Laberinto
Elena Poniatowska vive en Chimalistac, al sur de la Ciudad de México, en una calle angosta y empedrada y con una tranquilidad que contrasta con el tráfico incesante de la vecina avenida Miguel Ángel de Quevedo.
En la sala de su casa, habla de su novela sobre la pintora surrealista Leonora Carrington y recuerda a sus amigos, su vida en el periodismo, su primer encuentro con Fernando Benítez; dice que le duele no haber cursado una carrera universitaria y es notorio su desencanto al no ser reconocida por sus pares como escritora.
—Soy una pinche periodista —expresa la autora de libros como La noche de Tlatelolco y Hasta no verte Jesús mío.
—A un periodista lo sellan de por vida, lo marcan con fuego. Yo siempre fui periodista, siempre estuve al servicio de los escritores, siempre hice notas sobre ellos —comenta mientras acaricia a uno de sus gatos.
—Nunca pertenecí a La Mafia —agrega—, a pesar de que estuve en México en la Cultura, de Novedades, y en La Cultura en México, de la revista Siempre! Nunca, porque a los periodistas nos ningunean, nos hacen a un lado.
La Mafia llamó el escritor argentino Luis Guillermo Piazza al grupo liderado por Fernando Benítez en esos suplementos culturales y del que formaban parte, entre otros, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Emmanuel Carballo, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco.
Elena comenzó su carrera en el periodismo con una entrevista a Francis White, embajador de Estados Unidos en México, publicada el 27 de mayo de 1953 en la sección de sociales de Excélsior, que dirigía Eduardo Correa. Un año después, ante el éxito de su trabajo, fue invitada a colaborar en Novedades. Aceptó de inmediato, no sólo porque la paga era mucho mejor sino porque en Excélsior sostenía una desgastante competencia con Ana Cecilia Treviño, quien se haría famosa como Bambi.
Ya como reportera de Novedades, un día fue a la librería Zaplana, ubicada en San Juan de Letrán:
—Llegó Benítez, me vio y dijo: “¿De dónde sacan estos cueros?, ¿de dónde sacan estos ángeles?”, hizo un montón de faramalla, se arrodilló y me preguntó si podía hacerle algunas entrevistas porque iba a crear “¡El más grande suplemento cultural de toda América Latina!” Era súper exagerado y payaso. Comencé a hacer las entrevistas, y creo que la primera con Fuentes la hice yo, aunque él me pidió leerla antes y la corrigió un montón.
Al preguntarle cómo era el ambiente en México en la cultura, comenta:
—Era un mundo muy bonito. Ahí estaban Monsi, José Emilio, Miguel Prieto y su segundo, Vicente Rojo, muy flaquito y muy tímido, y ya comenzaba a pintar. Cuando iban al suplemento Sol Arguedas y Elvira Gazcón, Benítez decía: “¡Doña Sol y doña Elvira!, ¡todo el Siglo de Oro me visita!” Así era él, puras payasadas.
Elena conoció a José Emilio y Monsiváis, dos de sus más grandes amigos, al mismo tiempo:
—Andaban pegados, como siameses. Monsi, para hacerse muy intelectual, tenía unos anteojotes; no sé cuánto le costaron, pero tenían un borde como del triple de lo normal. Y José Emilio vestía siempre de negro. Eran geniales y todo el tiempo andaban buscando a Octavio Paz y a Carlos Fuentes.
“Era la época de Adolfo López Mateos, al que criticaban porque a las mangas de sus sacos les sobraba un tanto así (señala hasta media mano) y le decían “El Mangotas”. Tenía como secretario particular a Humberto Romero y Monsiváis cantaba: ‘Romero, suba y dígale al Mangotas que aquí lo espera su lambiscón’, o también: ‘Pasarán más de mil años, mi curul…’. Cantaba con Laura Oceguera, que era muy modosita y hablaba como locutora de radio. Ella llevaba a Monsi al Bellinghausen, donde estaban Benítez, Alí Chumacero, Abel Quezada, Jaime García Terrés, Joaquín Díaz-Canedo… Monsi y Laura cantaban y todos se reían mucho y tomaban miles de copas. Era muy bonito. Creo que México es muy inferior a su pasado.
