sábado, 5 de marzo de 2011

Yo soy una novela

Marzo/2011
Nexos
Jorge Volpi

En su discurso tras recibir un importante premio literario, un célebre escritor estadunidense confesó que adoraba las novelas porque, a diferencia de casi cualquier otra cosa, éstas no sirven para nada. No sé si la memoria me engaña —y, como habrá de verse más adelante, a fin de cuentas tampoco importa demasiado. Para el escritor neoyorquino real, o para el que ahora dibujo en mi mente (¿o debería decir en mi cerebro?), la ficción literaria, y acaso toda manifestación artística, se distingue por carecer de un fin práctico fuera de lo que suele llamarse, con cierta pedantería, el goce estético: no es ni el primero ni el último en suscribir esta tesis. Una tesis de incierto origen romántico que, como trataré de demostrar en estas páginas, es esencialmente falsa.

Sólo en las sociedades que han llegado a ser lo suficientemente prósperas o lo suficientemente descreídas, las obras de arte han sido apreciadas como tales: objetos valiosos, susceptibles de ser comprados o vendidos, pero cuyo valor no depende de su utilidad, sino de la vanidad de sus dueños o la codicia de sus admiradores. Durante buena parte de la Antigüedad, con excepción quizás de la Atenas de Platón o la Roma imperial, mientras se prolongaron las esquivas sombras del Medioevo e incluso en otros momentos puntuales de la historia, un artista o un artesano jamás hubiese suscrito una idea semejante: a sus oídos no sólo hubiese sonado herética, sino absurda. Su trabajo era tan práctico, aun si se trataba de una praxis simbólica, como el de un herrero, un talabartero o un sastre. El arte era o bien decorativo o bien religioso, y nadie se hubiese ofendido al reconocerlo.

Sostener esto hoy, en una época en apariencia tan laica como la nuestra —en el fondo más indiferente que escéptica—, resulta casi blasfemo: sólo un artista menor o descarriado, o un provocador, se atreverían a sugerir que su trabajo sirve efectivamente para algo, o para mucho. Todavía hoy son mayoría quienes piensan que sus obras —otro concepto rimbombante— son productos absolutamente individuales, resultado de su originalidad y de su genio (es decir, de su arrogancia), sin otro fin práctico que permitirles ganarse la vida con ello.

Se equivocan: en su calidad de herramienta evolutiva, el arte no puede sino perseguir una meta más ambiciosa. ¿Cuál? La obvia: ayudarnos a sobrevivir y, más aún, hacernos auténticamente humanos. (Adviertes en mis palabras cierto menosprecio hacia el arte. No es tal. Creo, más bien, que quienes sacralizan el arte y lo colocan en un pedestal inalcanzable, producto de la inspiración divina o, en nuestra época, del talento o el trabajo, se pierden el bosque por contemplar un solo árbol, por magnífico que sea.)

Que el arte exista en todas partes —las distintas sociedades humanas han conocido y desarrollado sus distintos géneros de maneras básicamente similares— debería prevenirnos sobre su carácter de adaptación por selección natural. Una adaptación sorprendente, qué duda cabe, pero a fin de cuentas tan útil como el tallado de hachas de sílice, la organización en clanes o la invención de la escritura. Porque, como habremos de ver más adelante, el arte, y en especial el arte de la ficción, nos ayuda a adivinar los comportamientos de los otros, y a conocernos a nosotros mismos, lo cual supone una gran ventaja frente a especies menos autoconscientes.

En contra de la opinión del novelista neoyorquino, resulta difícil pensar que el arte haya surgido de manera casual, como un inesperado subproducto del neocórtex, una errata benéfica o un premio inesperado. Su origen hemos de perseguirlo, más bien, en el pausado y deslumbrante camino que nos transformó en materia capaz de pensar en la materia, en animales capaces de cuestionarse a sí mismos. El arte no sólo es una prueba de nuestra humanidad: somos humanos gracias al arte.

Otro tanto ocurre con la ficción. Al considerarla una especie de don inapreciable, de toque de genio, los románticos asumían que debió aparecer de forma tardía en nuestra especie. Si ello fuera cierto, deberíamos aceptar que durante miles de años la ficción no fue parte de nuestras vidas hasta que, un buen día, nuestros ancestros la descubrieron por casualidad, sumergida bajo el limo de un pantano primordial o en el amenazante fondo de una cueva, como si se tratase de un hallazgo semejante a la regularidad de las estaciones o a la domesticación del fuego. Me niego a creerlo. Prefiero pensar que la ficción ha existido desde el mismo instante en que pisó la Tierra el Homo sapiens. Porque los mecanismos cerebrales por medio de los cuales nos acercamos a la realidad son básicamente idénticos a los que empleamos a la hora de crear o apreciar una ficción. Su suma nos han convertido en lo que somos: organismos autoconscientes, bucles animados.

