno, más o menos, va eligiendo la suya, sobre todo en culturas tan sobresaltadas como las hispánicas, en las que el diálogo entre las generaciones se interrumpe con mucha frecuencia por desastres civiles, por terribles penurias que llevan a la dispersión o a la directa aniquilación de zonas enteras del pasado. Uno ve las colecciones de clásicos de otros países y tiende a quedarse abrumado y acomplejado. Una tradición no son nombres de autores y títulos de libros que flotan en el aire y que ejercen su influencia igual que se dispersa el polen de una planta: son volúmenes tangibles, son ediciones críticas, son bibliotecas en las que se custodian, son anaqueles de librerías en los que sus lomos despiertan la atención y la codicia de los lectores. En la lengua francesa está la La Pléiade, que combina de una manera insuperable el rigor textual y crítico con la sensualidad material. Los tomos de La Pléiade tienen un aspecto austero, como sería propio de una colección de obras maestras de la literatura universal, pero su tamaño se ajusta exactamente a un bolsillo, y sus tapas de piel y su papel ahuesado dejan en las manos una sensación de flexibilidad muy parecida al efecto de una caricia. La Pléiade es una colección bastante cara: pero en cualquier librería francesa hay una inundación magnífica de ediciones críticas de primera calidad en formato de bolsillo y a precios ridículos. Una edición así en tres tomos compré yo el invierno pasado de los Ensayos de Montaigne. Tan solo la tipografía está modernizada: las introducciones, las notas, resuelven las dificultades del texto y mantienen intacto el sabor del estilo y la complejidad de la lectura, mostrando a Montaigne como un hombre plenamente de su tiempo y del nuestro, el fundador de una manera de mirar y escribir, de estar en el mundo, que es tan contemporánea como esa tradición que no se ha interrumpido desde que se publicaron por primera vez los Ensayos: la escritura de la divagación, la caminata, el paseo, la mirada irónica pero no desapegada, el examen escéptico de uno mismo.
Leemos y comprendemos a Montaigne gracias al trabajo acumulado de muchas generaciones de filólogos. Yo no sabría calcular con cuántos de ellos estoy en deuda cuando leo una buena edición del Quijote, del Lazarillo de Tormes, del Buscón, de La Celestina, de la gran Crónica de Bernal Díaz del Castillo. Uno construye su propia tradición sin obedecer más límites que los de sus capacidades personales, sus afinidades o sus azares, y puede ser discípulo de autores que han escrito en muchas lenguas, pero hay secretos de la expresión que tal vez solo puede aprender en la suya propia. Inevitablemente el Quijote, La Celestina o el Lazarillo me hablan más hondo porque la lengua en la que están escritos es la de mis orígenes, en un sentido casi más biológico que cultural. Con esas palabras aprendí que se podía dar nombres a las cosas. Sumergido a medias en otro idioma que ya también se ha hecho mío, el castellano de Cervantes o de Fernando de Rojas resalta por comparación con su sonido más puro, con su rotundidad de guijarros.
Los leo de nuevo gracias a una gran hazaña colectiva de filología instigada por el profesor Francisco Rico, que a diferencia de casi todos nosotros tiene una existencia doble, porque es un erudito de carne y hueso y un personaje de novela de Javier Marías. Sin duda esa otra identidad quimérica le hace más sensible a las fantasmagorías necesarias de la literatura. Con una mezcla muy cervantina de quijotismo y determinación práctica el profesor Rico lleva muchos años empeñado en construir una biblioteca en la que están contenidos en las mejores condiciones posibles los libros fundamentales de la literatura en lengua castellana. El proyecto es menos desmesurado que el de La Pléiade, pero como estamos en España y no en Francia su cumplimiento viene siendo mucho más azaroso. La inseguridad sigue siendo la única cosa constante entre nosotros, como bien sabía Galdós, que escribió esas palabras. Más fuerza de la que se pone en construir se pone con mucha frecuencia en derribar lo ya levantado o en socavarlo para que no salga adelante, a no ser que se trate de alguna de esas arquitecturas delirantes a las que tienen o tenían tanta afición los políticos.
Pero caldea el ánimo que en tiempos como estos se reanude el esfuerzo por restituir esa biblioteca de todas las palabras mejores escritas a lo largo de siglos en nuestro idioma: no eso que se llama despectivamente el peso de la tradición, sino su impulso, su desafío constante de contar por escrito el mundo.
Biblioteca Clásica de la Real Academia Española (BCRAE). Dirección de Francisco Rico. Constará de 111 volúmenes. Los últimos publicados son Historia verdadera de la conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo; Lazarillo de Tormes; La Dorotea, de Lope de Vega, y La Celestina, de Fernando de Rojas. Real Academia Española / Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. www.bcrae.es.
antoniomuñozmolina.es
En manos de la crítica casticista y nacionalista española, el Quijote se había convertido en una especie de gran catafalco patriótico, en una alegoría de nuestro ser dolorido y profundo, de nuestras esencias más espesas. Cervantes, un escritor tan poco representativo de la literatura española de su tiempo, tan ignorado como modelo por la mayoría de los narradores españoles hasta Pérez Galdós, habría creado una especie de biblia severa de la españolidad. Uno leía el Quijote y con mucha frecuencia soltaba carcajadas, y disfrutaba de los despropósitos, de ese impulso carnavalesco y rabelaisiano que hay en la novela. Pero luego estudiaba a los prebostes del noventayocho y todo era metafísica nacional y simbolismo de páramo castellano. Fue Borges, en Pierre Menard, en algunos ensayos, en unos cuantos poemas, quien primero resaltó la condición obvia de juego literario de la novela, de gran broma en serio sobre la naturaleza misma del acto de contar. Eso ya lo habían visto, desde luego, los novelistas ingleses, desde el siglo XVIII hasta bien entrado el XIX, desde Fielding y Sterne a Dickens; por no mencionar a esos otros cervantinos inmensos que son el Mark Twain de Huckleberry Finn y el William Faulkner que en Las palmeras salvajes inventa a la pareja tragicómica del preso alto y flaco enloquecido por las novelas baratas y el preso gordo y corto de estatura que solo aspira en la vida a disfrutar indefinidamente de la rutina carcelaria.