UNA NOVELA LLAMADA LEONORA
El periodismo fue la puerta de entrada de Poniatowska al mundo de la cultura. Ella, que estudiaba para secretaria ejecutiva, se vio de pronto entrevistando a Rosario Castellanos, Juan Rulfo, Octavio Paz o Leonora Carrington.
—Entrevisté a Leonora por primera vez hace muchísimo tiempo, ahí comienza nuestra amistad —dice la autora de Lilus Kikus, colección de cuentos publicada en 1954—. Leonora me invitaba a comer y hacía un mole que empezaba a preparar dos días antes. También era muy amiga de Kati Horna, una fotógrafa que se la vivía en los autobuses, subiendo y bajando con su cámara. Como las dos éramos periodistas, nos encontrábamos con frecuencia. Ella inventó un término que era “la cansancia”. A veces decía: “Hoy no puedo de la cansancia”.
Antes de escribir la novela galardonada con el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, Elena hizo otra basada en la vida de Leonora Carrington: Fiona, que nunca publicó “porque es muy mala”.
Leonora, dice Elena, es resultado de una prolongada amistad.
—Ella me ha contado muchas cosas a lo largo de los años. Nunca le pregunto nada, porque no le gusta y ni siquiera contesta. Pero si uno le comenta: “Fíjate que de niña me subieron a un pony”, Leonra dice: “Yo tenía uno que se llamaba Black Best…” y comienza a contarte de su infancia, que tiene muy presente.
Elena nació en París el 19 de mayo de 1932, hija de la aristócrata mexicana Paula Amor Yturbe y el príncipe polaco Jean Ciolek Poniatowki. Debido a la Segunda Guerra Mundial, su madre viajó a México con ella y su hermana Kitzia, las inscribió en un colegio inglés, les contrató una maestra particular para que no olvidaran el francés, y dejó que aprendieran el español por su cuenta. Estos hechos la hacen sentir una profunda afinidad con Carrington.
—Es una de las personas con las que más me identifico. En primer lugar por los antecedentes: por ser europeas, por nuestra educación —con muchos intermediarios entre los niños y los padres—, por las pretensiones de los padres con respecto a uno, que termina haciendo lo opuesto a lo que ellos deseaban, corriendo muchos riesgos, caminando al borde del abismo.
Leonora no sólo caminó al borde, sino que cayó en el abismo de un hospital psiquiátrico en Santander, víctima de una depresión nerviosa debida al encarcelamiento de su compañero, el pintor surrealista Max Ernst, en un campo de concentración francés durante la Segunda Guerra Mundial.
—Esa es otra de las cosas que nos unen —dice Poniatowska—. En mi familia hay mucha locura. Ahí está Pita Amor, que no cantaba mal las rancheras. Y Adelaida Amor, quien murió con camisa de fuerza.
Leonora huyó de España y buscó ayuda en la embajada de México en París, donde conoció a Renato Leduc, de quien Elena traza en la novela una imagen opuesta a la mezquindad y egocentrismo de Max Ernst. Con Renato, Leonora viajó a México luego de una breve estancia en Nueva York.
—A Renato lo habían hecho a un lado. Decían que su matrimonio con Leonora había sido por pura conveniencia. Pero ellos se quisieron y nunca dejaron de ser amigos. Después de separados, Renato iba a visitarla a su casa, en la calle de Chihuahua, y Gaby, el hijo mayor de Leonora, lo quería mucho.
La pareja vivía en un departamento ubicado en Artes 115, en la colonia San Rafael. La relación duró poco tiempo y Poniatowska explica el motivo.
—Cuando llegaron a México, a Renato lo invitaban a muchas pachangas, ya ve cómo son los periodistas de borrachos y locos —lo peor para una mujer es casarse con un periodista, es horrible. Leonora se desesperó de esa vida, él estaba en un torbellino y cuando ella lo acompañaba a sus reuniones seguramente le decían: “Qué buena vieja te trajiste” o algo por el estilo. En la novela invento cada diálogo.
La escritura de Leonora alejó a Poniatowska de sus actividades sociales y políticas.
—Me hizo mucho bien, porque me encerró. Para escribir no puedes andar danzando por todos lados, yéndote de compras o de viaje, porque se te va la onda. Entonces, a mí me hizo bien aislarme, salirme del ajo, que la gente dejara de hablarme, que el teléfono dejara de sonar.
