jueves, 23 de febrero de 2012

Del plagio como una de las bellas artes

23/Febrero/2012
El Universal
Vivian Abenshushan y Luigi Amara

Una vez que ha disminuido el ruido del affaire Alatriste y la aún más triste discusión (o la falta de discusión, en realidad) desatada por Guillermo Sheridan y Gabriel Zaid alrededor del tema del plagio, quizá no sea mala idea recordar, puesto que el premio que despertó todo el alboroto lleva su nombre, que el propio Xavier Villaurrutia fue, en su momento, acusado de plagio. Como todos los lectores del grupo de los Contemporáneos saben de sobra, en muchos poemas de Villaurrutia se percibe la huella de otros poetas por él admirados, hasta el punto de que no sólo la atmósfera o el ritmo dejan un regusto a déjà vu, sino que la elección cuidadosa de las palabras -cualidad principal de los poetas- está estrechamente relacionada con determinadas piezas literarias de otros autores. El ejemplo más célebre y discutido es el de "Nocturno de la estatua", en el que Villaurrutia parte de un poema de Supervielle, "Saisir", en particular de los primeros versos, para luego tomar su propio curso y rematar de modo personalísimo:

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.

Saisir, saisir le soir, la pomme et la statue,
saisir l'ombre et le mur et le bout de la rue.

En 1977, Octavio Paz escribió a propósito de esta semejanza:

Las indudables afinidades entre la poesía moderna francesa y algunos poemas de esta época de Villaurrutia dieron origen a la acusación de plagio. Recuerdo que hace unos veinticinco años todavía era frecuente oír a los críticos de café -brillante el ojo vengativo y la voz convulsa por el resentimiento- recitar un poema de Supervielle para condenar al desdichado Villaurrutia.

Más adelante, aunque Paz reconoce que el parecido entre ambos poemas es "innegable", desestima la acusación de plagio haciendo un elenco de diferencias y oposiciones, y subraya al final la originalidad del poema de Villaurrutia. Lo que es interesante del texto de Paz -además de la vívida descripción de los acusadores- es que tras reconocer que Villaurrutia "hace suyo" el imaginario y el lenguaje de Supervielle, no por ello el poema deja de ser uno de los más logrados y personales. La apropiación y la originalidad pueden convivir; el "plagio" y la elaboración artística son a veces indiscernibles en la escritura.

Pero que nadie se engañe: esto no es una defensa de Sealtiel Alatriste; la repartición de premios entre amigos o compadres, sean de la misma institución o no, en un impúdico intercambio de dádivas, es sin duda indignante, e hicieron bien quienes apuntaron el dedo hacia una práctica -bastante extendida en México- que no debemos tolerar por más tiempo. Pero a la vez que celebramos esa parte de la denuncia, nos desconciertan los términos bienpensantes, policiacos y sobre todo simplistas que se han esgrimido -particularmente los de Jesús Silva-Herzog Márquez, publicados en su blog- con respecto a la acusación de plagio. Es verdad que Alatriste, haciendo gala de su apellido, ha desaprovechado la ocasión de hacer una defensa sustanciosa o al menos cínica de su modus operandi, y ha optado por renunciar y alejarse de la discusión como un ave abatida que arrastra sus alas por el suelo; pero que su idea, en realidad pronunciada muy débilmente, de "las citas elevadas al cuadrado" haya sido más bien lastimosa y un tanto desesperada, no significa que quienes introdujeron el concepto de plagio y lo envolvieron de moralina, alarma y mala leche, tengan toda la razón. Alatriste bien pudo acudir, si se hubiera esforzado un poco por aclarar lo que ahora él también considera "faltas del pasado", a un arsenal de párrafos prestados en los que puede advertirse que, descrito en los términos en que se ha hecho en los últimos días, el plagio es de lo más común en el arte. Como es inútil hacer una defensa de lo indefendible, lo que nos mueve aquí es el deseo, ya a estas alturas bastante lánguido, de que se eleve un poco el nivel de la discusión.

