Jornada Semanal
Para el entrañable Huberto Batis
En un capítulo de la segunda parte de El hombre sin atributos, del austríaco Robert Musil, uno de los numerosos personajes de la novela, el general Stumm von Bordwehr, conversando con el protagonista Ulrich Anders (anders: diferente, alusivo a su diversidad), expresa más o menos así su desconcierto respecto al industrial prusiano Dr. Paul Arnheim, otro personaje central de la primera parte de la novela: “No puedes imaginar lo avaro que es. ¡Perdona, más bien quería decir, con cuánta dignidad trata este género! Yo no tenía idea, por ejemplo, que diez centavos por cada tonelada de mercancías transportadas por ferrocarril, fuera un asunto por el cual [Arnheim] debiera de molestarse cada rato, citando a Goethe o la Historia de la filosofía.”*
Estas son líneas que de manera casi lapidaria definen al industrial alemán que, llegado al vértice de la riqueza y del poder, quiere dar una justificación espiritual a la posesión, al dinero. A lo largo de toda la novela Ulrich, alter ego de Robert Musil, reitera cómica y sarcásticamente la mistificación del industrial Arnheim que busca conciliar el alma con el capital, las ideas con el carbón, al comentar con humorismo las observaciones que el ingenuo o falso tonto Stumm le va haciendo.
Para el personaje de Arnheim, Musil se inspiró en una figura real de su tiempo, la del prominente industrial judío-prusiano, escritor y hombre de Estado, Walter Rathenau, quien fuera asesinado en 1922 por los freikorps nacionalistas, responsables también del asesinato de los dirigentes de la Liga Espartaco. No interesa aquí comparar a Paul Arnheim con el Rathenau de la realidad porque, para crear a sus personajes, Musil, al igual que otros escritores, acostumbraba tomar como modelos a muchos de sus contemporáneos que jugaban un papel importante en la cultura del tiempo, para abandonarlos después y construir figuras autónomas que son casi siempre personajes límite.
El hombre sin atributos acompañó a Robert Musil hasta su muerte, al igual que En busca del tiempo perdido a Marcel Proust. El protagonista, Ulrich Anders, es “el hombre sin atributos” que, al contrario de lo que podría suponerse, dispone de un exceso de cualidades, virtudes e intereses “verdaderos” –y a lo largo de su novela, Musil reitera con insistencia el adjetivo verdadero para oponerlo a lo no verdadero, a lo no auténtico–, es decir, los atributos no codificados por el conformismo y los intereses materiales de la sociedad burguesa. Según Ulrich, los atributos admitidos y exaltados en el mundo burgués son sólo abstracciones que toman el lugar de la persona que vale sólo en relación con lo que produce, y cuyas cualidades se evalúan por su capacidad de ganar dinero y poder. Por contribuir, en pocas palabras, con sistema social vigente. En este sentido, el “hombre con atributos” en la novela, resulta ser el rico industrial y constructor de cañones Paul Arnheim, quien llena de sutilezas sus conversaciones sobre el alma. En fin, en la novela de Musil, la famosa frase griega de Protágoras, “el hombre es la medida de todas las cosas” se convierte en “el dinero es la medida de todas las cosas”.
Iniciada en l913 (un año anterior a la declaración de guerra de Austria a Serbia, que involucraría a toda Europa y llevaría a la caída del imperio austrohúngaro), El hombre sin atributos refleja y compendia la incertidumbre y desorientación del imperio austrohúngaro, las cuales explicarían en parte las oscilaciones y la paralela incapacidad de decisión y vacilaciones del protagonista Ulrich.
Ulrich Anders, hijo de un jurista de clara fama, entra a la vida seguro de estar destinado a “algo bello y grande”; en la vida busca una acción en la cual canalizar sus inquietudes sin lograrlo, justamente por el exceso de sus cualidades que lo mantienen indeciso, siempre en un estado de indeterminación entre una u otra cosa, de espera y de disponibilidad; por otro lado, su coherencia no le permite llegar a compromisos que su integridad detesta y rechaza, como veremos en su relación con Arnheim. De Ulrich, André Gide dice que es un hombre sin definición, y Pietro Citati lo define como “aquel cuyo destino se cumple no cumpliéndose nunca”. En efecto, Ulrich es el hombre potencial que no elige porque la elección significaría la exclusión de sus otros atributos y anularía la integridad de su persona. Por otro lado, sabe que lo que hoy es elección puede no serlo mañana, superada por el tiempo que en su fluir es mutable, así como mutable es la identidad humana. Escoger una carrera sería para Musil una amputación, lo que se aproximaría a “la barbarie del especialismo”, como Ortega y Gasset llama a la especialización en un capítulo de La rebelión de las masas. Formula su conflicto con estas palabras: “Un hombre que quiere la verdad se vuelve científico, un hombre que quiere dejar libre juego a su subjetividad se vuelve probablemente escritor, ¿pero qué pasa con un hombre que quiere algo intermedio entre los dos?” La respuesta es evidente: el ensayo, la experimentación, la búsqueda y, finalmente, la escritura que le permite mantener unidas sus múltiples cualidades para observar la realidad en sus múltiples aspectos. Para Musil la literatura se volverá, como observa justamente José María Pérez Gay en su exhaustivo ensayo sobre el escritor austríaco, “una forma de leer y actuar autobiográficamente la realidad” (El imperio perdido.)