No se puede ser contemporáneo sin una tradición. Cada uno, más o menos, va eligiendo la suya, sobre todo en culturas tan sobresaltadas como las hispánicas, en las que el diálogo entre las generaciones se interrumpe con mucha frecuencia por desastres civiles, por terribles penurias que llevan a la dispersión o a la directa aniquilación de zonas enteras del pasado. Uno ve las colecciones de clásicos de otros países y tiende a quedarse abrumado y acomplejado. Una tradición no son nombres de autores y títulos de libros que flotan en el aire y que ejercen su influencia igual que se dispersa el polen de una planta: son volúmenes tangibles, son ediciones críticas, son bibliotecas en las que se custodian, son anaqueles de librerías en los que sus lomos despiertan la atención y la codicia de los lectores. En la lengua francesa está la La Pléiade, que combina de una manera insuperable el rigor textual y crítico con la sensualidad material. Los tomos de La Pléiade tienen un aspecto austero, como sería propio de una colección de obras maestras de la literatura universal, pero su tamaño se ajusta exactamente a un bolsillo, y sus tapas de piel y su papel ahuesado dejan en las manos una sensación de flexibilidad muy parecida al efecto de una caricia. La Pléiade es una colección bastante cara: pero en cualquier librería francesa hay una inundación magnífica de ediciones críticas de primera calidad en formato de bolsillo y a precios ridículos. Una edición así en tres tomos compré yo el invierno pasado de los Ensayos de Montaigne. Tan solo la tipografía está modernizada: las introducciones, las notas, resuelven las dificultades del texto y mantienen intacto el sabor del estilo y la complejidad de la lectura, mostrando a Montaigne como un hombre plenamente de su tiempo y del nuestro, el fundador de una manera de mirar y escribir, de estar en el mundo, que es tan contemporánea como esa tradición que no se ha interrumpido desde que se publicaron por primera vez los Ensayos: la escritura de la divagación, la caminata, el paseo, la mirada irónica pero no desapegada, el examen escéptico de uno mismo.
Leemos y comprendemos a Montaigne gracias al trabajo acumulado de muchas generaciones de filólogos. Yo no sabría calcular con cuántos de ellos estoy en deuda cuando leo una buena edición del Quijote, del Lazarillo de Tormes, del Buscón, de La Celestina, de la gran Crónica de Bernal Díaz del Castillo. Uno construye su propia tradición sin obedecer más límites que los de sus capacidades personales, sus afinidades o sus azares, y puede ser discípulo de autores que han escrito en muchas lenguas, pero hay secretos de la expresión que tal vez solo puede aprender en la suya propia. Inevitablemente el Quijote, La Celestina o el Lazarillo me hablan más hondo porque la lengua en la que están escritos es la de mis orígenes, en un sentido casi más biológico que cultural. Con esas palabras aprendí que se podía dar nombres a las cosas. Sumergido a medias en otro idioma que ya también se ha hecho mío, el castellano de Cervantes o de Fernando de Rojas resalta por comparación con su sonido más puro, con su rotundidad de guijarros.
Los leo de nuevo gracias a una gran hazaña colectiva de filología instigada por el profesor Francisco Rico, que a diferencia de casi todos nosotros tiene una existencia doble, porque es un erudito de carne y hueso y un personaje de novela de Javier Marías. Sin duda esa otra identidad quimérica le hace más sensible a las fantasmagorías necesarias de la literatura. Con una mezcla muy cervantina de quijotismo y determinación práctica el profesor Rico lleva muchos años empeñado en construir una biblioteca en la que están contenidos en las mejores condiciones posibles los libros fundamentales de la literatura en lengua castellana. El proyecto es menos desmesurado que el de La Pléiade, pero como estamos en España y no en Francia su cumplimiento viene siendo mucho más azaroso. La inseguridad sigue siendo la única cosa constante entre nosotros, como bien sabía Galdós, que escribió esas palabras. Más fuerza de la que se pone en construir se pone con mucha frecuencia en derribar lo ya levantado o en socavarlo para que no salga adelante, a no ser que se trate de alguna de esas arquitecturas delirantes a las que tienen o tenían tanta afición los políticos.
Pero caldea el ánimo que en tiempos como estos se reanude el esfuerzo por restituir esa biblioteca de todas las palabras mejores escritas a lo largo de siglos en nuestro idioma: no eso que se llama despectivamente el peso de la tradición, sino su impulso, su desafío constante de contar por escrito el mundo.
Biblioteca Clásica de la Real Academia Española (BCRAE). Dirección de Francisco Rico. Constará de 111 volúmenes. Los últimos publicados son Historia verdadera de la conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo; Lazarillo de Tormes; La Dorotea, de Lope de Vega, y La Celestina, de Fernando de Rojas. Real Academia Española / Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. www.bcrae.es.
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