sábado, 10 de diciembre de 2011

Políticos, proles y lectura

10/Diciembre/2011
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Eliot decía que “la cultura no es la mera suma de varias actividades, sino que es un estilo de vida”, pero el estilo del 99% de los políticos mexicanos aborrece las expresiones culturales, menosprecia a la literatura, la plástica, la música, la danza, el teatro y el cine, quizá porque el arte es un fastidio para sus espíritus adictos al relumbrón del canal de las estrellas, las revistas del jet set y las zonas de confort del Twitter o el Facebook, donde es muy fácil disimular el analfabetismo funcional.

El numerazo de Enrique Peña Nieto en la FIL no sólo es un episodio más en las anécdotas de las que surgieron José Luis Borgues o la Rabina Gran Tagora de las lenguas de Vicente Fox y Martha Sahagún, ni del oprobioso expediente de los asambleístas del DF que le endilgaron al maestro José Emilio Pacheco la autoría de Un tranvía llamado deseo y Crónica de una muerte anunciada, sino que se apunta en la execrable tradición del político ignorante, demagogo, acartonado y fraudulento: Peña Nieto pisó la misma sala de la FIL donde estuvieron Vargas Llosa y Herta Müller, para presentar su supuesto libro México. La gran esperanza, que ahora sabemos que no escribió y, mucho menos, ha leído, porque la letra impresa es algo que al candidato presidencial del PRI ni con sangre le entra.

Hay personajes que al intentar eludir el fango se hunden más en el légamo de su miseria (intelectual, por supuesto), sin medir las consecuencias. El dislate de EPN en la FIL estuvo cargado de veneno. ¿Alguien reparó en que al confundir a Carlos Fuentes con Enrique Krauze agravió a ambos intelectuales? ¿Sabrá hoy EPN que existe un libro de Krauze titulado Textos heréticos, cuyo primer capítulo se llama “La comedia mexicana de Carlos Fuentes”, acompañado de un escolio: donde el autor, con malevolencia, intentó manchar el aura inmaculada del creador de Aura?

Ahora bien, si EPN en verdad hubiera leído La silla del águila, el título de la discordia, le habrían sido muy útiles las siguientes líneas: “Hemos vivido con los ojos pelones, sin saber qué hacer con la democracia. De los aztecas al PRI, con esa pelota nunca hemos jugado aquí”. Y sobre todo: “La realpolitik, sabes, es el culo por donde se expele lo que se come —caviar o nopalito, pato à l’orange o taco de nenepil—. Los principios, en cambio, son la cabeza sin ano. Los principios no van al excusado. La realpolitik atasca los inodoros del mundo y en el mundo del poder tal como es, no tienes más remedio que rendirle tributo a la madre naturaleza”.

Hay quienes opinan que un político no requiere entrenamiento literario, los Winston Churchill son excepcionales, irrepetibles, y, por tanto, debemos ser piadosos y dejar los libros para los proles, ese ejército de pobretones invisibles que con su voto entregan cheques en blanco, pero esa idea empeora el de por sí aciago panorama de nuestro tiempo mexicano: en el país donde engendros como Laura Bozzo telemoralizan a la población en horario estelar y la educación pública sigue en manos de Elba Esther Gordillo (y seguirá, ya lo hizo patente el culto Peña Nieto), el perfil intelectual de quien aspire a la presidencia de la República debería catalogarse como un asunto de emergencia nacional, pues no todos seguimos siendo como esos mexicanos de las décadas de 1950 y 1960 que Carlos Fuentes retrató como seres ciertamente bípedos, discutiblemente racionales, mayoritariamente mestizos, obligados a creer en la Revolución Institucional y destinados a vivir y morir en la República Hereditaria que la encarna.

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