Milenio
Ayer Ernesto Sabato hubiera cumplido 100 años. El autor recuerda, ayudado por el testimonio de un experimentado periodista argentino, el almuerzo que sostuvo el autor de La resistenciacon el dictador Videla
Murió como escritor centenario. Pero no lo era. Tenía apenas 99 años. En realidad, ayer hubiera cumplido los 100, que es la cifra que se supone factible para la vida humana. Demasiado y nada. Sin embargo, una neumonía impidió que los cumpliera: murió hace unas semanas, el 30 de abril.
Entonces, justificadamente, se exaltaron lo mismo los valores de su obra literaria que la incansable labor que en su momento desarrolló a favor de los derechos humanos en la castigada nación argentina.
Ahora, su centenario propicia una suerte de segunda parte de este reconocimiento que nunca está por demás, particularmente en México, donde no se lo conoce suficientemente. En el panorama de la literatura argentina contemporánea, las luces de Borges, Cortázar, Bioy Casares, Juan Gelman u otros autores, como Tomás Eloy Martínez, han dejado en desventaja una presencia como la de Ernesto Sabato, que desde hace años no se renovó mayormente.
Es cierto que en 1998 aparecieron sus memorias, Antes del fin; y dos años después produjo La Resistencia, y que incluso en 2004 se publicó España en los diarios de mi vejez, pero la llegada a México de todas estas obras resultó más bien limitada. De ahí que, como sucede en muchos otros casos, su muerte haya tenido un efecto de recuperación editorial en donde por supuesto sus grandes obras (El túnel o Sobre héroes y tumbas) encabezan el nuevo interés suscitado en innumerables lectores.
Como siempre sucede, sus libros seguirán siendo revisados y veremos cómo son abordados por la veleidosa crítica del momento y la más mesurada de la posteridad. En cuanto a su vida, la polémica lo persigue desde antes de su fallecimiento. Sabato no fue, no es, un escritor que esté fuera del caldero donde se procesan las disputas, experiencias y sinsabores que rodean los años de la última dictadura argentina. Porque si unos lo recuerdan presidiendo (una vez terminada la dictadura militar), la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), cuya misión fue investigar las masivas violaciones a los derechos humanos que tuvieron lugar entre 1976 y 1983, y entregando el informe de dicha comisión al presidente Raúl Alfonsín, en 1984, otros más lo tienen presente participando de un cuestionable almuerzo con el dictador Jorge Videla.
A la muerte del escritor, el periodista argentino Héctor D’Amico escribió para el diario La Nación, un artículo en el que recordaba aquel encuentro y lo exoneraba de la complicidad que muchos opositores de izquierda y liberales le atribuyeron.
Hace unos años, Osvaldo Bayer, autor de La Patagonia rebelde, dijo de Sabato: “En un país en el cual desde el año 30 ha habido 14 dictaduras, al señor Sabato jamás se le prohibió un libro, jamás estuvo preso ni tuvo que exiliarse. En las peores épocas se le ha premiado y ha tenido reportajes. Mientras Cortázar hablaba del genocidio cultural, Sábato decía que él siempre podía trabajar en su casa”. Todo ello para concluir que tenía siempre “el don de la ubicuidad” y que siempre había sabido “situarse” con todos los gobiernos: “Nunca se jugó por nada”.
El almuerzo tuvo lugar inmediatamente después de que se produjo el golpe de 1976, con lo que el autor de El túnel, junto con los otros invitados (Jorge Luis Borges; Horacio Ratti, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores; y el sacerdote Leonardo Castellani), dieron voluntaria o involuntariamente un espaldarazo a un gobierno de facto que terminaría asesinando a miles de personas.
D’Amico recuerda un encuentro con el escritor, al día siguiente:
“Sabato me recibió en su casa de Santos Lugares, la misma en la que le había dado refugio a Jorge Amado, entre otros perseguidos de diferentes latitudes. Estaba más irritado y alerta que de costumbre, convencido de que, una vez más, había quedado en el centro del ring de lo políticamente incorrecto. El teléfono sonaba sin parar, pero él no quería responder a la prensa.
“Saqué la libreta y leí en voz alta unas declaraciones suyas recientes. La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi con fervor que las fuerzas armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos, había dicho [refiriéndose al de Isabel Perón]. Ratificó cada palabra, pero sabía que ahora el encuentro con Videla las volvía más virulentas.
“En las dos horas de almuerzo no se habló de otra cosa que de temas lo suficientemente amplios y generales como para eludir definiciones o cualquier opinión incómoda. La ley del libro, la posibilidad de crear un concejo de notables para trabajar con los medios públicos de comunicación, el estado de la cultura, etcétera.”
Tal vez esto fue tan cierto, que las palabras de Sabato comentando que el dictador Videla era “un hombre culto” resonaron en toda la prensa argentina.
Pero volvamos a D’Amico:
“Sabato me comentó que le habían entregado a Videla y a Villarreal una lista con once nombres, entre detenidos y desaparecidos. Pero me advirtió que hacer pública la identidad de alguno de ellos era una irresponsabilidad, casi una condena a muerte. La iniciativa que mejor podía explicar ante la opinión pública la naturaleza de aquel encuentro debía quedar en el olvido. Tal como temía Sabato, su figura quedó expuesta, una vez más, a la crítica y la sospecha.”
De cualquier modo, la sospecha nunca dejó de pender sobre el escritor (lo mismo que sobre Borges, con la diferencia de que éste siempre tuvo una “mala” reputación política y nunca quiso corregirla, entre otras cosas por su auténtica ceguera).
Se definía como “anarco-cristiano”. El día del almuerzo con Videla no lo parecía, pero aun así tal vez sea cierto que, como escribió D’Amico, “Sabato fue la conciencia lúcida que ayuda a un país a observar lo que no quiere ver y a comprender aquello de lo que reniega”.
El único problema es que un día hizo lo que muchos otros no hubieran hecho nunca.
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