sábado, 7 de enero de 2012

Mario Muchnik: el último editor

7/Enero/2012
Laberinto
Víctor Núñez Jaime

Hace unos días Mario Muchnik fue operado de cataratas en los ojos y todavía tiene la vista un poco nublada. Hasta antes de la operación estaba leyendo las obras completas de Mark Twain. Ahora, en cambio, apenas puede leer con ayuda de una lupa algún artículo de los suplementos literarios. “Pero la semana próxima me entregan mis nuevas gafas. Y el médico me dijo que será como tener en los ojos unos objetivos de la Leica”, dice con media sonrisa. “Es que no puedo estar sin leer. Es lo peor que me puede suceder”.

Muchnik está sentado en un sillón de la sala de su casa, en un onceavo piso, frente a un enorme ventanal que permite tener bien iluminada toda la habitación. Las paredes son blancas y sobre las paredes hay cuadros de Nicole Thibon, su esposa. Al fondo abundan los libros. Y más allá también. Son los que él ha editado a lo largo de su “accidentada carrera editorial” y los que ha leído por gusto y necesidad. Además, hay discos. Documentos. Un archivo fotográfico.

Aquí Muchnik se despierta, desayuna, lee, echa una siesta, lee, come, lee, otra siesta, lee. “Ahora mis días son todos igualitos: con mucha pereza, la siesta es larga, je je”. Las horas van pasando y él no quiere dejar de leer. Libros, revistas literarias, pruebas de imprenta. Algún periódico: “es que el periodismo está muy mal. A veces es como si uno no leyera nada. No tiene sentido”. Habla con abundancia mezclando el acento argentino y español. Hoy viste camisa blanca, pantalón gris, chaleco azul marino, zapatos negros. Es un hombre grueso, barba y pelo blanco y ralo. Un poco colorado.

Para llegar a esta entrevista hubo que insistir en persona, por teléfono, por correo electrónico. Durante los últimos meses, Muchnik ha estado sujeto a los requerimientos médicos, a la presentación de su nuevo libro, a un homenaje, a su participación en el Festival Ñ de Literatura en Madrid… Pero ahora, por fin, comparte su experiencia con generosidad. Está consciente de que es prácticamente el último editor. De los tradicionales, de los que anteponen la calidad literaria al marketing, de los que mantienen una estrecha relación con sus autores, de los que en la actualidad, en plena “revolución tecnológica que amenaza al papel”, siguen haciendo un libro a la manera de los artesanos: con mucha paciencia y sumo cuidado. Así que por eso y porque tiene 80 años lanza una advertencia:

—Podemos estar aquí hasta la media noche, ¿eh? Has venido a verme en una época en la que tengo más amigos muertos que vivos. Y mil anécdotas. Pero esto es normal, según me dicen los mayores.

Muchnik suspira. Y ríe. Ríe hasta con los ojos.

• • •

El teléfono sonó a la una de la tarde del 15 de octubre de 1981, cuando Mario Muchnik y su secretaria revisaban la traducción de un libro. El editor contestó e inmediatamente recibió una descarga emocional de su interlocutor:

—¡Pibe! ¡La radio! ¡Canetti, Premio Nobel!

Una dolorosa secreción de adrenalina se apoderó de los riñones de Muchnik. Pero eso no le impidió saltar de alegría. “Porque era lo que correspondía. Porque éramos lo bastante jóvenes como para permitirnos eso”, recuerda ahora.

El Premio Nobel de Literatura para uno de los autores que editaba era el gran espaldarazo que su editorial requería.

Para entonces ya hacía más de un lustro de que había fundado Muchnik Editores. Su padre, Jacobo Muchnik (1907-1995), era hijo de unos exiliados rusos que se establecieron en Buenos Aires, donde él se hizo editor. Organizaba reuniones en su casa a las que acudían escritores como Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato. Mario Muchnik era entonces “un chaval” y comenzaba así a adentrarse en el mundo de las letras. No obstante, el día que tuvo que elegir una carrera universitaria se decidió por la Física. Estudió en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Después trabajó en el Instituto de Física Nuclear de Roma. Y hasta descubrió una partícula: la antisigma (“sin ninguna trascendencia”). Luego se fue una temporada a Londres, donde comenzó a inmiscuirse en las labores editoriales, y llegó a París en el mítico 1968. Entonces fue contratado por la editorial de Robert Laffont. Fueron cuatro años en los que aprendió lo que se hace en todas las áreas de una empresa editorial: producción, corrección, ventas, publicidad. Esa fue su escuela. Su “Universidad de la Edición”. Así que con eso y con lo que también aprendió de su padre se animó a ser editor independiente. “El primer paso para una aventura de este tipo es conseguir financiamiento ajeno y un buen distribuidor”.

