domingo, 26 de febrero de 2012

De la escritura como ausentamiento

26/Febrero/2012
Jornada Semanal
Julio Prieto

En un cuaderno inédito, hacia 1939, Macedonio Fernández anota: “Artistas: el inventor de colmos de Importunación –El extremador de redondeces.” En arte, según esto, habría dos posibilidades: a) importunar, perturbar inventando algo nuevo; b) agradar perfeccionando lo ya inventado. Dos extremos, dos programas para el arte: la ética de la invención, la estética del pulir y redondear. Claro que esos extremos –inventar, redondear– en cierto modo se dan en toda obra de arte. Por un extremo, la obra de arte se aproxima a lo “ilegible”, corre el riesgo de inventar hasta el punto de hacerse invisible, al diferir al futuro sus condiciones de inteligibilidad; por el otro, se expone a la redundancia, a agotarse en la nitidez de lo que meramente agrada en el presente. En las letras latinoamericanas (y más allá de ellas) pocos se entregaron al extremo de la invención de manera tan colmada de futuro como Macedonio Fernández.

Es sabido que en el siglo XX hubo un modo relativamente codificado de hacerse visible “importunando”: es lo que suele llamarse arte “vanguardista” –o bien eso que Octavio Paz denominara la “tradición de la ruptura”. La obra de Macedonio Fernández no es por cierto ajena a una voluntad de “importunar y perturbar” asociable a las vanguardias históricas, y de hecho tiene vínculos específicos con los movimientos de vanguardia que surgen en Buenos Aires hacia 1920. Pero no es menos cierto que su escritura pone en juego un arte de la invisibilización que no acaba de concordar con ciertas inercias –ciertas estridencias en el “hacerse visible”– típicas de los movimientos de vanguardia. Macedonio es, si se quiere, un vanguardista “ex-céntrico”: un irónico caballero porteño propenso a inventar “colmos de importunación”, así como a lo que en una de sus humorísticas semblanzas autobiográficas llama “una asiduidad de faltar casi enternecedora”. Como el personaje homónimo de su Museo de la novela de la eterna, Macedonio tiene algo de “inexistente caballero”: en él llaman la atención el ingenio y radicalidad inventiva de sus “artefactos de importunación” no menos que la sutileza con que pone en juego un arte del ausentamiento –cuestión no baladí en quien concibe la escritura como una suerte de disappearing act. Parafraseando a otro excéntrico escritor rioplatense, el Vizconde de Lascano Tegui, autor de una narración deliciosamente peregrina, De la elegancia mientras se duerme (1925), en Macedonio habría que hablar de “la elegancia mientras se importuna”.

Artefactos de importunación: la “novela que no comienza” –en sus varias versiones: la novela diferida por un interminable sucesión de prólogos (el Museo de la novela de la eterna), la novela que sólo comienza (Una novela que comienza–; el “título-texto” (es decir, el título que prescinde de un texto subsiguiente) o el “paréntesis de un solo palito” –recurso coherente con el programa de “escribir mal y pobre”–; la narración que aspira a “propinar un chichón en la frente del leer”, propósito inseparable de la drástica reducción (¿o ilimitada expansión?) de la literatura al logro de un momento de Conmoción Conciencial que desvanezca en el lector la ilusión del yo –punto en que la “ex-ficción” macedoniana se confunde con su escritura filosófica, y en particular con su tesis del “almismo ayoico”.

Mención aparte entre los colmos de importunación macedonianos merece el proyecto de histerización del espacio público que Macedonio pone en juego en los años veinte en su humorística campaña presidencial: proyecto de política-ficción en que la campaña electoral se solapa con la ejecución de una “novela salida a la calle” (una novela fugada del libro que es también el Museo de la novela, cuyo elenco de personajes “inexistentes” es encabezado por un “Presidente”, indisimulado alter ego del autor). En el capítulo 6 del Museo de la novela se enumeran algunas estrategias de “histerización”: diseminación aleatoria de objetos irritantes (escaleras de peldaños desiguales, peines con púas por ambos lados, cucharillas de café pesadas como armarios roperos, armarios roperos livianos como plumas), distribución municipal de “pelmazos”, gordos y cojos que entorpezcan el tráfico por las calles hasta un punto insoportable –todo lo cual haría inevitable el advenimiento de un Presidente redentor de tantas ignominias...