En su recorrido, Ulrich pasa de una experiencia a otra. Luego de abandonar su inicial carrera militar, se dedica una temporada a la ciencia obteniendo con sus primeras obras gran éxito, la abandona después para dedicarse a la psicología y a la filosofía (como el mismo Musil, quien se doctora con una tesis sobre El análisis de las sensaciones entre físico y psíquico, de Ernst Mach), pero tampoco quiere vincularse con los filósofos, que son unos violentos, que no disponen de un ejército y por eso se adueñan del mundo encerrándolo en un sistema. Para saber qué quiere, Ulrich se concede un año durante el cual se le presenta en el camino la “Acción Paralela” –núcleo central de la narración– creada para festejar las celebraciones del emperador Francisco José, quien está por cumplir ochenta y ocho años de edad y setenta de gobernar el vasto imperio austrohúngaro. Compuesto por un aglomerado de países con tradiciones y costumbres heterogéneas, el imperio está minado por los movimientos irredentistas que amenazan su desintegración. Sin embargo, ese imperio agonizante es un país de genios, cuyo ocaso se acompaña con un florecimiento deslumbrante –desde la Checoslovaquia de Kafka y Rilke hasta la Bulgaria de Elías Canetti– en todos los campos de la cultura: narrativa, poesía, pintura, teatro, música, filosofía, ciencia, medicina y el nuevo psicoanálisis.
La crítica situación política del imperio hacía difícil e imposible la tarea que se proponía la Acción Paralela: encontrar una idea unificadora que simbolizara al espíritu, la esencia universalista del imperio. El germanista italiano Ladislao Mittner define la Acción Paralela como “el centro inexistente de la novela, cuyo sentido es no tener y no poder tener un centro; lo que logra es sólo presentar todos los aspectos contrastantes de la gran crisis europea, que se manifiesta con más evidencia en el ambiente político y cultural de Viena”. Clarisse, un personaje central de la novela de Musil, con una bella y acertada metáfora afirma más o menos lo mismo, la absurdidad de la búsqueda de un centro unificador. Si se pudiera seccionar toda nuestra vida, dice, tendría el aspecto de mi anillo –y se lo desliza del dedo para enseñarlo–, quiero decir que en el centro no hay nada, está vacío y, sin embargo, es el centro lo que cuenta. Ulrich también termina por abandonar la Acción Paralela que logrará manifestar lo fragmentario, lo absurdo, lo contradictorio de un mundo en desintegración, y que concluye demagógicamente con el trillado lugar común del “rearme para mantener la paz” y, asimismo, con la obtención de Arnheim de los campos de petróleo de Galitzia.
El encuentro Arnheim-Ulrich se realiza en Viena en vísperas de la primera guerra mundial, en casa de la prima de Ulrich, Hermelinda Tuzzi. Arnheim llega de la industrializadísima Alemania declarando con énfasis que quiere descansar del materialismo, del vacío racionalismo del mundo moderno, de los cálculos, etcétera, para gozar en Viena del encanto barroco de la antigua civilización austríaca (todavía ligada a una mentalidad aristocrática feudal, en un país poco industrializado y hostil a la industrialización). En realidad, el industrial constructor de cañones Arnheim esconde motivaciones inconfesables: quiere acaparar los campos de petróleo de Galitzia, y lo logrará, paradójicamente, mediante la Acción Paralela. Ulrich y el rico constructor de cañones Paul Arnheim, que llena de sutilezas sus conversaciones sobre el alma, representan dos polos opuestos que se enfrentan con desconfianza, aunque con la mundana educación de las personas civilizadas.