Lo consiguió y puso en marcha su propia firma en Barcelona. El primer libro que publicó Muchnik Editores fue Y otros poemas, de Jorge Guillén. “El libro lo iba a hacer un editor mexicano que se llamaba Joaquín Diez Canedo, de la editorial Joaquín Mortiz, de México. Lo iban a hacer ellos, pero Jorge Guillén quería que el libro apareciera cuando él tuviera 80 años, antes de cumplir 81. Él cumplió 81 en enero de 1973. Se hizo la fiesta en la casa de mi padre en Niza, Italia, y Joaquín Mortiz todavía no había publicado nada. Pedimos el libro y el original nos los trajeron de México. Jorge lo revisó, fotocopiamos y lo enviamos a Buenos Aires para que se imprimiera. Y debe estar por aquí”.

Mario Muchnik se levanta de su sillón y en unos instantes vuelve con el libro en la mano. Es gordo, beige, únicamente con el título en la portada, Y otros poemas, en mayúsculas negras. “Está dedicado. O sea: es un libro muy valioso. Por ser el primero de mi editorial y por ser de él. Míratelo un momento. Mientras, bajo el toldo. Porque la luz que entra por la ventana me deslumbra. Así tendremos un aire mediterráneo”. Y sonríe.

La dedicatoria dice:

A Mario Muchnik
deseándole
las mejores aventuras
personales y editoriales
muy cordialmente
su amigo
Jorge Guillén
Cambridge, 27 de abril -1974.

Mario Muchnik vuelve a sentarse: “Guillén pensaba que ese iba a ser su último libro, porque ya cumplía 80 y se sentía muy viejo. Por eso se llama Y otros poemas. Porque Guillén quería que fuera algo así como en las biografías: “escribió tal y tal. Y otros poemas”. Pero vivió más. Todavía hizo otro libro que se llamó Final. Claro, porque ya no sabía cómo llamarlo”.

Lo que Muchnik tampoco sabía cómo llamar era la noticia del Nobel para Elías Canetti. ¿Suerte? ¿Consecuencia del buen olfato de editor? “No lo conocía a Canetti. Yo no tenía una cultura literaria cuando empecé en esto. Mi cultura literaria empezó con la editorial. Porque tenía que leer cosas para publicar. Un amigo americano, músico, me recomendó un libro de Canetti: Masa y poder. Lo leí en una semana. Es denso, pero lo leí en una semana. Me gustó. Luego leí Auto de fe, su única novela. Era cuando estaba a punto de crear mi editorial. Luego, ya con ella en marcha, uno de los primeros títulos que edité fue El otro proceso de Kafka. Yo no sabía que llegaría la aventura del Nobel. Pero llegó. En aquella época todavía los reyes de Suecia eran unos chavales. Y Canetti me contó que en el gran banquete del premio hubo una reunión previa y todos los comentarios eran sobre la belleza de la reina. Y sí, ¡era para enamorarse! ‘Sí’, me dice Canetti, él era muy sentencioso. ‘Y lo más importante’, dice, ‘es que era plebeya. Claro, ¡ella era más inteligente y más bella por ser plebeya!’

“Después”, continúa Mario Muchnik, “Canetti me muestra el Premio Nobel: una medalla en una caja negra acolchada. Me dice: ‘Los del banco me proponen guardarla ellos’. Y hace un silencio. Y enseguida: ‘A usted ¿qué le parece? Yo tengo mis reparos, pero dicen que es más seguro’. Y yo le digo: ‘Más seguro, seguro que es’. Y él: ‘¡Qué bonita frase! Bueno, yo les voy a decir que usted me autorizó’. Es que para él esa medalla no era su gran tesoro. Su gran tesoro me lo mostró: los papeles. Abrió un mueble en donde había, no quiero exagerar, pero quizás eran unas diez mil páginas. Unas pilas enormes de papel. Eran los originales de lo que había mandado a imprenta. Pero lo que no había enviado era mucho más. Era impresionante ver la obra de ese hombre. ¡Tantos papeles escritos no he visto en ninguna parte! Él escribía a mano, con lápiz. Eso lo mandaba al editor. El editor ponía a unas secretarias a mecanografiarlo. Luego Canetti corregía y, finalmente, se tenía la versión definitiva. Era el duplicado del original lo que él guardaba”.

