sábado, 3 de marzo de 2012

Un ensayo es un ensayo es un ensayo

3/Marzo/2012
Laberinto
Luigi Amara

Hay que ser “muy mula”, como dice Yépez con su estilo lleno de poesía y ponencia, para interpretar que la vuelta a Montaigne comporte la idea de quedarse allí. Con afán de puya y una manía simplificadora incomparable, cuestiona que al asociar al ensayo con la serpiente lo haga “para evitar que mude de piel”. Más allá de que es improbable que yo pueda impedir nada, Yépez pasa por alto el epígrafe —si no es que el meollo del asunto—: “El ensayo no puede ser otra cosa, ya que le está permitido serlo todo”. La condición de la serpiente es mudar de piel, pero no puede dejar de ser serpiente.

Además de las simplificaciones, a Yépez le encantan las metáforas sobre la petrificación y la máscara. Es natural: usa la rancia estrategia de convertir en guiñol lo que lee, para luego darle de palos. Cuando conoció la idea de Bacon de atentar contra los ídolos de la tribu, la entendió en clave de piñata. El problema es que, tras su sesión acaso terapéutica de dale y dale, no se da cuenta de que el espantajo que creó está hueco y que así no gana un cacahuate.

Yépez, siempre original, aboga por un ensayo que hibride, es decir, no quiere desmontar el centauro de Alfonso Reyes. Insiste en su carácter teórico sólo para decir que, fuera de la psicohistoria que practica, todo es repostería y amenidad. No sin razón, cree que a la literatura mexicana le hace falta discutir ideas; se embrolla cuando señala que la vía es un regreso a las tesis. Al contrario de Lutero, que clavó la suya en la puerta y se encerró hasta no demostrarla, el ensayista se olvida de esa tesis y de esa puerta para enfrentar directamente las cosas. Quizá no vaya muy lejos, pero nada más contrario a la estrategia del avestruz, que en todo caso se respira en los cubículos. La preocupación de Yépez es clara: ¿cómo convertiría sus clases en ponencias para luego publicarlas con el título excesivo de “ensayos”? El reciclaje académico precisa de esa confusión.

Subrayar el cariz personal del ensayo lo interpreta como una posición ególatra, donde el escritor se solaza en el juego solipsista con su yo-yo. Haría bien en abrir el libro de Montaigne y advertir que rebosa en temas e ideas, y que aun sus naderías rara vez son evasiones. Para alguien que arroja sentencias desde la cúspide de La Verdad, el prisma falible de la subjetividad ha de saber a muy poco. Seguro le molesta que, ocupado en sí mismo, el ensayista no tenga por tema a Heriberto Yépez, único eje del ego válido.

Apoyarse en Montaigne equivale, para él, incurrir en argumento de autoridad, un gesto de castración y conservadurismo retrógrado. No concibe otra forma de traer al presente la tradición sino convirtiéndose en “tradicionalista”. Si la operación de elevar al cuadrado no estuviera hoy desprestigiada, diría que el énfasis del ensayo ensayo es potenciarlo: apoyarse en su linaje para mutar sin traicionarse. Coincidimos en que un género degenerado no puede prescindir de la experimentación y la audacia; la “resta” está en aferrarse a llamar “ensayo” aquello que ni siquiera lo intenta.

Los fantasmas de la autoridad empañan sus anteojos cuando juzga sintomático que mi texto se publique en Letras Libres. Como ya acometió la crítica de Alejandro Rossi, al reciclarla cree que desacredita en bloque. Así procede: la “belleza intrépida” la busca con la brocha más gorda. No sólo piensa desde el pasado —la literatura como camarillas—, sino que se empantana en supersticiones geográficas. La idea del “Norte”, su principal brújula, lo tiene norteado.

Lo que Yépez no dice, pero pudo decir, es que si el ensayo surgió como una forma de la modernidad, tal vez no sea apto para abandonarla. Quizás el ensayo sea incapaz de resistir la desaparición del sujeto y la muerte de la literatura y la derrota del lenguaje en manos del mercado y la academia. En ese caso habríamos de desmontarlo todo, escribir completamente diferente, como hizo Montaigne en el amanecer de una era. Pero entonces, ¿para qué llamar a esa nueva forma ensayo?

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