La contraposición entre Paul Arnheim, hombre de la realidad y de la acción, y Ulrich Anders, hombre de la búsqueda y, por ende, de la disponibilidad, del ensayo y de la experimentación, responde a la contraposición entre lo “real” y lo “irreal” posible, motivo central de la novela de Musil. Ya en la pieza teatral de Musil Los exaltados (publicada en 1921 y que obtuviera en 1923 el Premio Kleist) uno de los protagonistas, Thomas, anticipa el tema cuando declara que lo que acontece carece de importancia respecto a lo que podría acontecer.
La pasión de Arnheim por la bella Diotima –nombre que Ulrich da a su prima Hermelinda, para aludir irónicamente a la célebre Diotima, la única mujer que, entre tantos hombres, discute sobre la naturaleza del amor en El banquete, de Platón– trastorna su vida ya disociada. Empieza la colusión entre alma y negocios, entre amor y capital. Arnheim, que carece por completo de humorismo, teme el ridículo de un matrimonio tardío con una divorciada cualquiera (aunque exesposa de un alto funcionario del imperio). El industrial alemán es un hombre consciente de su responsabilidad y, al entregar su alma, puede sacrificar sólo los intereses pero no el capital, que tiende a la acumulación. Es decir, el dinero-poder se vuelve una cualidad “ontológica” que, incorporada en su sustancia humana, condiciona también sus relaciones eróticas; no le queda pues más remedio que sacrificar el amor, sin ser capaz de resolver el problema con sinceridad no sólo ante Diotima sino ante sí mismo, mistificando la renuncia con motivaciones nobles, espirituales y morales. El espíritu, en suma, se vuelve un hecho de consumo.
Empieza entre los dos enamorados, Arnheim y Diotima, el dueto –de opereta– de la renuncia, por supuesto espiritual. Se esfuerzan ambos por alcanzar los nobles modelos de la comunión platónica, intercambiándose lugares comunes, estereotipos entremezclados con miradas y suspiros que el pequeño gordo general Stumm von Bordwehr intercepta con interés. Ella musita: “¡Ah, poder encontrar una idea que nos salve!” (se refiere a la Acción Paralela, que ella dirige). Él, refiriéndose al amor que los une, exclama: “Sólo un puro, intacto pensamiento de amor nos puede liberar.” Y juntos, repiten: “Las almas se unen cuando los labios se separan”, concluyendo: “Vendrá el tiempo en que las almas se tocarán sin la mediación de los sentidos.” Estos suspiros amorosos se entremezclan con otros más prácticos, como la necesidad de llevar el pensamiento a la cumbre del poder, de conciliar el ánima con la economía. Bajo la influencia de Arnheim, la “colosal gallina” (como en cierto momento la llama Ulrich), declarará que la actividad comercial es poesía. Entre el capital y el amor que une a Arnheim y Diotima, el que triunfa, pues, es el capital, mismo que –quiere convencernos Arnheim–, es una fuerza espiritual.
Esta mediocre pareja hace resaltar la conmovedora belleza del sentimiento que unirá en la tercera parte de la novela a los dos hermanos gemelos Ulrich y Agathe. Agathe es el alma, la encarnación de las tendencias subconscientes y místicas de Ulrich, quien representa el lado intelectual, la exactitud; dos polos: alma-exactitud, sentimiento-razón, que se complementan y se funden a través del incesto –símbolo de la unidad primigenia, de la totalidad que anhela Ulrich– y cuyas interminables conversaciones sobre el amor –diálogos sagrados– constituyen, en la línea de Platón y del neoplatónico florentino Marsilio Ficino, unas de las más bellas páginas de la novela. El amor de afinidad –si se quiere, narcisista– será para ellos el medio para entrar en la utópica dimensión del reino milenario de la perfección, para unir alma y espíritu. En su diario de l930, Musil escribe que su poema “Isis y Osiris” (hermanos-esposos, según la costumbre egipcia) contiene in nuce toda su novela.
Compleja es, también, la relación que el industrial alemán sostiene con Ulrich, el hombre sin atributos. Arnheim, al que todos admiran o envidian, advierte que el otro no sólo no lo acepta sino que lo desprecia, porque Ulrich se da cuenta de los chanchullos del industrial-filósofo iluminado y manifiesta su aversión al filisteísmo alemán, aun queriendo –como él mismo dice– respetar “la fe nibelúngica”. A lo largo de la novela se siente una sorda antipatía de Ulrich hacia Alemania, cuyo programa pangermanista contrastaba con el universalismo europeo austríaco. Hay que recordar que Alemania, a su vez, había siempre considerado con espíritu crítico y con suficiencia el “epicureísmo”, la “sensualidad”, la frivolidad y la joie de vivre de la católica Austria, cuya capital continúa viviendo la turbulencia y el glamour de la belle époque.