Para hablar del plagio como estrategia estética deberíamos releer, por ejemplo, algunos de los argumentos de Jonathan Lethem en Contra la originalidad, un ensayo brillante sobre los proceso de apropiación y pillaje en la literatura y el arte (con ejemplos que van de Lolita de Nabokov a las canciones de Bob Dylan) que abriría una zona mucho más compleja e interesante al alegato (y nos situaría más allá del linchamiento). Lethem se refiere en general a la cultura como un espacio de tráfico permanente de influencias, préstamos, plagios sutiles, otros descarados, y además lo hace de manera íntegra con la técnica del copy-paste hoy tan vilipendiada: en su librito calca, no uno o dos párrafos ajenos, sino ¡todos! Un alarde de técnica y quién sabe si de genio para componer un texto asombrosamente unitario y persuasivo sin poner nada de su cosecha más allá de las tijeras y el pegamento. Después de leerlo es imposible no preguntarse, como lo hizo el fundador de UbuWeb, Kenneth Goldsmith, por qué sólo los literatos (a diferencia de los músicos, los artistas, los programadores) se siguen escandalizando a estas alturas por el plagio.

Pero también podríamos desempolvar a Montaigne, en concreto su ensayo "De los libros", donde con lujo de desparpajo e ironía no sólo reconoce que continuamente toma prestadas frases e ideas de otros libros, sino que con toda intención omite revelar las fuentes y enmascara adrede su práctica:

De las razones e ideas que trasplanto a mi solar y que confundo con las mías, a veces he omitido a sabiendas el autor, para embridar la temeridad de esas sentencias apresuradas que se lanzan sobre toda suerte de escritos, especialmente sobre los jóvenes escritos de autores aún vivos y en lengua vulgar, que permite hablar de ellos a todo el mundo y parece considerar también vulgar su concepción e intención. Quiero que den en las narices a Plutarco dándome en las mías y que escarmienten injuriando a Séneca en mí. He de ocultar mi debilidad tras esas celebridades.

Aunque es difícil que uno logre el efecto buscado por Montaigne copiando directamente de buenastareas.com o citando sin decirlo a Taringa! -¡por dios, qué bajo hemos caído!- en vez de a Plutarco o a Séneca, la astucia de Montaigne no parece tener mucho que ver con toda esa artillería de descalificaciones que lanzaron las buenas conciencias literarias sobre los plagios de Sealtiel Alatriste: "engaño", "fraude cometido por un servidor público", "abuso gravísimo", "inmoralidad", palabras gracias a las cuales imperceptiblemente nos deslizamos fuera del orbe literario para ingresar en los pasillos de la moral o del Ministerio Público. Se podrá insistir, con algo de perfidia, en que Alatriste no puede compararse con Montaigne, ni en sus textos ni en sus "robos", pero entonces el problema ya se ha desplazado nuevamente: más que el pecado de citar sin comillas, se trataría de una disputa estética: la sensación de que poco vale ese collage de frases prestadas si el resultado es mediocre, tibio o francamente deplorable. O lo que es lo mismo: que Alatriste no se merecía el Premio Villaurrutia porque su obra, que abunda en préstamos, apropiaciones y citas al cuadrado, no está a la altura.


Pero sigamos con los ejemplos. Blaise Cendrars escribió un poema extenso, "Kodak" (que acaba de aparecer en la magnífica antología de Goldsmith, Against Expression), copiando palabra por palabra el libro de su amigo Le Rouge, El misterioso Doctor Cornelius (hay que aclarar que su amigo se sintió halagado y al mismo tiempo aturdido, pero no lo llevó a la comisaría). Por su parte, Salvador Novo, como el propio Sheridan ha hecho notar, sacó o más bien saqueó de la enciclopedia párrafos enteros para sus ensayos (Sheridan congruentemente dice que se fusiló el trasfondo erudito de algunos de ellos), mientras que Arreola confesó varias veces que no podía evitar la tentación de tomar algunas frases prestadas de los autores que admiraba.

Georges Perec, en 1965, al recibir el premio Renaudot, para escándalo de media Francia declaró (aunque no le quitaron ni renunció al premio, porque su novela era magnífica y se defendía sola) que Las cosas había sido producto de un ejercicio de copista: párrafos y párrafos extraídos directamente de La educación sentimental, un "plagio" que respondía a su deseo incontenible de escribir como Flaubert o, mejor aún, "de ser Flaubert". Luego sistematizó la estrategia y la convirtió en una maquinaria textual que desembocó en La vida instrucciones de uso, el último verdadero acontecimiento en la historia de la novela, según Italo Calvino. Cuando se dieron a conocer los materiales, la pasmosa serie de listas que Perec acumuló durante años para escribir su novela, salió también a la luz una lista nutrida de párrafos de diversos autores -entre ellos Kafka y Borges-, que hábilmente había insertado aquí y allá en el curso de la narración. Y hay que decir que hasta ese día, como todavía no se inventaba el Internet ni los motores de búsqueda, todos esos "plagios" habían pasado casi por completo inadvertidos.