En cuanto al arte del ausentamiento, sería difícil no ver cómo la elusiva peripecia biográfica de Macedonio se confabula con su singular concepción de la escritura. De un lado, Macedonio pone en juego una figura autorial nomádica que se construye por así decir “en esfumato”, a partir de una peculiar dinámica de apariciones y desapariciones. Es una figura que hasta hoy forma parte de la mitología urbana de Buenos Aires y que empieza a esbozarse en 1920, cuando tras la muerte de su esposa, Elena de Obieta, Macedonio pasa de provecto ciudadano y pater familias a una vida de escritor vagabundo –una vida de pensamiento y escritura itinerante que transcurre entre oscuras pensiones y casas de amigos, entre la capital porteña y distintas localidades de provincia. Es la época en que entra en contacto con los círculos vanguardistas de Buenos Aires –la época en que comparte proyectos con Oliverio Girondo, Norah Lange, Xul Solar, Gómez de la Serna– y, crucialmente, la época en que inicia un intenso diálogo con Borges –momento decisivo que marca el punto de un cruce de ideas y visiones artísticas de largas consecuencias en las letras del siglo XX.

De otro lado (o por otra vertiente del mismo lado), Macedonio practica una suerte de escritura “en fuga”. En la visión macedoniana, la literatura interesa menos como técnica de representación que como una suerte de arte del desaparecer: lo que Macedonio llama Prosa de Belarte es algo en que se solapan un cierto ethos de la discreción criolla –“‘Cuanto menos bulto más claridad’ debe ser criollo, tiene gracia, disimulo”, anota en uno de sus cuadernos– y un ejercicio del humor como pensamiento del no-lugar. Es una práctica que continuamente pone a la deriva los lugares establecidos y que aplica un principio de descarrilamiento discursivo. En el Museo de la novela, Macedonio razona: “Todo en arte debe jugar, derogar”. Consecuente con esa idea, su escritura se especializa en el abandono del lugar y en el arte de trenzar “el hilo del tema con tema de otro hilo”: en ella continuamente estamos pasando de la ficción a la metafísica, de la metafísica al humor, del humor al desgarrón lírico o a la visión mística… Es decir, es una escritura que ostenta en alto grado la cualidad de umbralidad: una querencia por los pasajes y zonas de transición entre los discursos –por las zonas de penumbra cultural e institucional. De ahí su tendencia al cultivo de la escritura en forma de “inframínimos”, para tomar prestada la noción de Marcel Duchamp, otro notorio inventor de “importunaciones” que en 1918 vivió ocho meses en Buenos Aires sin que al parecer sus pasos se cruzaran con los de Macedonio (aunque sus visiones artísticas se crucen en tantos sentidos: desde la investigación de lo inframince a la propuesta de un arte “no retiniano” o lo que Macedonio llama “el etcétera en pintura”). Un arte de lo infratextual y lo paratextual (formas mínimas o marginales como el brindis, el chiste, el prólogo, la nota a pie de página) que Macedonio opone a la tradición de la “Tonelada Estética.” De ahí, también, la alacridad en la invención de microdisciplinas y formas discursivas “desaparecientes”: la Astronomía de Balcón o Astronomía Poca, la Estética de la Siesta, la Metafísica del Impensador, la Novelística “por fuera” del texto o la Sombrología, que define así en una nota publicada en 1948 en la revista cubana Orígenes: “Investigación del carácter por el perfil de sombra de la persona en las paredes.”