Verdad de Perogrullo confirmada por las ciencias cognitivas: todo el tiempo, a todas horas, no sólo percibimos nuestro entorno, sino que lo recreamos, lo manipulamos y lo reordenamos en el oscuro interior de nuestros cerebros —no sólo somos testigos, sino artífices de la realidad. Como espero detallar más adelante, reconocer el mundo e inventarlo son mecanismos paralelos que apenas se distinguen entre sí.

No podría ser de otra manera: si nuestro cerebro evolucionó y se ensanchó a grados monstruosos —al amparo de deformes cabezotas, nacimientos prematuros y atroces dolores de parto—, fue para hacernos capaces de reaccionar mejor y más rápido frente a las amenazas externas. De otro modo: nos hizo expertos en generar futuros más o menos confiables. (Dices no estar de acuerdo; en tu opinión, casi siempre erramos al predecir el futuro. Tal vez tengas razón cuando te refieres a las sutilezas de lo humano —nuestra civilización es demasiado reciente—, pero en cambio fíjate cómo atrapas esta pelota, cómo huyes de este tigre o cómo esquivas esta bofetada sin necesidad apenas de pensarlo.)

Más tarde, este mecanismo dio un insólito salto hacia adelante y, de una manera que ninguna otra especie ha alcanzado con la misma intensidad, de pronto nos permitió mirarnos a nosotros mismos y convencernos de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un centro, un yo que nos estructura, nos controla, nos vuelve quienes somos. El yo habría surgido, en tal caso, como una especie de controlador de vuelo, de capitán de barco.

Si, como afirma Francis Crick, en el fondo no somos otra cosa que nuestro cerebro —“sorprendente hipótesis”, tan previsible como escalofriante—, deberíamos concluir que eso que llamamos la Realidad, con todo cuanto contiene, se halla inscrita en los millones de neuronas de nuestra corteza cerebral. El universo entero, con sus serpenteantes galaxias y sus constelaciones fugitivas, con sus humeantes planetas y sus esquivos satélites, con su sobrecogedora profusión de plantas y animales, cabe todo allí adentro —aquí adentro. Todo, repito, y eso incluye, irremediablemente, a los demás. A mis semejantes —a mi familia, mis amigos, incluso a mis enemigos— y, sí, también a ustedes, queridos lectores. (Espero que, no por ello, abandonen estas páginas.)

¡Menuda invención evolutiva! Yo no soy sino una ficción de mi cerebro. O, expresado de manera más precisa, mi yo es una fantasía de mi cerebro. Eso sí, la mayor y más poderosa de las fantasías, pues se concibe capaz de generar y controlar a todas las demás. El yo me da orden y coherencia, estructura mi vida, me confiere una identidad más o menos clara —pero no existe ningún lugar preciso en el cerebro donde sea posible localizar a ese esquivo fantasma, a ese omnipresente y omnipotente animalillo que es el yo.

El escenario resulta inquietante y sin embargo, conforme uno medita sobre sus consecuencias, el horror se desvanece. Frente a esta hipótesis, primero comparece el vértigo: ¿ello significa que la Realidad no existe? ¿Que Yo no existo? No exactamente: la única realidad que conoceremos —y que, en el mejor de los casos, está levemente emparentada con la Realidad— es la realidad de nuestra mente, la realidad que percibimos y luego recreamos sin medida. No es este el lugar para empantanarnos en discusiones filosóficas de mayor calado: nuestro sentido práctico, esa facultad que nos ha permitido sobrevivir y dominar el planeta, nos indica de modo natural que debemos hacer como si la realidad de nuestra mente en efecto se correspondiera con esa Realidad inaprensible que nos es sustraída a cada instante.

La idea de la ficción, como puede verse, yace completa en ese pedestre y desconcertante como si. El como si que nuestro cerebro aplica a diario para que nuestro cuerpo se mueva razonablemente por el mundo, para que descubra nuevas fuentes de energía y consiga salvaguardarse de depredadores y enemigos. El como si que nos impide tropezar a cada instante, que nos mantiene en equilibrio y que nos impide estrellarnos contra una ventana o caer de una escalera.

