sábado, 7 de enero de 2012

Paralelos

7/Enero/2012
Laberinto
Armando González Torres

Al inicio de los años cuarenta, Stefan Zweig (1881-1942), el entonces popular biógrafo, novelista y ensayista austriaco, se refugia en Brasil huyendo de la Segunda Guerra Mundial y de la persecución nazi. Desde la remota y calurosa Petrópolis, el exiliado evoca la Europa civilizada y tolerante a la que apostó su vida y que ha visto destruirse. ¿Vale la pena vivir en un mundo donde la tiranía, junto con la locura aquiescente de las masas, amenaza la libertad, la solidaridad y todo lo que humanamente vale la pena? Desde hace meses, el austriaco se viene planteando fatalmente esa pregunta. Sin embargo, le sirve de consuelo frecuentar a un autor que, siglos atrás, sorteó, con grácil sabiduría, circunstancias de violencia y oscuridad semejantes a las que ahora le afligen. Muchas veces, la mueca sombría de Zweig cuando lee las noticias se troca por una relajada sonrisa en cuanto acude a los Ensayos de Montaigne. Por eso, como una forma de sentir más cerca esa tutela, Zweig comienza a escribir la semblanza de su insospechado y jovial amigo (Montaigne, Acantilado, 2008).

La singularidad de esta biografía de Montaigne, frente a muchas otras, no radica en la riqueza de la información, sino en el desesperado paralelo que intenta estrechar el biógrafo con su biografiado. Cierto, Zweig relata con inigualable penetración psicológica los hechos vitales del primogénito de una familia trepadora, su extravagante educación, su mediación en las guerras entre protestantes y católicos y su invención del ensayo como género. Sin embargo, lo más importante para Zweig es la respuesta de Montaigne a su entorno. Porque, en un momento de la historia de Francia en que reinan la violencia fratricida, el fanatismo y la crueldad, Montaigne inventa un método de introspección moral para mantenerse dueño de su juicio. Por supuesto, admite Zweig, es imposible librarse de las determinaciones externas, pero hay que aprender a conservarse uno mismo dentro de ellas y esa auto-preservación no significa una evasión. La reflexividad de Montaigne le permite mantenerse vigente no por lo que dice, sino por lo que pone en duda, pues es un hombre que vacila y se corrige y sus ensayos reflejan un arte de vivir en rigurosa auto-observación. Por lo demás, Montaigne no hace prescripciones, sólo muestra y comparte un camino. La belleza y buen humor con que Zweig escribe sobre Montaigne contrastan con su abatimiento y parece que sólo la simpatía con su biografiado le proporciona una mínima atadura al mundo. Desgraciadamente, no siempre las letras salvan y, en febrero de 1942, cuando algunas noticias persuaden a Zweig de que la suástica nazi será invencible en Europa, deja inédito su Montaigne y planea su último acto de libertad: toma, junto con su mujer, una calculada dosis de somníferos y escribe una despedida para sus allegados. “Saludo a mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esa larga noche. Yo, demasiado impaciente, me les adelanto”.


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