lunes, 1 de agosto de 2011

Así escribo:Ángeles Mastretta Urgida de contar y callándome

Agosto/2011
Nexos
Ángeles Mastretta

Me gusta escribir. Me gustó hacerlo con un lápiz a los seis años, con una pluma fuente a los nueve, con un bolígrafo a los doce y en una máquina de escribir verde a los catorce. Aún escribo sin ver el teclado, con la memoria que encuentra la interrogación a la derecha y las comillas a la izquierda como estaban en mi primera máquina. Sólo bajo la cabeza de vez en cuando, como una gallina que busca su maíz: las letras.

Mis amigas tuvieron una Lettera 22, guardada en un ligero estuche azul. Yo iba a las clases cargando un maletón del que salía ese artilugio de fierro con teclas sólidas que me avergonzaba entonces y que ahora moriría por tocar. Me lo robaron el año en que llegué a vivir en la ciudad de México. Fue de mi papá hasta unos meses antes. Cuando murió, la heredé yo. No sé por cuál designio, ni de quién. El día que la cambié de ciudad cayó en manos de un ladrón que no supo cuánto me quitaba. Una máquina de 1940. La habrá vendido en nada. Ni pensarlo.

Aún no puedo escribir un texto largo en las teclas fingidas bajo el cristal de mi iPad, pero quizás un día también aprenda. Sin duda con menos miedo del que sentí frente a mi primera computadora: una autómata que todo se lo comía. Escribir en ella era como andar arriesgándose a perder a los niños en el supermercado. Al más mínimo descuido se borraba el texto que había estado trabajando toda una tarde. Los dos primeros cuentos de Mujeres de ojos grandes no pude recuperarlos nunca, por más que anduve y reanduve los archivos. Entonces abandoné el intento de buena relación con los avances de la ciencia y volví a la mecánica de mi máquina eléctrica hasta que terminé ese libro. La primera que vi la compró mi abuelo, al que le daba por adquirir los más preclaros adelantos tecnológicos. La puso cerca de una ventana y en ese hueco hice las tareas muchos domingos. Ahí redacté la solicitud para entrar al Centro Mexicano de Escritores. La beca me la dieron, el libro que conté, no se contó jamás.

Volví a la regularidad de las mecánicas. Encorvada, sobre una de ellas, sin más costo que su ruido, escribí Arráncame la vida. Sólo aprendí a usar la compu hasta que empezaron los años noventa. Ahora no sé escribir de otra manera. No puedo ni pensar en los días de goma y pegamento, tijeras y alborotos cada vez que una línea estaba tan mal que rondaba la amenaza de reescribir completa la misma página.

Ya casi no imprimo nunca nada. Todo error se hace aire y luz. Igual que algún acierto. Eso sí, tengo libretas en cualquier rincón y en todas las bolsas. Pero sólo las uso para hacer notas que luego no recupero.

Todos mis garabatos los hago con un teclado, están en mi escritorio, en este cuarto que se abre a un horizonte de cielo y árboles, sólo para mí, lejos del tiempo que pasé en un pequeño espacio entre la escalera y la cocina, soñando con esto de la habitación propia. Esto que ahora tengo y gozo aunque inventar aquí sea más difícil. En un cuarto frente a las nubes, ¿para qué otra fantasía? Así que escribo mucho más, pero también mucho menos. Porque me rige un desorden permisivo. Ando aquí, pero ando en internet y en el correo electrónico, en los periódicos y en el temible blog. No sé ya si seré capaz de hacer un libro. Lo digo y tiemblo. Si me vuelvo incapaz de hacer un libro, ¿de qué seré capaz? ¿Iré a morirme pronto? ¿Cuándo es pronto? ¿De qué me dará tiempo?

Cómo escribo, quieren que yo les diga. Qué más da cómo escribo si lo que estoy haciendo es no escribir. Urgida de contar y callándome. Caminando en la red como una araña que no sabe tejer, que expropia el andamiaje de otros para ir a todos lados y a ninguno. Tengo una historia, sólo una historia cerrándoles el paso a las demás. Y así la escribo. No escribiéndola. Por eso no quería ponerme aquí a pensar en estas cosas.

De nueve a tres escribí muchos años. Toda la infancia de mis hijos. Todas las mañanas. Ahora escribo casi siempre al oscurecer. En el día pierdo el tiempo. Y mientras no lo encuentre, escribir no será sino este lento divagar de las noches. Este no conseguir lo que más me gusta de todo mi oficio: la precisión. Porque sólo la precisión conmueve y sólo conmover importa. Si algo debe sentirse, conseguir que se sienta. Si algo verse de cerca, poder tocarlo.

No importa cómo escribo. Importa qué. Importa no enmudecer en el camino. Con humildad quiero escribir, levantada en la mano del deseo, jugando. Quiero escribir como cuando platico, sin tregua y sin mirarme demasiado. Puesta sólo en la historia, sólo en el gusto de contarla para que alguien quiera perderse ahí.

Escribo a solas, a veces oyendo música, al fondo, sin palabras. O con palabras que se funden en el sonido todo, como en la música sacra. Da igual lo que diga, el caso es que suena a oración y que oír un Agnus Dei alivia a quienes no rezamos ni ante la muerte, pero estamos urgidos de pedir misericordia. Yo, sin duda, cuando escribo.

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