Ulrich Anders es, por cierto, un irresoluto (el mismo Musil confiesa en sus diarios que el rasgo que más lo ha atormentado en su vida es la indecisión), pero no es un irresoluto por inercia sino por falta de “verdaderas” convicciones, y no abandona nunca la búsqueda. Su actitud de espera, de vacilaciones, de contradicciones ha sido a menudo comparada con la incapacidad de decisiones firmes que privaba en Austria, la Kakania de Ulrich, donde todo puede acontecer y nada acontece, un compendio de contradicciones que Ulrich subraya con humorismo. En Kakania se piensa en un modo y se actúa de otro: el país es liberal, pero el gobierno clerical, el parlamento “creado para ejercer la libertad queda cerrado para que no ejerza”. En Kakania se hace hoy lo que se deshizo ayer y se castiga hoy lo que se perdonó ayer. Le falta al país una línea de conducta coherente, porque no se sabe cuál puede ser; se vive al día, “se va tirando”, como dice un dicho italiano: “si tira a campare”.
Ulrich quiere y no quiere, al punto de que uno de los protagonistas lo acusa de ser un perfecto hijo de Kakania. Sus teorías disuelven todas las cosas en lo indeterminado. Y todo es indeterminado porque todo es confuso. Agathe le reprocha: “Me das consejos maravillosos y luego me preguntas si son válidos. La verdad en tus manos es una fuerza maltratada.” Clarisse, la protagonista que se volverá loca y querrá salvar al mundo, le lee un pasaje de Nietzsche sobre el empobrecimiento del hombre moderno por debilitación de la voluntad y le reprocha que, si es capaz de pensar algo, tiene que ser capaz de hacerlo. Pero Ulrich no quiere comprometerse con algo que no sea completamente coherente con sus ideas y, por otro lado, como se dijo, oscila frente a una toma de decisión que lo obligaría a un papel fijo en un mundo en transformación. A Gerda Fishel le dirá que él es hombre capaz de huir a lo largo del pararrayos y hasta por la más angosta cornisa, si no estuviese convencido de que todos los que intentan huir regresan al padre. A veces, en los momentos de desesperación, desea ser arrollado, en una lucha cuerpo a cuerpo, por los acontecimientos, incluso absurdos y delictuosos, con tal de que sean válidos. Hay que recordar que, inicialmente, Ulrich se identifica con el asesino y enfermo de la mente Moosbregger, otro personaje importante de la novela, sobre el cual Musil se anticipa, a la edad de diecisiete años, con Monsieur le vivisecteur. En El hombre sin atributos, Musil afirma ser Moosbregger. Él relaciona el arte con el delito, así como Thomas Mann lo relaciona con la enfermedad.
Al abandonar la Acción Paralela y a los protagonistas alrededor de ella, Ulrich se convence de que el mundo de la realidad no tiene sentido, que es insubstancial. Dice de su tiempo que es inepto, sin vida, sin amor, sin religión. Los hombres repiten por rutina comportamientos que en otras épocas respondían a pasiones, creencias ahora inexistentes, de las cuales sólo queda la cáscara, la apariencia desteñida de un mundo, en su momento, de vida auténtica, cuando la forma coexistía con los valores, con el contenido. Los actos de la vida se han vuelto gestos mecánicos, vacíos de contenido moral, sentimental, intelectual. El resultado es, como dice Claudio Magris, una “enciclopedia de negaciones”, en la que no falta ninguna de las voces que constituyen la realidad de su tiempo: voces desgastadas, escombros con los cuales la humanidad, incapaz de experimentar lo irreal, sigue conformándose.
Sin embargo, Ulrich sigue su búsqueda afuera del mundo de la historia. Si la realidad no tiene sentido, se dice, hay que abolirla. Hay que escoger lo esencial, el mundo de las puras posibilidades. Ulrich entrará a la experiencia mística sin abandonar la esperanza de que la fuerza que en el reino milenario se presenta para dos pueda ser reforzada hasta la tumultuosa comunidad de todos; porque la solución individual no basta para satisfacer su necesidad de totalidad, que implica la unión entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo individual y lo social.
Mucho se ha escrito de Ulrich como el hermano mayor de la larga progenie de ineptos, inadaptados, abúlicos, faltos de voluntad, de los irresolutos cuya reflexión prevalece sobre la acción siempre postergada: hombres lenti all’azione, como los llama Eugenio Montale, hollow men según otro poeta, T. S. Eliot.