El como si que nos permite tolerar el universo imaginario de una novela es idéntico, pues, al como si que nos lleva a asumir que la realidad es tan sólida y vigorosa como la presenciamos. Si la ficción se parece a la vida cotidiana es porque la vida cotidiana también es —ya lo suponíamos— una ficción. Una ficción sui géneris, matizada por una ficción secundaria —la idea de que la Realidad es real—, pero una ficción al fin y al cabo.

No llegaré al extremo de insinuar que todo lo demás, incluidos ustedes, mis lectores, mis hermanos, sólo son invenciones mías, tan predecibles o caprichosas como los personajes de mis libros —un tema recurrente en tantas novelas y películas—, y que acaso yo estoy loco o que sólo yo existo, como en La amante de Wittgenstein, de David Markson. El solipsismo extremo es, también, una invención literaria.

Sí me gustaría subrayar, por ahora, que el proceso mental que me anima a poseer una idea de ustedes, lectores míos, mis semejantes, es paralelo al mecanismo por medio del cual soy capaz de concebir a alguien inexistente y de darle vida por medio de palabras —de ideas, con las que a fin de cuentas todos hemos sido modelados. Podemos afirmar, con el bardo, que estamos hechos de la misma materia de los sueños, siempre y cuando no olvidemos que los sueños también están hechos de retazos —a veces significativos, a veces inconexos— de ideas.

El teatro, la ópera, el cine, la televisión, los videojuegos y, por supuesto, la literatura —los diversos soportes de la ficción—, son todos simulacros verosímiles de la realidad: los críticos más sagaces no se han cansado de proclamarlo. Pero la acuciante necesidad que tenemos de sumergirnos en ellos, desde sus ejemplos más elevados hasta los más vulgares, no se origina en un capricho infantil y pasajero, en el ansia de evasión o en el puro y calamitoso tedio, como sugiere el novelista neoyorquino. En cada una de estas manifestaciones, el creador y el espectador no sólo invierten largas horas de esfuerzo —aun la peor ficción, como veremos, resulta siempre demandante—, sino que parecen no cansarse nunca de sus trampas y sus engaños, aun a sabiendas de que lo son.

¿Don Quijote y Pedro Páramo, Ham-let y Lulú, Darth Vader y Dumbo, Mario y Luigi existen sólo para transcurrir horas aciagas, para apresurar la noche y el sueño, para impedir que —pobres de nosotros— nos vayamos a aburrir? Sonaría inverosímil: una especie no gasta tanta energía, tanto dinero y tantos anhelos en una actividad que sirve nada más que para colmar las horas muertas.

Los humanos somos rehenes de la ficción. Ni los más severos iconoclastas han logrado combatir nuestra debilidad y nuestra dependencia por las mentiras literarias, teatrales, audiovisuales, cibernéticas. Pero ellas no nos deleitan, no abducen, no nos atormentan de forma adictiva por el hecho de ser mentiras, sino porque, pese a que reconozcamos su condición hechiza y chapucera, las vivimos con la misma pasión con la cual nos enfrentamos a lo real. Porque esas mentiras también pertenecen al dominio de lo real.

Cuando leo las aventuras de un caballero andante o la desgracia de una mujer adúltera, cuando presencio la indecisión de un príncipe o la agonía de un rey anciano, cuando contemplo la avaricia de un magnate de la prensa o la caída de un imperio galáctico o cuando lucho por sobrevivir a un ataque de invasores alienígenas, mi mente sabe que me encuentro frente a un escenario irreal y al mismo tiempo se esfuerza por olvidar o sepultar esta certeza mientras dura la novela, la pieza teatral, la película o el juego de video. En resumen: la conciencia humana aborrece la falsedad y, al menos durante el tiempo precioso que dura la ficción, prefiere considerarla una suma de verdades parciales, de escenarios alternativos, de existencias paralelas, de aventuras potenciales.

La evolución convirtió a nuestro cerebro en una máquina de futuro y éste reacciona con el mismo ahínco frente a la realidad y frente a la ficción. Las cuitas y fracasos de un personaje de novela no pueden dejar de conmovernos, igual que no resistimos simpatizar con ciertos héroes o despreciar a ciertos villanos: nos enfadamos, nos sorprendemos, sufrimos y tememos con la misma intensidad que en la vida diaria —y a veces más.

