jueves, 7 de abril de 2011

Salvador Elizondo (1932-2006). “La tragedia real de México es la falta de sentido del humor”*

2/Abril/2011
Milenio
Magali Tercero

I. La isla desierta

MT: Vamos a empezar con una pregunta de cajón. ¿Qué se llevaría a la famosa isla desierta?

SE: No me llevaría los mejores libros de la literatura, sino los que más me han gustado. Pero independientemente de eso, tampoco me llevaría libros, sino un cuaderno y un buen surtido de plumones.

MT: ¿Con ellos escribe?

SE:: No, serían para la isla desierta. Escribo con pluma fuente, pero allí sería muy complicado, y además no llevaría un cuaderno, más bien hojas sueltas porque corro el riesgo de que se las lleve el viento o la marejada. Yo entiendo por “isla desierta” no un lugar fantástico sino uno de existencia precaria, donde el único pasatiempo sería leer o escribir. En mi caso prefiero esto último, así que llevaría un cuaderno en blanco muy grandote y muchos instrumentos para escribir...

MT: ¿No habría ninguna que fuera disparadora de algo nuevo en esas circunstancias específicas?

SE: Sí, seguramente. Ya lo he tratado en algunos de mis escritos. Obviamente la imaginería —como usted la llama— más interesante para la isla desierta sería la de un naufragio y la del desastre naval. Yo no concibo ir a la isla desierta porque sí, sino después de un naufragio. Me llevaría entonces una gran imaginería que siempre me ha encantado: la del trasatlántico. Recordaría a la señora inglesa, por ejemplo. Tengo eso perfectamente concretado en un escrito que se llama Loch, y que describe las circunstancias y condiciones necesarias del naufragio, y lo necesario para ir a dar a la isla desierta planteado en términos dramáticos de teatro o de novela de aventuras. Desde luego tendría que haber una travesía en trasatlántico con aventuras de tipo trasatlántico, como las de Conrad o las de Somerset Maugham, anteriores al naufragio. Éste tal vez me depositará con la artista de cine que va en el barco, y quedaríamos ella y yo solos en la isla desierta. Luego llegaría, como en el libro de Robinson Crusoe, el casco del barco roto, la parte de la bodega de vino en conserva. No habría libros, nada de libros, estaría yo con la artista de cine (se ríe) que siempre viaja en el trasatlántico, pues en éste tiene que estar la artista de cine más guapa del mundo.

MT: ¿Una artista de cine que haya “caminado por la Quinta Avenida”? Usted habla en alguna parte de esto…

SE: Esa señora precisamente (se ríe). Esto es una paráfrasis del poema de José Juan Tablada: “Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida/ tan cerca de mis ojos y tan lejos de mi vida”.

MT: Me quería ir por otro lado pero no va a funcionar…

SE: Es que yo me niego a perder el sentido del humor. No admito ponerme trágico, se lo advierto. La tragedia real de México —esto se lo digo con toda sinceridad— es la falta de sentido del humor, no tanto del de risotada, que eso tal vez sobra, como de entender las cosas con buena disposición y sin ánimo exaltado, sólo por lo que tienen de ingenio o de cosa curiosa.

MT: Hay una cita de Michel Carrouges: “El efecto del humor consiste en provocar en el espíritu un estado de hostilidad radical frente al mundo externo: una forma de desorden de los sentidos hundiendo sus raíces en el sentimiento que conmueva la manera más honda de la subjetividad”. ¿No cree que lo anterior está dicho de una manera muy poco humorística?

SE: Sí, pero yo prefiero el sentido del humor que expresa, por ejemplo, eso que la gente, en términos generales, supone lo contrario del humor. La melancolía de Durero es la expresión perfecta del sentido del humor. Es un ángel que está pensando en algo mucho más interesante que todo lo que lo rodea en el cuadro, las ciencias, las artes y las matemáticas. Él ha encontrado algo más interesante, que lo divierte muchísimo más aunque le produzca una cierta melancolía. Por eso el grabado se llama La melancolía, que yo veo como una contemplación plácida del mundo, no agresiva. Es algo fantástico.

II: El emperador amarillo, autor de la invención, las mujeres y el mundo

MT: Muchos escritores han hablado del terrible dolor provocado por la escritura, por el parto creativo. Usted no parece un escritor atormentado.

SE: Ahora no, pero cuando surgí en la literatura mexicana lo hice justamente como escritor atormentado y cruel debido a dos libros. Uno de ellos lo escribí estrictamente como un experimento de tipo lingüístico, Farabeuf o la crónica de un instante.