La elegancia del “importunar” y la escritura “en desaparición” son indisociables de una concepción del humor cuya sutileza y capacidad inventiva tal vez no tenga otro parangón en las letras modernas que el humor cervantino. Más allá del cultivo del chiste, el humor en Macedonio es un modo de pensar el lado de ausencia de las cosas, los continuos y paradójicos entrelazamientos del ser y el no ser. Un ejemplo clásico: “Fueron tantos los ausentes que si llega a faltar uno más no cabe.” Otro, que rescato de uno de sus cuadernos:

–Me parece que lo he conocido a Ud. antes.
–Por mi parte, no recuerdo.
–¿No sería en Tucumán, el año pasado?
–No, no puede ser porque allí no he estado nunca.
Queda reflexionando el otro; luego responde:
–¡Ah! Entonces, como yo tampoco he estado en
Tucumán, deben haber sido otros dos.


Macedonio es entonces un vanguardista peregrino: un anacrónico caballero criollo y quijotesco –un humorístico pensador de inexistencias cuyo ingenio “importunador” (cuya capacidad de conmover e inquietar), como el de aquel famoso y no menos “inexistente” caballero andante, radicaría en la fuerza perturbadora del anacronismo. El anacronismo tiene múltiples dimensiones en Macedonio, empezando por el hecho de iniciar su andanza literaria con una generación de retraso. Contemporáneo de Darío y Lugones (nacido en 1874, de hecho es un mes mayor que Lugones), Macedonio dejó pasar la brillante oleada del modernismo escribiendo oscuros ensayos de metafísica, y sólo iniciará lo que llama su “aventura de arte” una vez cumplidos los cincuenta años, estimulado por las propuestas de los jóvenes ultraístas. (El desinterés de Macedonio por el programa estético del modernismo no es de extrañar en quien se propusiera explorar en arte el “descompás” –un descompás acorde con lo “arrítmico” de la vida. La visión artística de Macedonio estaría resumida en la pregunta que le hace en cierta ocasión al musicólogo Carlos Paz: “¿Sería posible una música sin ritmo?”) Ese “destiempo” de la escritura es un elemento insoslayable de la invención macedoniana –en cierto modo podríamos hablar de un arte del retardo, así como Duchamp llama a una de sus obras: “retardo en vidrio”. Crucial en el anacronismo macedoniano es la dimensión prospectiva y utópica del destiempo que emerge en el proyecto de la “novela a venir”. Lo que llega con retardo está ligado a lo que se adelanta a su tiempo: la novela que no acaba de empezar, que se escribe en el modo de la promesa, en una serie de anuncios, fragmentos y primicias que conforman el mito de la novela macedoniana (de suerte que cuando en 1967, quince años después de la muerte de su autor, finalmente se publicó el Museo de la novela, no fueron pocos los que expresaron su sorpresa de que Macedonio, más allá de prometer la “Primera Novela Buena”, se hubiera tomado el trabajo de escribirla). Novela cuyo retardo no es ajeno al hecho de que en cierto modo sea una obra necesariamente póstuma: una obra de conclusión “imposible” que más allá de que su composición, como el Gran vidrio duchampiano o el Work in Progress, de Joyce, se extienda a lo largo de varias décadas (los primeros esbozos del Museo de la novela son de los años veinte, las últimas versiones de los años inmediatos a la muerte de su autor, en 1952), encontraría su realización en las distintas reescrituras de esa “novela a venir” que Macedonio deja abierta a las generaciones futuras –“la dejo libro abierto”, propone en uno de sus provisorios finales, en la esperanza de que futuros lectores sabrán escribirla mejor. Predicción que en más de un sentido corrobora la historia de la literatura argentina (si no buena parte de la latinoamericana), entre cuyas líneas más inventivas se encuentra la diversa actualización de la “novela a venir” macedoniana. Otro modo de decir que Macedonio, el “inexistente” caballero, sigue escribiendo en ausencia, sigue saliendo a aventuras de lectura y escritura –y a buen seguro seguirá extraviándose y extraviándonos por los invisibles caminos de la invención.

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