El calendario de 1981 estaba por expirar y Muchnik Editores ya había reimpreso los cuatro libros de Canetti que tenía en su catálogo con la leyenda “Premio Nobel de Literatura 1981” en las portadas. “Le llevé unos ejemplares. Y me dice: ‘Ah, ¿cómo logró usted esto? Estamos en diciembre de 81 y usted ya tiene estos libros con la leyenda del Premio. ¿Cómo?’ Abre el libro y dice: ‘Veo que ha cambiado la calidad del papel’. Y le digo: ‘Veo que tiene usted mucha sensibilidad para eso, para el papel’. Y él: ‘Me gustan mucho los papeles. Pero, vamos a ver, los franceses son mis peores editores’. ¿Por? ‘Se equivocan, siempre se equivocan’. ¿Por ejemplo? ‘Mire: en la página cuatro de éste, ponen una palabra que yo no uso’. Y yo, discretamente, miro el que edité, a ver si no cometí la misma metedura de pata. Y él dice: ‘Pero el suyo está bien. No se preocupe’. ¡Uf, qué alivio!”

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El trabajo de un editor consiste en disgustarse antes de que más gente se disguste. O que cuando algo le guste, le guste a todo el mundo. Un editor, por lo tanto, guía al autor por unas rutas y lo previene de otras. Alimenta sus ideas y hace que se cuestione sus propias ideas para sacar lo mejor de él. “La imagen del editor”, decía Tomás Eloy Martínez, “la retrató el escritor y filósofo Walter Benjamin: un lector que es a la vez autor, “alguien que describe y que prescribe”. Y a la vez siempre, según Benjamin, alguien de “extremo coraje”, capaz de repetirse a sí mismo cada mañana: Voy a saber y voy a transformar”. Pero para Mario Muchnik un editor es, simplemente, “un mediador constructivo entre el autor y el lector”.

Hace unos meses publicó un libro basado en sus experiencias: Oficio editor (El Aleph). En él cuenta que a lo largo de los años recibía un promedio de tres o cuatro manuscritos “no solicitados” por semana. ¿Cómo decidir cuál debe publicarse? “Mi método siempre fue el mismo”, escribe. “Solía abrir el manuscrito en su primera página y leer en voz alta las primeras líneas. Luego iba a la última página y leía, siempre en voz alta, las últimas líneas. Finalmente abría al azar aproximadamente por la mitad, y leía unas líneas”. Y entonces apartaba el texto “que lograba superar este somero, arbitrario y seguramente injusto procedimiento […]. ¿Cuáles eran mis criterios? En primer lugar que el autor supiera escribir. Hay muchos autores cultos que no saben escribir […]. En segundo lugar, el contenido de la primera página […]. Que el autor fuera capaz de diferenciar claramente entre sí mismo y su narrador […]. En esa primera lectura de un manuscrito me pasó, pocas veces, poquísimas veces, que de pronto levantara la vista, viera que había transcurrido una hora y que iba por la página cincuenta. Era el campanazo de alarma. Estaba ante una obra seria que debía leer seriamente y llegar hasta el final […]. Para que un texto logre interesar al lector, su autor debe reunir tres condiciones: tener algo que contar, tener ganas de contarlo y saber contarlo”.

Aclara que siempre ha admirado al editor italiano Giulio Einaudi. “Con su férrea política editorial, un libro se publica si es bueno, no se publica si no lo es, y toda consideración comercial ha de plantearse una vez tomada esta decisión puramente literaria”.

¿Y luego? “Es en calidad de amigo como un editor puede ser útil a un autor, hablándole con franqueza, señalándole flaquezas del texto, objetando, poniendo peros, debatiendo exhaustivamente sobre cada punto que no concite el acuerdo inmediato de ambos. Y todo ello, mejor si con un vasito de vino en la mano”.