El caso de Perec es especialmente revelador, puesto que en repetidas ocasiones declaró ser un escritor que "carecía de imaginación", lo que no le impidió convertirse en uno de los escritores más renovadores y sí, originales del siglo XX, haciendo de esa falta de imaginación el principal acicate de su método potencial de escritura. Con al afán de convencernos de las faltas cometidas por Alatriste y al mismo tiempo introducir cierto tono de conmiseración, Zaid escribe: "[El plagio] es una confesión de impotencia. No hay mayor desgracia que el desdén de las musas." La frase es demoledora y rebosa de una rabia sutil que podríamos bautizar como "bien temperada", pero ¿de qué manera pasar por alto que hubo un escritor llamado Georges Perec, de quien este año se conmemora el treinta aniversario de su muerte, que a través de la cita encubierta, del párrafo injertado, supo convertir ese "desdén de las musas" en algo muy contrario a la desgracia, llevándolo a la altura de una suerte de principio compositivo? Sheridan, que alguna vez tradujo a Perec, y que por lo mismo no puede fingir demencia sobre el asunto, al comentar el amago de defensa más bien guango de Alatriste durante la presentación de sus libros premiados, escribe: "Por lo que a mí toca no es una poética: tomar material escrito por otra persona y ponerle el propio nombre se llama plagio. Ponerle a esa conducta el nombre sagrado de la poiesis ni siquiera es chistoso." Chistoso o no, hay una larga lista de autores que han utilizado el recurso de la frase ajena como parte de su proceso de escritura, ya sea, como Montaigne, para tender una emboscada al lector, ya sea, como Perec, para paliar una imaginación haragana que no se resigna a cruzarse de brazos.

En fin, nos parece que detrás de las acusaciones contra Alatriste que circularon en Internet, ha prevalecido una especie de santurronería, de maniqueísmo (de puros contra impuros), el juicio sumario de los fiscales de las letras que, para expresar su descontento sobre la adjudicación de un premio, se escuda en posiciones conservadoras y evita la auténtica discusión de fondo, o en todo caso la que a nosotros nos interesa: desde Lautréamont (quien escribió: "El plagio es necesario. El progreso lo implica. Retoma la frase de un autor, se vale de sus expresiones, cancela una idea falsa y la sustituye por la idea correcta") hasta Tzara, Debord, Cage, Burroughs, Goldsmith y tantos otros, el plagio ha sido una estrategia trasgresora, una forma de poner de cabeza la figura jerárquica del autor y el mito de la originalidad. El problema es que en México (¿recuerdan la discusión alrededor del Premio Aguascalientes y los poemas también presuntamente "plagiados" de Javier Sicilia?) esa estrategia se usa con frecuencia para crear obras al vapor, de una mediocridad iridiscente y, sobre todo, convencionalísimas. O para hincharse de dinero. Es decir, para perpetuar el statu quo. La explicación que esgrime Alatriste en su renuncia es tan pobre, tan vacía de ideas, tan ignorante de los procesos creativos de los siglos pasados y del presente (no hay en ella ni siquiera media boutade), que francamente merece retirarse un tiempo a leer libros y dejar en paz a la Wikipedia. Con plagiarios tan faltos de espíritu y sin nervio para el combate, Lautréamont ha de estarse revolcando en su tumba. En otras palabras, los que deberían indignarse y exigir un llamado a cuentas son los plagiarios de verdad, los iconoclastas, los escritores que no hicieron concesiones frente a la sociedad bienpensante de su época y socavaron la figura intocable del autor y otras instituciones literarias; escritores y artistas que buscaron en el plagio, la copia, el détournement y el nonsense, en la insumisión de las palabras, la imposibilidad de que el poder recuperara totalmente los sentidos creados. Muy poco o nada de esto cabe esperar de la obra "plagiaria" de Alatriste que, como es obvio, forma parte del poder cultural y sus múltiples triquiñuelas.