Ahora bien, si Ulrich es el hermano mayor de esa progenie, nace espontánea la pregunta: ¿de quién es hijo, quién es su progenitor? Si vamos al siglo XIX, le encontramos un padre en Oblomov, de la novela homónima de Iván Goncharov publicada en l959. Por cierto, Oblomov no es un irresoluto, ni un intelectual lúcido como Ulrich, más bien es un alma cándida y sensible que, llena de esperanza y de ilusiones, termina por descubrir que no puede adaptarse a la vida productiva que considera banal y prefiere la vida mediocre y soñolienta de la provincia. Oblomov es el héroe de la renuncia y de la abulia, de las respuestas “¿para qué?” y “¿por qué?” a los amigos que buscan estimularlo a la acción. Su actitud de renuncia a la vida activa ha generado el término oblomovismo, síndrome de un fenómeno inminente que se manifiesta casi siempre en mundos en vía de desaparición o en crisis. Oblomov, con palabras que recuerdan las de Ulrich, lamenta que el mundo no tiene ni centro ni dirección; es decir, que marcha sin intenciones, y que los hombres duermen o están muertos, aun cuando se muevan todo el día en un inútil activismo sin contenido. En la novela de Goncharov encontramos a otro personaje opuesto a Oblomov y ligado a él por el cariño: es su dinámico y entrañable amigo de infancia Stolz, de origen alemán (no es Arnheim, por supuesto) que quiere atraerlo a la esfera del trabajo como el contenido más alto de la vida. Sin embargo, Oblomov, al igual que Ulrich, considera que el éxito, como contenido de la vida, es demasiado poco y que no tiene sentido luchar por él.
Coincidencia curiosa pero no fortuita: al retroceder tres años en el tiempo, encontramos del otro lado del Atlántico a un pariente de Oblomov: se trata de Bartleby, el enigmático y perturbador protagonista de la novela homónima de Hermann Melville. Bartleby, copista que cumple escrupulosamente con su trabajo, de repente rechaza con imperturbable aplomo el trabajo extra que se le pide, recurriendo a la fórmula: “Preferiría no hacerlo” (I would prefer not to), que deja asombrado a su jefe, el narrador de la historia. Bartleby terminará por “preferir” no trabajar del todo y “preferirá” permanecer instalado en la oficina, de la cual su jefe tendrá que mudarse para poder deshacerse de él… El síndrome de Bartleby, escribe Enrique Vila-Matas (“Bartleby y compañía”), es un mal endémico de las literaturas contemporáneas.
Sin embargo, creo que el síndrome de ese mal endémico se manifiesta mucho antes en el Hamlet del to be or not to be. En su Journal (julio de 1931), André Gide, al traducir la obra de Shakespeare, descubre algo que, él dice, no había sido notado antes: el joven príncipe danés había estudiado en la universidad alemana de Wittenberg y de la influencia de “la metafísica alemana dependería su carácter “germanizado”, de duda e indecisión. “Al regreso de Alemania –escribe Gide– él no puede más actuar; él raciocina. Considero pues a la metafísica alemana responsable de sus indecisiones.”
Me parece interesante añadir algo de lo que escribe Luigi Pirandello en un capítulo de su El difunto Matías Pascal. En un teatro de marionetas de Roma, durante una representación de la Electra, de Sófocles, el dueño de la casa donde se hospeda Matías Pascal bajo el nombre falso de Adriano Meis, pregunta a su huésped:
–Dígame, si en el momento culminante, cuando la marioneta que representa a Orestes está por vengar el asesinato de su padre, de repente se abriese una grieta en el techo de cartón del teatrito, ¿qué pasaría?
Matías, que no sabe responder, explica:
–¡Pero es muy fácil, señor Meis! Orestes quedaría terriblemente desconcertado por aquella grieta en el cielo. […] Sentiría todavía los impulsos de la venganza, querría seguirlos con ansiosa pasión, pero sus ojos irían allí, a esa grieta, de donde toda suerte de malos influjos penetrarían en la escena y dejaría caer los brazos. Orestes, en suma, se volvería Hamlet. Toda la diferencia, señor Meis, entre la tragedia antigua y la moderna consiste en esto, créame bien: en una grieta en el cielo de cartón del teatrito.
* Todas las citas son traducidas del italiano
(L’ uomo senza qualità, Einaudi, Turín, 1957).
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