Todo esto en lo que se refiere a la parte literaria pero, cuenta ahora en la sala de su casa, eso no es suficiente para el buen funcionamiento de una empresa editorial. “Tengo que reconocer algo: soy muy poco sensible para manejar el dinero, los números, y de ahí nacen errores y errores. Yo he sido físico, antes de ser editor. De manera que no es que los números me asusten. Es que los números vinculados a la edición, a la cultura en general, me asustan. En general fui un contable ocasional, más que nada porque nunca me gustó la contabilidad aplicada a la cultura, qué le vamos a hacer. Y por eso esa última parte de mi libro donde digo que la edición debería ser subvencionada, como está subvencionada la ópera y otras cosas. No sólo subvenciones estatales, sino privadas. Esa parte es crucial en la cultura. Pero yo tengo muy mala relación con los números y no soy muy capaz de mantener viva una editorial mediante el aporte de otra cosa que no sean manuscritos, ideas, cosas que tienen que ver con la literatura y no con el sistema gastrointestinal de la edición”.

Quizá por eso llegó el día en que perdió su editorial. “Me la robaron. Y lo digo con todas las pablaras: me la robaron. En Barcelona, mis socios, haciendo mal uso de la relación de confianza que teníamos, se quedaron con mi editorial. Yo me lo reproché, me lo sigo reprochando, reproché a mi padre y él se lo reprochó también hasta su muerte: no haber sabido elegir a tiempo a sus amigos. Porque fue una editorial hecha con base en la amistad. Una amistad entre mi padre y Víctor Seix. El acuerdo fue un estrechón de manos que yo presencié. En un restorán ambos dijeron: ‘vamos a hacer esta empresa editorial’. Y funcionó durante un par de décadas, seguro. La cosa terminó en el año 90: Víctor Seix murió y la gente que ocupó su lugar no tenía la honestidad que tenía Víctor. Quizá yo tuve un menosprecio por la contabilidad. No había contrato alguno, jamás se nos ocurrió, todo era amistad. Mi padre decía: ‘Entre legal y leal hay una letra de diferencia. ¡Y un mundo de diferencia!’ Esa gente no nos ha sido leal y se refugian en lo legal. Lo que han hecho es legal. Y porque no había documentos, nunca quisimos ofenderlos pidiéndoles documentos. Y entonces era una editorial que funcionaba muy bien, pero tenía un punto flaco: ¿quién era el dueño de esta empresa? Y los dueños, ciertamente, no éramos ni mi padre ni yo, porque éramos socios minoritarios. Y nos pusieron en la calle. Y eso es lo que yo nunca puedo olvidar. Yo tenía que haber sido el guardián, por algo era el editor del cotarro este. Tendría que haber tenido la iniciativa de hacer un contrato con Juan Seix, el hijo de Víctor Seix: ‘Nuestros padres se entendieron muy bien, pero ahora nosotros debemos poner las cosas sobre el papel’. No lo hice, no preví nada, no pude imaginar... Lo peor de todo es constatar que a mí me faltaba lo fundamental: conocer a los colaboradores. Conocerlos realmente y saber hasta dónde están dispuestos a llegar para prevalecer. Yo no supe hacer eso y por eso perdí mi editorial”.

Así acabó Muchnik Editores y entonces a Mario Muchnik lo contrataron como director literario de Seix Barral, del Grupo Planeta. Luego, en 1991, se asoció con la editorial Anaya y se centró en la publicación de narrativa extranjera contemporánea de autores como Gore Vidal, Gilles Kepler o Peter Berling. En 1997 lo despidieron de Anaya y al año siguiente puso en marcha su nueva editorial, en la que continúa hasta ahora: Taller de Mario Muchnik, donde él es el único empleado. Con su Macintosh diseña y deja listos los libros para la imprenta. Su objetivo no va más allá de publicar unos cinco o seis libros al año, “pero muy bien hechos”.

Reconoce que salía de una empresa o de otra porque, “a lo mejor, siempre quería ser el jefe y no podía ser más que un empleado… Y no sé, pienso que una editorial debería ser un lugar que diera valor al editor, al cerebro. Si el editor no va un día al trabajo porque quiere ver una exposición tendría que hacerlo, porque es editor 24 horas al día. Esté o no esté en su despacho sigue siendo editor. Y bueno, hoy las grandes empresas han terminado con los editores en el sentido clásico y los jóvenes que llegan suelen proceder de la parte comercial o administrativa de otros sectores”.