Pero quizá haya espacio para un último ejemplo, la cadena de préstamos textuales que va de Lanzi a Stendhal y de éste a Baudelaire, y que Roberto Calasso comenta en uno de sus libros más recientes, La Folie Baudelaire. La cita es un tanto larga, pero nos parece que vale la pena reproducirla ya que esclarece algunos de los enredos en los que desde hace unas semanas nos hemos empantanado dando vueltas alrededor de la idea de plagio:

Stendhal había saqueado a Lanzi para ahorrarse ciertas fatigosas tareas (descripciones, datos, detalles) en la redacción del libro. Baudelaire en cambio se apropió de dos pasajes del libro de Stendhal por devoción, según la regla por la cual el verdadero escritor no toma en préstamo sino que roba. [...] Toda la historia de la literatura -la historia secreta que nadie estará nunca en condiciones de escribir sino parcialmente, porque los escritores son demasiado hábiles para esconderse- puede ser vista como una sinuosa guirnalda de plagios. Entendiendo no aquellos funcionales, debidos a la prisa o la pereza, como los obrados por Stendhal sobre Lanzi; sino los otros, fundados en la admiración y en un proceso de asimilación fisiológica que es uno de los misterios mejor protegidos de la literatura. Los dos pasajes que Baudelaire sustrae a Stendhal están perfectamente entonados con su prosa e intervienen en un momento crucial de la argumentación. Escribir es aquello que, como el eros, hace oscilar y vuelve porosos los límites del yo. Todo estilo se forma por sucesivas campañas -con pelotones de incursores o con ejércitos enteros- en territorio ajeno. Quien quisiera dar un ejemplo del timbre inconfundible del Baudelaire crítico podría incluso escoger algunas de sus líneas que originalmente pertenecieron a Stendhal.

Está de más preguntarse si los plagios de Alatriste son "funcionales" en el sentido que indica Calasso o se deben, por el contrario, a la asimilación fisiológica (nos cuesta trabajo imaginar qué tipo de eros, qué oscilación de los límites del yo podría estar de por medio cuando uno se funde con textos de la Red Escolar Ilce), pero a raíz de la acusación de plagio que se echara a andar en Letras Libres, para luego ser replicada con tintes de mojigatería y escándalo por muchísimos más, ahora pareciera que esa "regla" de la literatura, que esa "sinuosa guirnalda" de la que habla Calasso, ofende a la moral, es deshonesta y condenable. El plagio, el verdadero plagio, es otra cosa, que involucra la suplantación del nombre y el apoderamiento de una obra para, a través de la copia sin elaboración, de la copia no creativa, hacerla pasar como propia. Por el contrario, para denostar una treta tan añeja del arte en la que interviene la asimilación y a veces el olvido, se usan los mismos términos que los detractores de Baudelaire, Duchamp y Breton esgrimieron en su momento: los términos del llamado a la decencia, al orden y la justicia. La honestidad es un valor importante, pero no está claro que sea la última palabra allí donde prevalece el artificio, la tergiversación, la impostura, el juego, la provocación. En literatura, no es necesario recordarlo, nada hay más catastrófico que seguir las buenas maneras.

¿A dónde conduce esta confusión de términos, esta forma de condenar una práctica cultural ampliamente extendida, no sólo en las letras, sino en otras artes, por ejemplo en la música? Nada menos que a esto: a que se hagan airadas peticiones públicas en las que se percibe el tufo inconfundible del linchamiento cibernético. Como esta carta firmada que circuló para exigir la renuncia finalmente conseguida de Alatriste:

No se puede premiar el plagio. Quien plagia no es escritor, sino un ladrón de ideas y palabras. Cuando se utilizan fuentes ajenas, debe mediar un reconocimiento expreso como una cita o mención a la fuente.

¡Qué frase tan corta de alcances y a la vez tan absurda! Sólo la urgencia de oprimir el botón para propagarla masivamente explica que haya recabado tantas firmas en pocos días. Nos preguntamos, por ejemplo, ¿qué sucederá con la música, siempre tan proclive a utilizar, reelaborar y mezclar frases enteras, en el mismo o distinto tempo, apenas sin variación, provenientes de otras composiciones? ¿Será a partir de ahora necesario que se escuche el tintineo de una campanita que dé aviso de que lo sigue corresponde a "fuentes ajenas"? Pero para no abandonar el terreno de la literatura, según esta caracterización pacata y reduccionista tendríamos que decir que Montaigne y Baudelaire, Stendhal y Perec, Lautréamont y Debord, Novo y Villaurrutia, Burroughs y un largo etcétera, no son escritores, sino ladrones de ideas. En ese caso decimos: ¡que vivan los ladrones!

* Para los cazadores de plagios: la expresión "mediocridad iridiscente" (iridescent mediocrity) la tomamos de la primera página de La tumba sin sosiego de Cyril Connolly. Las restantes citas veladas las dejamos como acertijo


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