Milenio
Un fantasma recorre el mundo de la escritura en español: es el fantasma del plagio. Lo esgrimieron, en alguna de sus formas, los que preocupados por la propiedad y el prestigio lograron retirar de circulación el Remake de Fernández Mallo. Lo blandieron aquellos que, luego de mostrar evidencias encontradas en artículos periodísticos, obligaron a la renuncia de Sealtiel Alatriste, un alto funcionario de la UNAM. Estuvo ahí, como figura amenazante, en la demanda que se inició contra Pablo Katchadjian y su Aleph engordado. Los casos, se nota, son distintos. Una cosa es, en efecto, utilizar el texto de otros para cuestionar el texto mismo y las nociones imperantes de autoridad y propiedad; y otra cosa distinta es utilizar el texto de otros para refrendar nociones imperantes de autoridad y propiedad. Pero a ojos del plagio, es decir, a ojos de quienes empuñan esta figura para mantener el estado de las cosas, el plagio es ahistórico, transparente, y siempre igual a sí mismo. Nada más lejos de la verdad. El que esta discusión se haya desatado en tantos frentes al mismo tiempo sólo es indicación de que el contexto digital en que vivimos —uno que hace del uso del copy-paste un ejercicio cotidiano— modifica, y esto a niveles tanto estéticos como políticos, el significado de este concepto e, incluso, su práctica.
Este es un artículo estrictamente literario sobre una de las estrategias de escritura más polémicas y abundantes en la era digital: la apropiación de textos que bien puede manifestarse a través del reciclaje, la copia, la recontextualización, y el dialogismo inter o transtextual, entre otros. Tal como lo ha señalado la prominente crítica norteamericana Margorie Perloff, una de las repercusiones casi inmediatas del contacto entre escritura y tecnología digital ha sido la proliferación de textos que privilegian el diálogo, ya sea con textos anteriores o con textos producidos en otros medios, a través de procesos que podrían denominarse como de escrituras atravesadas —todos ellos métodos que le permiten al escritor establecer una participación mayor en la producción y, en su caso, la subversión del discurso público. No es extraño que formas de escritura que se configuraron gracias a citas textuales, ya sea documentadas o no—
en el corpus literario de la lengua inglesa basta con mencionar La tierra baldía, de T.S. Elliot, por ejemplo, o los multilingües Cantos, de Ezra Pound, o, en alemán, aunque para ser precisos en realidad en varias lenguas, la monumental obra de Walter Benjamin en sus Pasajes sean releídas ahora como precursoras de estrategias textuales que, por fin, han encontrado su momento de realización, cuando no de culminación, en la tecnología de la que disponen los escritores del nuevo siglo. A estas estrategias, cuyos orígenes históricos podrían también rastrearse tanto en el concretismo de mediados del siglo XX como en las poéticas oulipianas fundadas en Paris alrededor de la década de los 60s, Perloff las ha organizado bajo el concepto de estética citacionista. Se trata, pues, de un corpus de trabajo fundamentalmente dialógico que cuenta, además, con una enorme capacidad para moverse —para mutar, dirían algunos— entre distintos soportes o plataformas, y que insiste, luego entonces, en la práctica incesante de la re-escritura. Un texto citacionista nunca, luego entonces, es original. Es más: un texto citacionista descree, fundamental y radicalmente, del concepto de originalidad. La invención, esa ilusión tan entrañable para el creador del XIX, ha dado lugar así a la apropiación textual como la marca misma de la revolución digital de nuestros días.
Muchos han reaccionado con suspicacia, cuando no abierto rechazo, ante este nuevo estado de las cosas. Algunos han optado por hacer como si nada estuviera pasando y denostan, como denigrante y denigrada, a toda forma de escritura digital. Otros, viendo amenazado el otrora sacrosanto concepto de propiedad autorial, temen por los efectos económicos y legales que representa esta embestida de los bárbaros. Existen incluso los que, temiendo por el destino de sus regalías, han anunciado que se niegan a escribir más. Pero muchos también han reaccionado con gran entusiasmo, con algo que se parece mucho a un cierto gozo crítico ante las posibilidades de escritura que apenas se empiezan a vislumbrar. De entre todos, tal vez sean los conceptualistas norteamericanos y los mutantes españoles los que han producido las primeras obras abiertamente citacionstas de nuestra época. Ahí está, por ejemplo, la obra completa de Kenneth Goldsmith, cuyo bagaje teórico y didáctico queda brillantemente establecido en su reciente Uncreative Writing. Managing Language in the Digital Era. Este autor, que ha copiado literalmente un número entero del New York Times (en su libro Day), o que ha transcrito también de manera literal los mensajes de tránsito que se captan por la onda corta (en su libro Traffic), y que regularmente da clases sobre los beneficios literarios del plagio en la Universidad de Pennsylvania, fue invitado, por cierto, a la Casa Blanca junto con otros poetas connotados no hace tanto. [Para el lector interesado: en el TL de @roman-lujan encontrarán un buen número de pdf de libros fundamentales en esta tradición, y los pueden bajar gratis].
Los citacionstas de habla hispana, sin embargo, no reciben invitaciones a su equivalente local de la Casa Blanca. Da mucho en qué pensar —y habrá que pensarlo muy bien— que aquellos que empiezan a practicar ciertas formas de esta estética abiertamente y desde perspectivas críticas, como una posición específica respecto a la relación entre autor, lector y texto, sean “castigados” con el secuestro de sus libros con base en argumentos económicos y/o legales, cuando no moralistas, en los que el fantasma del plagio juega un papel fundamental. En efecto, mucho de lo que se argumentó para retirar de circulación el Remake de Agustín Fernández Mallo o para organizar la demanda contra El Alpeh engordado, de Pablo Katchadjian, está enraizado en nociones de originalidad y autenticidad que poco tienen que ver con cuestiones literarias y sí, mucho, con ideas verticales de autor y autoridad, así como con estratagemas de ganancia ya sea monetaria o de prestigio. Bajo los reclamos de plagio, que algunos utilizan como si se tratara de un concepto transparente o tautológico o, peor, ahistórico, se esconde la voraz figura de la propiedad privada y su circuito de poder policíaco.
Sería verdaderamente poco afortunado que esta poderosa reacción conservadora contra las alternativas de producción textual que las tecnologías digitales han traído a la escritura retrasara innecesariamente el proceso de búsqueda de las escritoras del XXI. Y digo retrasar porque estas obras citacionstas son, sin duda, únicamente las primeras de una larga e ineludible lista de trabajos que resultarán de la interacción cada vez más estrecha entre los autores y las cambiantes tecnologías digitales de los años venideros —el exceso textual y el copy-paste incluidos. Seguramente los DJ de hoy miran con una risita socarrona lo que los escritores finalmente se decidieron a enfrentar como propio y como cierto en su campo de acción. Acaso los artistas visuales bostezan con los dilemas de un gremio que, hasta no hace mucho, poco había tenido que decidir respecto a asuntos de tecnología y autoridad. Seguramente habrá muchas más acusaciones de “plagio” en los años por venir. Poco a poco habremos de aceptar, sin embargo, que lejos de ser transparente, su definición misma configura, al menos en términos estrictamente literarios, el campo de contestación y producción del que han emergido algunos de los libros más interesantes, divertidos, irreverentes, y verdaderamente contemporáneos de lo que llevamos de siglo.
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