¿Y no se siente amenazado por las nuevas tecnologías? “El libro sobrevivirá. Porque está mejor inventado. Guerra y paz no lo vas a leer en pantalla, porque hay que estar totalmente loco. Además, ¿para qué quiere uno llevar cientos de libros encima? Y luego está que se le acaben las pilas al aparato a mitad de un párrafo. ¡No trabajemos en contra de la vida apacible del buen libro, por favor!”

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Mario Muchnik recuerda como aferrándose a la vida. Hay momentos en que su mirada se pierde en la ventana. Como si en realidad dialogara con la luz o esa luz le iluminara la memoria. Pero es una luz que ya no es tan intensa como hace rato, lo cual permite que sus ojos estén más cómodos. “Los recuerdos se cruzan. Es difícil ser viejo”, dice con un toque de melancolía. “Mira: mis traspiés de memoria se deben a mi edad. Son una novedad en mi vida. No me preocupan mayormente, salvo cuando tengo muchas ganas de contar algo y me olvido. Porque quedo mal conmigo mismo”.

Y sin embargo pronuncia una frase que parece ser la gran catalizadora de sus recuerdos: “Los libros son sagrados. No por ser objetos, sino por ser obras de grandes personas”. Entonces comienza a formar una cadena de nombres y anécdotas, no sin antes comentar: “Yo habré editado a unos 500 autores durante toda mi vida. Y, salvo dos o tres, a todos los traté como amigos. Yo fui amigo de gente que no tenía amigos. Porque hay autores huraños, cascarrabias. Pero ¡qué relaciones hemos tenido! Yo el otro día le decía a Nicole: ¡la suerte que hemos tenido! Porque uno no se da cuenta en el momento, sino hasta después”.

Jorge Guillén. “Con él tuvimos una relación de grandes amigos. Yo me doy cuenta ahora que tengo 80 años, que es la edad que tenía Jorge cuando le publicamos Y otros poemas. Lo recuerdo siempre de corbata. Él nunca se presentaba en público sin corbata, así fuera verano. En invierno: chaleco y chaqueta. Él estaba sentado en su sillón y Nicole y yo íbamos a saludarlo a su casa de Málaga. Y hacía un esfuerzo por levantarse y se ponía de pie y le daba la mano a Nicole y le decía con solemnidad: ‘Madame’. ¡Él no perdonaba a un hombre que no se pusiera de pie cuando entraba una dama! Y mira que éramos amigos, ¿eh?”

Susan Sontang. “Susan tuvo éxito en España hasta que yo edité La enfermedad y otras metáforas. Ese fue el libro que la dio a conocer. La conocí en París, teníamos alguna relación. No recuerdo quién era su editor entonces. Le dije: ‘Ya sé que tienes editor, pero para el próximo libro tenme en cuenta’. Y luego me llamó: ‘Mario, le mandé un manuscrito a Carmen Balcells pidiéndole que te lo dé’. Carmen me lo dio y yo lo edité. Era Estilos radicales. Yo traduje La enfermedad y sus metáforas. Lo compaginé: trabajaba con tijeras, con celo, con papelitos amarillos que salían por todas partes. No sé si te han contado, pero hubo un tiempo en el que no había ordenadores”.

Octavio Paz. “Coincidió que viniera Octavio a Barcelona con la visita del Papa Juan Pablo II. Paz tomó una habitación en el Hotel Colón, con un balcón para ver al Papa. Yo le dije: ‘¿Y no me dejarás ocupar un lugarcito en tu balcón?’ Y me dijo: ‘Y a Nicole, también. Y dile a tu papá, por supuesto’. Entonces estuvimos con él todo el día. Él pidió que subieran sándwiches y cervezas. Lo pasamos muy bien. Vimos el paso del papamóvil. Era Octavio Paz, sí, pero era sobre todo un hombre simpático que hablaba sobre Batman. Le interesaba muchísimo. Sabía todo de Batman. Y de Supermán. Conocía todos los cómics, pero le interesaba más Batman por el trasfondo social. Y era capaz de estar hablando toda una tarde de Batman. Era un gran conversador, Octavio. Es que ya te habrás dado cuenta: España es un país muy ignorante. Comparado con México, esto es menos que la escuela primaria. Aquí no hablan inglés. Y para acceder a la gran cultura hay que saber inglés y francés. Y aquí está lleno de gente que no habla esas lenguas. Es como si fuera una cultura a la que le falta una pierna, algo por el estilo. Es terrible. Entonces, claro, cuando uno se encuentra con un Octavio Paz es maravilloso”.