MT: Donde ya hay humor…

SE: Claro que hay humor, pero no risotada. Es humor porque yo lo escribí como experimento y no puede haber un experimento sin humor: es para ver si se obtiene un resultado, eso es una forma evidente de humor. El otro libro de mis inicios es mi Autobiografía, escrita cuando estaba en un periodo de crisis nerviosa entrando o saliendo, ya no me acuerdo (se ríe). Por supuesto, tiene un carácter absolutamente subjetivo y no es ningún tipo de documento porque no vale por lo que dice, sino por cómo o en qué circunstancias está escrito.

MT: Usted hablaba de que escribir, aunque fuera el propio nombre, era aludir a la propia identidad. En ese libro, ¿qué relación puede encontrar entre la escritura del propio nombre, el constante dibujamiento de su propio rostro y una confesión tan abierta como es en ocasiones una autobiografía?

SE: Es por el pecado de orgullo y vanidad. Nadie puede resistirse a los 33 años a la proposición de que escriba su Autobiografía. Nunca debí haberla escrito a esa edad porque no tenía ninguna perspectiva de mi vida. Son puras mentiras lo que digo.

MT: Bueno, son puras mentiras, pero usted también ha declarado que su misión es la de contar mentiras.

SE: Contar mentiras en la medida de inventar cosas que no tengan una contrapartida con la realidad. Yo no cuento mentiras malas (ríe), no levanto falsos testimonios, son mentiras inocentes, piadosas.

MT: Usted tiene un tipo de humor que me sugiere la imagen de un cirujano que realiza sus disecciones divertidamente.

SE: Yo no diría un cirujano, porque eso implica un alto grado de crueldad, sobre todo si lo pone usted como alguien que se está divirtiendo con la cirugía. Dedico un artículo mío a la cirugía recreativa, pero esto tiene que entenderlo como una broma. Yo hablaría más en términos de un anatomista que está haciendo una demostración sobre el cadáver. Esa era mi intención en Farabeuf, pero en el sentido del alma, en la medida en que yo podía hacer una especie de disección de la sensibilidad, del trabajo de los sentidos.

MT: Bueno, yo imaginé al cirujano como una inteligencia punzando, metiendo, abriendo, cortando.

SE: Está claro que así es. Farabeuf, por ejemplo, es un pastiche, una imitación de la prosa de los médicos franceses de finales del siglo pasado, del estilo académico de exposición en los anfiteatros de anatomía. Traté de trasladar eso al español y no podría haberlo hecho en serio.

MT: ¿Le sorprendió recibir el Premio Villaurrutia de 1965 por ese experimento?

SE: Sí, porque era yo muy joven. Me sorprendió sobre todo porque nunca me imaginé que sería famoso y que mis libros tendrían mucho éxito. Y también porque no fue para eso que escribí Farabeuf, lo escribí para mí, para tenerlo y verlo escrito.

MT: ¿Qué reacciones le produce ver escritos e impresos sus textos? ¿No le llegan a molestar jamás?

SE: Siempre, no hay nada que me dé más horror que ver un texto mío impreso.

MT: ¿Por qué?

SE: Porque siempre están mal impresos… eso produce una especie de sentimiento muy grave en el autor, que es el de darse cuenta que sus lectores no lo han leído cabalmente: hay textos míos que tienen errores garrafales y nadie me lo ha hecho notar nunca, errores y erratas míos y de la edición que cambian todo el sentido y de los cuales nadie me ha dicho nada.

MT: Elementos muy importantes se repiten a lo largo de varios textos suyos, como los de El retrato de Zoe y otras mentiras: la inteligencia seria y divertida a la vez. No sé si me explico.

SE: Te explicas muy bien, lo que pasa es que me estás haciendo muchos elogios en lugar de preguntas.

MT: Bueno, como la entrevistadora soy yo, ¿podría decirme algo sobre Salvador Elizondo? Usted es producto de qué, con respecto al contexto político y social del país en que nació, influencias fuertes sobre su obra, educación, etcétera…

SE: Usted me pide que le cuente mi vida en pocas palabras. Soy más o menos del mismo contexto que Carlos Fuentes, clase media educada, de papás educados. Mi bisabuelo era maestro de primer grado en su época, y nunca hemos descendido de ese nivel.

III: La palabra china: forma para representar un instante de acción

MT: Una de las “inevitabilidades” fundamentales de la literatura mexicana, según lo ha afirmado, es el tiempo. En su caso, ¿cómo se ha manifestado la preocupación por el tiempo?

