Nexos
Guillermo Fadanelli
Seré drástico: en la ciudad de México sólo parece haber espacio para los románticos, los cínicos, los maleantes y los apocados. El resto de sus habitantes son rehenes de su miopía y de sus buenas intenciones. Lo tajante de esta afirmación tiene sus raíces en mi pasado. Yo milité durante un tiempo en el único ejército que ha durado casi tres siglos de edad: la milicia romántica, ésa para quien la enfermedad es un buen síntoma y las formas bellas o clásicas son nocivas y no representan la condición trágica del ser humano, su verdadera y única esencia. “De la destrucción nacerá la primavera”, escribió Hölderlin pintando en serias y vehementes palabras la más íntima aspiración de los hombres románticos. ¿Y acaso hay escenario más adecuado y propicio para ejercer la vocación romántica que esta ciudad plena de vicios donde se practica la mentira, la rapiña y el arte de odiar calladamente? Un verdadero campo de batalla.
Debo confesar que me he visto empujado a meter los puños más de una vez cuando mis intenciones no han sido más que pasear o caminar tranquilamente por las calles de una ciudad en donde he vivido toda mi vida. He sido asaltado con armas de toda clase, perdí un automóvil en un robo y decenas de taxistas o meseros se han ensañado en mi persona cuando me ven sonreír o dan por hecho que estoy ebrio o descuidado. He enviado al hospital a un par de tipos que no supieron medir mi temperamento y más de una vez he tenido que correr con el único fin de evitar mi prematuro sepelio. Para medir la sangre de mi ciudad no tengo estadísticas o estudios de sociología, sino experiencias y mis pasos son un buen termómetro para reconocer la tierra por donde camino.
Debían ser poco menos de las cuatro de la mañana cuando recorríamos la acera sur de la avenida Álvaro Obregón en dirección a la calle Mérida: Carlos, mi amigo de andanzas nocturnas, Gala una joven aspirante a escritora que se acercaba presurosa a los veinte años, y yo que nunca he aprendido a divertirme sanamente. Las luces calcáreas y evanescentes que iluminaban la calle bastaban para distinguir a los perros dormidos de los cuerpos humanos que dormitaban en una banca del camellón, en la cavidad de una fuente reseca o al resguardo de una casa recostados en sus escalones de piedra. Esta vez no podíamos culpar a la oscuridad de esconder a los maleantes entre sus sombras. Veinte metros antes de llegar a Orizaba me di cuenta de que en esa esquina un automóvil, silencioso e inmóvil, aguardaba nuestra llegada. Dos cuadras atrás el mismo vehículo nos había seguido y acechado prudentemente en espera de una oportunidad para cerrarnos el paso. Tomé a Gala de un brazo y cruzamos apresurados hacia el camellón que divide Álvaro Obregón en dos sentidos, pero Carlos, ensimismado en su propia charla, continuó andando sin percatarse de que ya no estábamos a su lado, hasta que el asalto de tres hombres lo despertó de su placentera somnolencia.
En un momento que dura todos los segundos del tiempo y que a su vez es breve como una vida, los impulsos más sanguíneos se enfrentan en el ánimo de un hombre antes de que sea capaz de tomar una decisión. Esto en caso de que en verdad tenga el privilegio de tomar una decisión y no se vea empujado a actuar por una fuerza que es en buena parte desconocida y que lo llevará a terrenos donde la razón, la experiencia o el buen juicio poco cuentan cuando se trata de sobrevivir. Observar desde el camellón —a diez metros de distancia— cómo estos hombres intentaban hacer entrar a Carlos dentro de su vehiculo despertó en mí una ira acumulada, una ira que no pregunta, sino que se expresa a traición y casi nunca a tiempo. Lo que hice fue correr en defensa de mi amigo, un impulso nacido en la oscuridad de mi ánimo, una mala decisión según los cánones de la supervivencia. A uno de los crápulas lo puse fuera de combate de dos puñetazos en la nuca y una patada en las costillas, con un segundo delincuente me enfrasqué en una pelea que debió durar quince o veinte segundos, aunque ahora la recuerdo eterna. El tercero echó a correr y trepó a un taxi que apareció de imprevisto y que los escoltaba precisamente para auxiliarlos en caso necesario. Cuando ambos vehículos se marcharon el silencio de la avenida se volvió aún más denso e intimidante. La policía era una ilusión que cultivaban los ingenuos y en el rostro de Gala podía leerse el desconcierto y la sorpresa que aniquila toda posibilidad de acción. Aquellos hombres no estaban armados o al menos la sorpresa los desarmó y los puso por un instante contra la pared. Salir ileso de una escaramuza semejante no te hace más arrogante o más seguro, sino que te vuelve un sonámbulo durante varios días. Es a partir de esta constante clase de experiencias que el sueño se pierde, que la confianza abandona tu mirada y que las estadísticas o diagnósticos que hacen los expertos acerca de la buena salud de una ciudad o de un país te parecen mentiras o fábulas interesadas. Cuando la tranquilidad se pierde las palabras suenan como pasos que anteceden a la muerte. Qué lejos estoy de la conciliación y el sosiego. Y ya no será.
No hay comentarios:
Publicar un comentario