Francisco Rico. “Tú debes saber de él, ¿no? Bueno, pues Paco Rico era temido en Seix Barral. Yo no lo conocía. Un día me lo presentan, yo le doy la mano y le digo: ‘He oído hablar mucho de usted’. Él viene a mi encuentro con una frase que era la que yo iba a pronunciar: ‘Y qué le han dicho de mí’. Es una frase que viene del western: se encuentran el malo y el bueno. Y éste último le dice: ‘He oído hablar mucho de usted’. ‘Y qué le dijeron’, responde. ‘Que es un asesino’. Y saca la pistola y dispara: pa pa pa pá”.

Rafael Alberti. “Coincidí con él en Roma. Varias veces fui a su estupendo piso de la Vía Garibaldi. En la entrada tenía un cartel que decía: ‘No se hacen prólogos’. Luego estuvimos muchas veces aquí en Madrid. Yo me propuse editar toda su obra empezando por La arboleda perdida. Recuerdo que a él le gustaba recitar a Garcilaso: ‘Por vos nací, por vos tengo la vida / por vos he de morir y por vos muero’ ”.

Julio Cortázar. “Todo el mundo me dice que tuve mucha relación con Julio. Y puede ser verdad. Editar Los autonautas de la cosmopista me permitió aguzar el ojo cazador de erratas, cómo sentir el texto, cómo armonizar la sucesión de páginas. Fueron numerosos ratos con él. En París, en Buenos Aires, aquí en España. Era un gran amigo, un gran autor… Julio murió dos días después de haber visto un ejemplar que hicimos de Nicaragua tan violentamente dulce”.

Kenizé Mourad. “De parte de la princesa muerta, su gran libro, fue el gran best seller de mi editorial. Cuando llegó a cien mil ejemplares, le hice una fiesta. Y me convertí en la comidilla de Barcelona. Me decían: ‘Mira tú a este editor. Hace una fiesta no porque lance un libro, sino porque festeja el éxito que está teniendo un libro’. Y eso no suele hacerse. Hacían notas en el periódico acerca de eso. Con Kenizé tuve una relación muy estrecha que… terminó mal. Por el dinero. Ya te digo: no he sido bueno para eso. Terminamos peleados”.

Vicente Rojo. “Ojalá que Vicente viva muchos años. Él era claustrofóbico. Seriamente claustrofóbico. No podía subir el ascensor. De manera que no estuvo en mis casas. Yo siempre he vivido en un noveno piso, ahora en un onceavo. Y no se atrevía. Imagínate tú: Nicole pinta, pero ¿cómo hace una pintora que vive hasta acá arriba para mostrarle su obra a Vicente Rojo? Pues bajando las pinturas. Y así, los Rojo habrán visto unos 30 cuadros de Nicole”.

Tito Monterroso. “Tito nació en Guatemala, pero también se le considera mexicano. Es que ya que has venido quiero hablar de México. Yo le decía a Tito: ‘¿Cómo haces para vivir en el DF, con tanta contaminación?’ Y él decía: ‘Muy fácil, nos habituamos a no respirar’. Cada vez que Tito venía a Europa, llamaba: “¡Tito Monterroso reportándose!” Venía con Barbarita, Bárbara Jacobs. Siempre viajaban junto a Vicente Rojo y Albita. Los cuatro… Tito es el máximo cómico de la lengua. Pero quien lo sigue muy de cerca es Hugo Hiriart, que es increíble. Hugo tiene un libro que empieza diciendo: ‘Dios creó el mundo, el agua, las estrellas… y separó la luz de las tinieblas en seis días’. Punto y aparte: ‘Se dice pronto’ ”.

Y Muchnik vuelve a reír. Hasta con los ojos.

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Hay un sitio web donde este editor muestra su otra faceta, la de fotógrafo. Pero en esas fotos también están los escritores. Están paisajes y edificios, obras de arte… que ha visto en sus constantes viajes. Está buena parte de su pasado. Todas las fotos son en blanco y negro. Puede verse, por ejemplo, a Miguel Ángel Asturias; Roma, 1965. El maduro escritor guatemalteco, de traje y corbata, mira fijamente un cuadro. O a Italo Calvino; París, 1968, recargado sobre una mesa, mirando fijamente a la cámara, con la mano en la cabeza. O a Ryszard Kapuscinski; Oviedo, 2003, cuando fue a recoger el Premio Príncipe de Asturias, de saco y camisa, sin corbata, cabello blanco y rebelde. O a Julio Cortázar; Saigón, 1974, pelo y barba abundante, guayabera, unas gafas de sol como ojos de mosca donde se ve el reflejo del fotógrafo.

