sábado, 12 de mayo de 2012

El (nuevo) malestar en la cultura/ y III

12/Mayo/2012
Milenio
Ariel González Jiménez

No debe servir de consuelo, pero es necesario hacerlo notar: si lo que conocíamos como alta cultura no pasa por una buena racha, tampoco en la acera de enfrente, eso que ilusamente se dio en llamar contracultura, goza de buena salud. En caso de que no sea ya un cadáver, es hoy por hoy una mera estrategia mercadotécnica, una tarjeta de presentación que abre puertas y convoca tontos por doquier.
Desde que los rockeros son nombrados caballeros o premiados por vetustas monarquías; desde que los vanguardistas de las artes visuales actúan como gerentes de una empresa (nada artística); desde que los revolucionarios, de Marx al subcomediante Marcos (perdón, así le llamábamos casi con cariño), son llaveros, playeras, calzoncillos y carteles; desde que el “nuevo periodismo” privilegió la ficción literaria por sobre los hechos y su análisis (hasta construir realidades que solo quien las redacta reconoce); en fin, desde todos estos indicios, cabe reflexionar sobre ese momento de máxima confusión que vivimos.
Y quizás el problema menor es el que apunta Mario Vargas Llosa en su nuevo libro La civilización del espectáculo: “… han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura, a los seres cultos de los incultos. Hoy ya nadie es inculto o, mejor dicho, todos somos cultos”.
Como en un gran coctel de fanfarrones, priva la impostura culta: la gente que sabe de todo, los sensibles a toda manifestación artística y, desde luego, los indignados por diversas causas que es muy bueno (y muy rentable) abrazar.
Dice Vargas Llosa: “Queríamos acabar con las élites, que nos repugnaban moralmente por el retintín privilegiado, despectivo y discriminatorio con que su solo nombre resonaba ante nuestros ideales igualitaristas y, a lo largo del tiempo, desde distintas trincheras, fuimos impugnando y deshaciendo a ese cuerpo exclusivo de pedantes que se creían superiores y se jactaban de monopolizar el saber, los valores morales, la elegancia espiritual y el buen gusto. Pero hemos conseguido una victoria pírrica, un remedio peor que la enfermedad: vivir en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué cosa es la cultura, todo lo es y ya nada lo es”.
Y todo eso es cierto, pero más aún lo es —y esa es precisamente la distancia esencial que creo hay que tomar con respecto de lo que dice Vargas Llosa– el hecho de que siempre lo ha sido: las élites, una y otra vez, han visto perder su hegemonía y muchas más veces han tenido que reconstituirla ante los embates del vulgo, los reformadores, los radicales o los llamados posmodernos. Incluso en una sociedad como la griega o la romana, dividida claramente entre hombres libres (aptos para disfrutar de la poesía, debatir la política, apreciar la oratoria y el teatro) y esclavos (dedicados a realizar las faenas más vulgares), constantemente surgían voces y manifestaciones que podían hacer pensar que la cultura no se mantenía en un nicho puro y perfecto. Personajes como Crates o Diógenes introducían desde entonces mucho ruido entre la capa pensante de la sociedad y los demás estamentos.
En distintas épocas no han faltado quienes hagan sonar las campanas de alarma frente al avance de la vulgaridad o la decadencia. Hoy, con mayor razón en un clima de masificación de las nuevas tecnologías, para apuntar un ingrediente adicional, no es la excepción.
La incomodidad de Mario Vargas Llosa frente a este nuevo panorama es comprensible aunque no compartible. Menos aún su pesimismo. El cine, las artes visuales, el teatro o la misma literatura, nunca han sido (por fortuna) lo que creíamos que eran; sus épocas de oro lo fueron tanto como lo siguen siendo hoy en la medida en que se produzca la chispa del arte. Por supuesto, hay grandes periodos de creación que son susceptibles de reconocimiento especial, pero no podemos ningunear la actualidad, por lo menos no en conjunto, en aras de ensalzar tiempos felices donde todo era ideal.
En su ensayo El intelectual melancólico (Anagrama, 2011), Jordi Gracia escribe:
“El melancólico deja de comprender de golpe, atosigado con tanta vulgaridad, que esa muchedumbre de libros y obras en circuitos masivos y comerciales no se dirigen a él sino a otros, y satisfacen boberías más modestas y humildes o menos sofisticadas que las suyas…, sin dañar ni perjudicar a las suyas, sin rebajarlas ni afectarlas y, mucho menos, sin impedir la difusión simultánea de sus exquisitas producciones…”
De tan complejo, el fenómeno cultural merece de cuando en cuando dudas y reflexiones como las de Mario Vargas Llosa. Su melancolía responde a un momento de gran confusión, ciertamente, pero acaso olvida que la belleza, las grandes emociones del verdadero arte, el regocijo intelectual, el placer de la palabra y la música, se sobreponen todo el tiempo al maremágnum en el que surfea el espectáculo.
Parece un milagro. Y lo es.

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