SE: Lo he hecho bajo el aspecto unitario, atómico, mínimo del tiempo; me ha interesado no el paso del tiempo sino su detención o repetición. Por ejemplo, una de las cosas que escribí en Vuelta fue un cuento para niños sobre la máquina del tiempo, todo eso que vuelve a repetirse. Para Carlos Fuentes el tiempo es una visión arqueológica e histórica de México y del mundo que la historia de México implica, como en Terra nostra, que ya abarca la historia de España, del imperio al que México perteneció.

MT: ¿Y usted, entonces?

SE: Yo no. Yo prefiero a los chinos porque tienen historia pero no les interesa. Para nosotros el concepto de palabra es una sucesión de formas que representan sonidos como si fueran notas musicales. Las vocales son el equivalente de ciertas notas que hay que saber en el solfeo. Y son sonidos convencionales, cuya raíz nadie conoce, nadie sabe por qué una casa se llama casa, por ejemplo. La palabra china no es un sonido porque el sonido no interesa, es una forma que representa un instante de acción, no tiene equivalente sonoro alguno. En nuestra lengua hay cosas que tienen un equivalente sonoro horrible (…) el problema del chino es que siendo como una escritura jeroglífica todos los signos representan cosas concretas. Las que no lo son no pueden ser representadas, entonces es preciso valerse de algún procedimiento para indicar ideas abstractas, y así se juntan dos cosas concretas cuya mezcla produzca un concepto abstracto: princesa, por ejemplo, se designa con un corazón ante una puerta cerrada. Ellos están funcionando normalmente en la escritura como nosotros funcionaríamos anormalmente en la poesía.

MT: Todo esto nos lleva a Valéry, con su ciencia de la escritura.

SE: Los tiempos han cambiado desde Valéry. Él pretendía fundar una ciencia del arte con su curso de poética en el Colegio de Francia, yo modestamente pretendo proseguirla en el salón dos de la Facultad de Filosofía y Letras (ríe). Aunque no es lo mismo lo que desee que lo que pueda conseguir, a mí me encantaría obtener una síntesis de géneros, un libro breve donde hubiera un poco de muchas cosas, y muy bien combinado. Nunca haría libros exhaustivos que trataran de personajes. Sueño —tengo muchos sueños— con hacer diccionarios, falsos diccionarios imaginarios. Me gustaría hacer tratados, un género que me encanta, tratados de metalurgia con todo inventado por mí, o de pintura con todo inventado, incluso los nombres de los colores.

MT: Eso no va por el lado de Borges, con su Pierre Menard, por ejemplo.

SE: No, porque no me gustaría hacer un tratado de la pintura que mejorara el de Leonardo da Vinci, sino uno que ningún pintor pudiera usar, que no valiera más que por las palabras que lo componen, siempre dentro del género del tratado: uno de náutica, por ejemplo, el manual del piloto, o el manual de ebanistería.

MT: Me interesaría saber si en algún momento una determinada lectura aunada a una cierta audición le ha producido algo, lo ha inducido a algún experimento literario, y si bajo determinados estados de ánimo le gustar practicar esas conjunciones.

SE: Sí, muchísimo. En El grafógrafo hay un texto en el que describo la transformación de una sonata para violín y piano de Mozart, y el personaje es un gitano que toca el violín. Es una cosa muy rara; eso, por ejemplo, es un hecho absolutamente producido por asociaciones de tipo musical. Farabeuf está escrito así. En aquella época estaba perdido por la obsesión de un disco y lo ponía miles y miles de veces. Recuerdo que cuando estaba escribiendo Farabeuf toda mi vida estaba presidida por la audición del adagio de Albinoni, que entonces acaba de salir y nadie conocía. Después se hizo de una vulgaridad atroz porque lo tocaban hasta en la sopa…

MT: A propósito de estribillos, en labios de Salvador Elizondo siempre anda volando Mallarmé. ¿Qué nexos cree usted tener con él?

SE: Ninguno. Yo no osaría jamás compararme con Mallarmé, es una entidad muy abstracta, no se conocen anécdotas de él. En lo único en que me le parezco es en que los dos obtuvimos el mismo grado académico: el de profesor de inglés titulado (ríe).

MT: Desde aquí alcanzo a ver su cuarto de trabajo. ¿Cómo trabaja allí?

SE: Trabajo en cuadernos de tamaño especial que corresponden a mi escritura normal, la de las mañanas. Mi escritura de las noches se agranda por la disminución de la luz. Una página de mi cuaderno es el equivalente a media cuartilla escrita a máquina.

IV: El espejo de Farabeuf... cosa de chinos

MT: Iba a preguntarle cuál es la relación poética que establece usted con todo eso. Recuerdo a Borges y su idea sobre la metáfora, cómo hay que aplicar relaciones entre palabras que se corresponden esencialmente. Usted, ¿cómo maneja ese aspecto?