Muchnik comenzó a interesarse por la fotografía en la Universidad de Columbia, cuando era estudiante de Física. “Había lo que se llamaba el Photo Club, que a cambio de una pequeña cuota te daba derecho a utilizar el cuarto oscuro, las ampliadoras… Y organizaban exposiciones. Yo fotografiaba edificios. Pero empecé a fotografiar en serio en Roma, a finales de los años cincuenta, con una buena cámara Rolleflex. Luego descubrí la Leica con su excelente visor, con su gran precisión en las aperturas del diafragma. Y hasta hoy sigo con la Leica. Yo sabía que mi padre era amigo de David Douglas Duncan, el fotógrafo de Picasso, como se le conoce. Un día le di unas fotos para que se las enseñara a él, esperando algún comentario consagratorio. Mi padre me dijo: ‘Mirá, Duncan dice que mejor no te metás a esto. Que tus fotos son muy buenas pero que te morirías de hambre’. Luego, cuando David ya era mi amigo y edité algunos de sus libros, me dijo que no recordaba que mi padre le hubiera mostrado alguna vez mis fotos”.

Pero Muchnik tiene otra afición: Rusia. “Yo debería saber hablar ruso. Yo he leído siete veces Guerra y paz. Lo leí y releí, hasta que llegué a editarlo. Y para editarlo lo leí dos veces. Es que tengo debilidad por la mentalidad rusa. Estuve en Rusia, por primera vez, en 2001. Primero fui a San Petersburgo y luego a Moscú, llevado de la mano de mi mujer. Porque era un viaje que ella me había regalado por mis 70 años. En Moscú estábamos alojados por amigos en una casa típicamente moscovita. O sea: un tugurio maloliente en toda la parte de entrada. Y luego abres la puerta y encuentras un parque vitrificado, fabuloso. Te quitas los zapatos y te pones unas pantuflas y la tertulia tiene lugar en pantuflas. Lo que más me halagó es que… yo veía que todos cuchicheaban de vez en cuando. Sobre todo después de que yo hacía un comentario. No sabía si estar molesto o qué. Les dije: ‘¿Por qué se ríen?’ Y me dijeron: ‘Es que pareces ruso’. ¡Cuando me dijeron eso me levanté y le di un beso a cada uno! Porque los rusos se besan mucho. Y fue una fiesta para mí”.

Sobre la mesa de centro de la sala, Muchnik tiene un libro titulado Pushkin, Tolstoi, Chéjov. Tres tormentas de nieve. Es su más reciente trabajo editorial. El dibujo original que ilustra la portada, un retrato de los tres autores rusos, está colgado en un extremo de la habitación. Es una obra del pintor Eduardo Arroyo. “Esto también tiene una anécdota. Una vez cenamos en la casa de Arroyo. Y él me preguntó qué estaba haciendo. Le dije que iba a editar, en asociación con El Aleph, a los clásicos rusos. Me dijo: ‘Tú me dices, yo te hago las portadas y no te cobro. Aquí hay testigos’. Nos dimos la mano y con eso quedó sellado el acuerdo. Cuando empezamos la colección lo llamé a Arroyo. Y me dijo que claro, que ya tenía las cubiertas. Hasta ahora van cinco títulos. Estamos haciendo dos por año. Bien hechos, eso sí. Con cuidado. Es que yo viajo a remos. Otros editores me pasan con motores, de esos que echan el agua para arriba. Huelen mal, a gasolina. Pero yo sigo a remo. De cabeza, viajo con más seguridad y hago las cosas mucho mejor. Soy consciente de que en cada momento de mi actividad he ido a lo mejor. Al mejor escritor, al mejor traductor. Siempre he pretendido estar en lo más alto de la técnica: márgenes, tipografía, papel... Pretendo que la edición de mis libros se distinga porque está hecha con mucho cuidado”. Por eso Mario Muchnik es el último editor.

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