LA CIUDAD QUE SE PERDIÓ
En la adolescencia, Elena y su hermana Kitzia fueron enviadas a Eden Hall, un internado de monjas en Filadelfia, porque su madre quería que se prepararan para ser damas de sociedad. Al volver a México, Elena pretendió estudiar medicina, pero como no pudo ingresar a la Universidad su padre la animó para que fuera secretaria ejecutiva trilingüe.
—Estudié taquimecanografía en la Academia de Aurora Haro, en San Juan de Letrán. Aprendí mecanografía en una de esas viejas Remington en las que si tecleabas mal, se te lastimaban los dedos; la taquigrafía ya se me olvidó.
“A veces no entraba a clases y me iba al Cinelandia. Andaba en camión, aunque después mi papá me compró un coche Hillman de segunda o de tercera, a cada rato se descomponía. Un día lo llevé a la agencia y me dijeron: ‘Le damos mil pesos por él, pero con usted adentro’. Imagínate como estaría de carcacha”.
Elena habla de su ir y venir por la ciudad.
—Recuerdo con mucho cariño el camión Mariscal Sucre, que era verde, el Colonia Del Valle-Coyoacán, que era rojo. Los boletos de los camiones estaban colgados de un gancho y cuando pagabas —diez o veinte centavos— el chofer te daba uno; si lo perdías tenías que pagar otra vez.
“La ciudad que yo conocí de joven era pequeña, la gente se encontraba, se veía; se sentía la presencia del exilio español, su creatividad. Ahora es una ciudad inmensa, una ciudad que ya se perdió, que se mató a sí misma cuando empezaron a hacer los pasos a desnivel, los ejes viales, los segundos pisos”.
APUNTES AL VUELO
En compañía del dibujante Alberto Beltrán, Poniatowska recorrió los barrios populares de la Ciudad de México para una serie de crónicas que luego reuniría en el libro Todo empezó el domingo. Al comentar esa experiencia, dice:
—Alberto me enseñó un México maravilloso. Era muy talentoso y hacía apuntes al vuelo, pero también estaba lleno de prejuicios, de rencores. Cuando mi mamá lo veía decía: “Ahí viene Alberto precedido por su gran mirada de desaprobación”.
“Era hijo de un sastre, sabía cortar trajes, hacer ojales, pegar botones, yo quería conocer su mundo pero él no lo permitió”.
El periodismo, como ya se ha dicho, la llevó a conocer y entrevistar a una gran cantidad de artistas e intelectuales; con el tiempo, muchos de ellos se hicieron sus amigos, como Gabriel García Márquez.
—No lo veo tanto, pero nos queremos muchísimo —comenta—. Yo soy de sus amigas de antes del Nobel. Él era muy alegre, muy íntimo, de una lealtad enorme, sobre todo con Carlos Fuentes.
Octavio Paz: las palabras del árbol es el testimonio de una prolongada amistad con el poeta, quien a fines de los cincuenta dijo que Elena introdujo en el periodismo mexicano “una frescura, una gracia, una imaginación que la hacía algo distinto”. ¿Qué piensa Poniatowska de ese libro? La respuesta es tajante:
—Es un libro feo, chafa, porque Paz quería leerlo todo, controlarlo todo.
Luego matiza:
—Bueno, tiene algunas cosas interesantes, pero yo siempre me estoy autodenigrando, afirmando que hago porquerías para que me digan: “No, no es cierto Elenita”.
El nombre de Rosario Castellanos la entusiasma:
—Yo la idolatraba, la veía como a la virgen de Guadalupe. Leía cada una de sus palabras, todos sus artículos. Tengo muchas cosas de Rosario Castellanos porque iba a hacer un tomo sobre ella para una colección de la UNESCO, pero una rata ladrona —me parece que se llama Amos Segala— se llevó toda la lana y ya no se hizo nada.
¿Y Juan Rulfo?
—Lo entrevisté en 1953, él bebía y se volvía otro. Decía: “Mira, ese que viene caminando hacia nosotros me quiere chingar”. “¿Pero por qué va a querer hacerte eso?”, le preguntaba. “Porque es un traidor hijo de la chingada”.
“Rulfo era como un terrón de tepetate, un pedazo de tierra, desconfiaba de la gente. También era muy sorpresivo, al platicar con él uno podía creer que escribía casi como los arrieros, pero leía muchísimo y ahí están sus obras”.
