domingo, 26 de febrero de 2012

Un precursor de genios

26/Febrero/2012
Jornada Semanal
Esther Andradi

Algunos prefieren llamar “secreta” a la literatura que por diversas razones no alcanza la gloria de la popularidad. Secretas sí, para el gran público, pero no para esos lectores voraces que suelen ser los colegas escritores. Así, hay obras cuyo destino parece ser el de nutrir literaturas y crear linajes, arriesgando nuevas formas de narrar y pensar, aun a costa de su propia posteridad. Son literaturas “madres”. A diferencia de los padres literarios, las “literaturas madres” son abiertas, pródigas, inconclusas. Sus descendientes, los escritores-lectores que tuvieron el privilegio de acceder a esa obra “secreta” se alimentarán de su genialidad, con la convicción que habría sido negligencia no imitar esa senda. Las palabras no son mías, sino del escritor Jorge Luis Borges, pronunciadas frente a la tumba de su colega Macedonio Fernández hace sesenta años, en febrero de 1952.

Escritor fuera de serie, Macedonio Fernández nació en Buenos Aires en 1874. Estudió abogacía, simpatizó con las ideas revolucionarias del fin del siglo XIX, y en 1897 fundó con otros intelectuales una colonia anarquista en la selva paraguaya que terminó poco después de comenzar. Por entonces creía en la capacidad del socialismo para responder “muy satisfactoriamente a la pregunta económica del problema social”, aunque advertía también que el “drama del mundo” contiene “muchas otras interrogaciones”. En 1901 se casó con Elena de Obieta, con quien tuvo cuatro hijos. En 1905 inició una correspondencia con el filósofo y psicólogo estadunidense William James, hermano del escritor Henry James, relación epistolar que se mantuvo hasta la muerte de James en 1910. En ese año fue nombrado fiscal en el Juzgado Letrado de Posadas, en el noreste del país, donde también fue director de la biblioteca y conoció al escritor Horacio Quiroga. Se cuenta que lo despidieron porque nunca condenó a nadie.

Trabajó como abogado hasta que la muerte de su esposa, en 1920, provocó una ruptura radical en la vida de Macedonio. Los niños pasaron al cuidado de familiares mientras él abandonó para siempre su profesión y se dedicó a escribir como un loco, viviendo en modestas pensiones. Sus únicas propiedades eran una sartén, un calentador, una pava para el mate, una guitarra y una fotografía de William James.

Desde esas pensiones oscuras Macedonio se convirtió en el referente de la vanguardia intelectual rioplatense de los años veinte, con jóvenes promesas como Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal o Raúl Scalabrini Ortiz.

En un mundo de apariencias y escalafones, de premios y homenajes, Macedonio eligió la austeridad, el aislamiento y el desdén de lo mundano. Aunque no dejó de interesarse por su tiempo. En 1927 se postuló a la Presidencia. Inventó su propia candidatura como un golpe de humor, a fin evidenciar las debilidades del escenario político argentino. En los años treinta apoyó a su amigo Scalabrini Ortiz en sus postulados de un “nacionalismo popular anticolonialista”. Por la misma época le escribió a Alfonso Reyes declarándole su interés por su carrera de “artista y de obrero de la iberoamericana identidad”.

La pasión de este nómade urbano fue el pensar; mejor dicho el pensarescribiendo. Y escribió como ninguno antes que él. Inventó artefactos literarios de todo tipo para expresar el caoscosmos. Cultivó el arte de los brindis, de los saludos, de los prólogos, de los comienzos. Y de hecho se convirtió en maestro de la vanguardia, del humor, del ultraísmo, de lo real maravilloso. Su obra es, pues, madre de literaturas. Hay trazos de Macedonio en Ricardo Piglia y en Gabriel García Márquez, en Clarice Lispector y en Italo Calvino (Si una noche de invierno un viajero parece inspirada en El museo de la novela la eterna), en el absurdo que derrocha María Elena Walsh, y en la historieta argentina, desde Fontanarrosa hasta Quino. La macedónica frase “Buenos días Mundo, siempre fenomeneando” (de Cuadernos de todo y nada) parece salida de la boca de Mafalda... cincuenta años antes que Quino le diera vida. Y Jorge Luis Borges, más que dilecto heredero, admitió frente a su tumba “Yo, por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio.” Macedonio narra esta relación con su particular estilo en su autobiografía escrita para la revista Sur (ver Macedonio Mix).

En un texto de 1948 Ramón Gómez de la Serna escribió acerca del mundillo intelectual rioplatense:

Entre esa mezcla que tiene todos los matices, hay un literato singular, el que más admiro yo, porque ha reunido la arquitectura del pensamiento y la lengua española a la arquitectura criolla: Macedonio Fernández, que lleva sesenta años sin ser visto, cuando es el precursor de todos.

Pero no solamente fue venerado hasta el plagio. También fue ninguneado. Manuel Mujica Láinez lo trató de “loco y mamarracho, sólo digno de ser escuchado”, y Adolfo Bioy Casares confesó en 1976 su perplejidad ante los escritos de Macedonio, cuya fama consideraba un invento de Borges.

El museo de la novela la eterna se publicó en 1967, quince años después de su muerte. Escrita en tres momentos de su vida, a los treinta, continuada a los cincuenta y a los setenta y seis. Correcciones, críticas, borradores: ese es su argumento, el hilo desesperadamente difícil de encontrar. Macedonio es el teórico de la novela, la novela buena y la novela mala, el que desarma los géneros tradicionales apenas ingresado el siglo XX: zurcidos, remiendos, comienzos y retrocesos, recomendaciones... es la novela ilegible de Macedonio: “He logrado en toda mi obra escrita ocho o diez momentos en que, creo, dos o tres renglones conmueven la estabilidad, la unidad de alguien.” Su argumento es el lenguaje. La novela de Macedonio es el desmontaje de la novela.

“Filósofo de un país sin filosofía”, Macedonio Fernández se propuso abrazar la muerte del yo como forma superior de la vida. Casi un imposible para un argentino. Y, sin embargo, parece haberlo conseguido. Su obra permaneció invisible durante décadas, camuflada en la trama de las literaturas que lo sucedieron.

Murió el 10 de febrero de 1952, a los setenta y ocho años.



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