SE: Dado que mi obra no es estrictamente poética, aunque escribo poemas…

MT: Y la poesía se infiltra siempre de alguna forma en su obra…

SE: Sí, en la medida en que hay subcreación de relaciones que a veces son como imágenes. Lo que pasa es que no es una relación poética, o sí lo es, pero de orden técnico. Hay un espejo en Farabeuf. Ese espejo no solamente es un espejo que refleja según la óptica normal las cosas que están pasando frente a él, volviéndolas al revés en el sentido de izquierda y derecha. Ese espejo es elemento divisorio entre Oriente y Occidente. Después de ese espejo lo que pasa es cosa de chinos y lo que pasa de este lado está sucediendo en el país. Pero todo esto es una figuración literaria, es decir, el espejo tiene un sentido de división, partición o puesta en relación de un mundo con otro. Así, la descripción del cuerpo humano para los efectos de instrucciones al cirujano tiene que estar muy bien precisada: si se trata del lado derecho, corte de izquierda a derecha. Eso delante del espejo, cobra un giro: ¿del lado derecho de quién, del cadáver o del cirujano? Todos estos juegos, en los que el espejo y la imagen reflejada en él participan, es lo que me interesa establecer literariamente mediante el lenguaje. Creo que en el intento de establecimiento de relaciones entre una cosa y otra es el sentimiento que me inspira. A veces puedo encontrar la relación entre Farabeuf y un pobre doctor, y entre estos dos con el chino. Tengo una pasión poética porque es una pasión por establecer metáforas, poner dos términos en relación formal.

MT: Trata siempre temas que le gustan. ¿Qué otras cosas son receptoras de su alegría?

SE: Mi obsesión fundamental es el sol. Decididamente es lo que más me agrada. Más que las mujeres, que me gustan muchísimo, pero sólo de vista, en realidad me aterran. Prefiero el sol que las mujeres.

MT: ¿Hay una concepción especial detrás de ello?

SE: Sólo ese bienestar que me produce verlo. Yo vivo al sol. Voy de allá para acá (señala diversos puntos del jardín de su casa). Paso el mayor tiempo posible cerca del sol. También me gustan el mar, la literatura inglesa…

MT: Lo ha dicho varias veces: el sol, las mujeres, el mar… ¿Y sus odios y aversiones?

SE: Odio comer, no me dice nada.

MT: ¿Y beber?

SE: Me gusta mucho, lo que sea, beber en compañía por la convivialidad. Me gustan mucho las fiestas, aunque no frecuentes.

MT: Usted ha hablado del dolor “como una revelación de la inteligencia y como un misterio del alma”. ¿El dolor ha sido efectivamente eso para usted?

SE: Sí. El artículo donde aparece esa frase es el recuento de una experiencia que he tenido prácticamente toda mi vida de adulto, una migraña que padezco muy de vez en cuando desde que era muy joven. Es una enfermedad muy rara, sobre la cual he estudiado mucho y nadie sabe nada. Me han visto todos los doctores, los más grandes del mundo, y todos me han dado el mismo remedio advirtiéndome que no sirve. Es muy interesante porque produce un dolor tan intenso que en el momento en que termina se experimenta un placer, un bienestar equivalente en intensidad al dolor anterior, y una purificación fantástica en la agudeza de los sentidos.

MT: ¿Escribe mucho después de eso?

SE: Sí, ese dolor no impide el pensamiento, permite su análisis. En realidad esto no es una enfermedad sino un alivio, una cura que cuando termina me hace sentir fatal y a la vez muy bien. Produce hambre y se hace ejercicio.

MT: ¿Cuál es la duración de esa migraña?

SE: La más larga de mi vida —ahora ya me vienen menos fuertes— fue de 20 minutos. No se aguanta más.

MT: Ya para terminar… ¿Cuál es la mentira fundamental que ha escrito Salvador Elizondo?

SE: Yo creo que mi autobiografía, porque está escrita con el decidido propósito de extraviar al lector, quien en ningún momento se forma una idea de cómo soy o de qué ha sido mi vida. No cuento una sola verdad, todo está muy transformado por la sensibilidad. Si me preguntaran, desde el punto de vista literario, “¿todo lo que dice usted es cierto?”, diría que no. Pero si lo hicieran desde el punto de vista histórico, de los hechos de mi vida, diría que todo es cierto.
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* Entrevista publicada originalmente en Sábado, de unomásuno, en 1981, y en inglés en Mandorla (1991). Será incluida en una próxima antología de Pleroma Ediciones.

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