LA UNIVERSIDAD
Autora de novelas, cuentos, crónicas, ensayos y hasta de una obra de teatro (Melés y Teléo), Elena Poniatowka expresa con cierta melancolía:
—Lo que más he hecho en la vida es escribir periodismo.
Y reflexiona:
—Escribir literatura cuesta mucho trabajo, estás sola, no puedes distraerte. Siendo periodista, mañana sale lo que hiciste hoy, es muy padre y te sientes muy chingona. Pero cuando estás escribiendo un libro, no sabes si lo estás haciendo bien o mal, es una gran aventura frente a la mesa de trabajo, no hay nadie que te diga: “Oye, no hagas eso”.
Dice que la escritura es su vida, y cuenta una anécdota:
—Cuando era chiquito, a mi hijo Felipe le dijeron que hiciera un retrato de su mamá. Pintó una mesita de patas flacas y encima puso una máquina de escribir. Me sentí de la patada, pero luego vi que otro niño hizo un espejo inmenso y frente a él una mujer arreglándose, así que dije: “Por lo menos yo trabajo, la otra nada más se está pintarrajeando”.
¿Se arrepiente de ser periodista? Responde de manera indirecta.
—Lo que me duele es no haber tenido una carrera académica, no haber estado en la Universidad. A mí me educaron las monjas, después estudié para secretaria y hasta trabajé en un laboratorio.
De periodista me metí de un día para otro, pero hubiera preferido ser universitaria, adoro a la Universidad y me llenó felicidad que me hayan otorgado el doctorado Honoris Causa de la UNAM (en 2001).
Otras universidades del país y del extranjero también le han concedido el Honoris Causa, la más reciente es la Sorbona, donde fue investida el 15 de marzo con el poeta Tomás Segovia.
Elena dice que no descansa, que no gusta dejar de escribir.
—Si no lo hago me deprimo, siento que no sirvo para nada. Ahora voy a hacer una novela sobre mis antepasados, los Poniatowski, de los que sé muy poco. Uno de ellos fue el primero o segundo amante de Catalina la Grande y ella lo puso en el trono de Polonia (se trata de Estanislao II Augusto Poniatowski, quien reinó entre 1764 y 1795).
LA FAMILIA
La familia ha sido muy importante en la vida de Elena Poniatowska. Tiene tres hijos (Emmanuel, Felipe y Paula) y diez nietos.
—Mi mamá ha sido lo más importante en mi vida —dice—. A mi esposo, Guillermo Haro, lo extraño mucho. Era un gran científico que se preocupaba por el futuro de México, por impulsar a los jóvenes; sabía muchísimas cosas y era un gran crítico literario.
Desde hace poco tiempo, Elena Poniatowska ha comenzado a utilizar el apellido Amor. ¿Por qué?
—Porque la tía Pita se murió. Como alguna vez me dijo: “No te atrevas a usar mi nombre, yo soy la reina de la tinta americana y tú una pinche periodista”, no lo usaba.
DEFINICIONES Y AUSENCIAS
Las críticas adversas no inquietan a la escritora de Tinísima.
—Nunca me he pasado la noche refunfuñando porque alguien dijo que un libro mío era una cochinada. Nunca. Si me va bien, me da gusto, pero si me va mal, no es nada del otro mundo.
¿Cómo se define Elena Poniatowska?
—Te voy a decir lo que me define —responde con voz tranquila, y hace una pausa—. A menos que esté enferma, voy a cumplir con lo que me corresponda, no voy a fallar, ni en la literatura, ni en el periodismo, en nada de lo que me toque. Con lo que me comprometo, lo hago. Se oye horrible, ¿verdad?, como de boy scout.
Una pregunta al final de la charla: “¿Extraña a Carlos Monsiváis?”, provoca el silencio de la escritora. Se lleva la mano a la cabeza, sus ojos miran hacia el jardín y enrojecen. Después de segundos tan largos como inquietantes, responde:
—Cada día más. Ahorita que México está de la patada, se extrañan los comentarios, el análisis de Monsiváis. No era el momento para que muriera, debería haber vivido muchísimos años más, pero no pudo o no quiso cuidarse. Es absurdo que haya muerto, no fumaba, no bebía… Monsi no era sólo un escritor, sino un guía para comprender la realidad del país.
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