Hasta hace poco, la empatía era vista con cierto recelo, una especie de campo magnético involuntario, una emoción deslavada y algo cursi. Hoy sabemos, gracias a los estudios de Giacomo Rizzolatti y sus colegas, que la empatía es un fenómeno omnipresente en los humanos —al igual que en ciertos simios, elefantes y delfines—, originada en un tipo especial de neuronas, las ya célebres “neuronas espejo”, localizadas, para sorpresa de propios y extraños, en las áreas motoras del cerebro.
Desde allí estas sorprendentes células nos hacen imitar los movimientos animales que se atraviesan en nuestro camino como si fuéramos nosotros quienes los llevamos a cabo. Al hacerlo no sólo reconocemos a los agentes que nos rodean, sino que tratamos de predecir su comportamiento, en primera instancia para protegernos de ellos y, a la larga, para comprenderlos a partir de sus actos. (En efecto: si miras por televisión a un contorsionista o a un lanzador de bala olímpico, en tu interior tú también te descoyuntas y también lanzas la maldita bola de metal lo más lejos posible.)

Desde esta perspectiva, la ficción cumple una tarea indispensable para nuestra supervivencia: no sólo nos ayuda a predecir nuestras reacciones en situaciones hipotéticas, sino que nos obliga a representarlas en nuestra mente —a repetirlas y reconstruirlas— y, a partir de allí, a entrever qué sentiríamos si las experimentáramos de verdad. Una vez hecho esto, no tardamos en reconocernos en los demás, porque en alguna medida en ese momento ya somos los demás.

Repito: no leemos una novela o asistimos a una sala de cine o una función de teatro o nos abismamos en un video-juego sólo para entretenernos, aunque nos entretenga, ni sólo para divertirnos, aunque nos divierta, sino para probarnos en otros ambientes y en especial para ser, vicaria pero efectivamente, al menos durante algunas horas o algunos minutos, otros. “Madame Bovary, c’est moi”, afirmó Flaubert, pero lo mismo podría ser expresado por cualquiera de sus lectores.

Vivir otras vidas no es sólo un juego —aunque sea primordialmente un juego—, sino una conducta provista con sólidas ganancias evolutivas, capaz de transportar, de una mente a otra, ideas que acentúan la interacción social. La empatía. La solidaridad. Qué lejos queda la idea de la ficción como un pasatiempo inútil, destinado a la admiración embelesada, al onanista placer estético. Sin duda la naturaleza del arte contempla también la idea de lo bello —un conjunto de patrones fijados en cada sociedad y en cada época, y reforzados obsesivamente hasta su desgaste—, pero la belleza no sería entonces sino una suerte de anzuelo evolutivo, un cebo para atraernos hacia la información que se esconde detrás de su fachada. Así como el gozo sexual es una adaptación que refuerza la necesidad de los genes de perdurar y reproducirse —y nos condena a la desasosegante persecución de otros cuerpos—, la belleza es el tirabuzón que nos encamina hacia conjuntos de ideas que nos alientan a comprender mejor el mundo, a nuestros semejantes y, por supuesto, a nosotros mismos.

Si en verdad sólo somos nuestro cerebro, como sugería Crick, en otro nivel es válido decir que sólo somos un gigantesco conjunto de ideas producidas y ancladas en ese cerebro: la idea del yo, ese incómodo testigo que al presenciar los hechos nos separa de ellos, es, ya lo apunté, la más compleja y la más frágil. Porque el yo siempre se halla solo. Irremediablemente solo. Su única escapatoria consiste en identificarse con ese otro conjunto de ideas complejas que son los demás, sean éstos reales o imaginarios. Y, paradójicamente, ese contacto virtual es nuestro único escape del autismo o la demencia. Los humanos somos “símbolos mentales” obsesionados con relacionarnos con otros “símbolos mentales”. (Sé, amada mía, que no te toleras que te llame “símbolo mental”, pero, desde esta perspectiva, decirte por tu nombre sería un encubrimiento.)

Leer una novela o un cuento no es una actividad inocua: desde el momento en que nuestras neuronas nos hacen reconocernos en los personajes de ficción —y apoderarnos así de sus conflictos, sus problemas, sus decisiones, su felicidad o su desgracia—, comenzamos a ser otros. Conforme más contagiosas —más aptas— sean las ideas que contiene una narración, sus secuelas quedarán más tiempo incrustadas en nuestra mente, como si fuesen las secuelas de una enfermedad viral o de una fiebre terciaria. La única cura es, por supuesto, el olvido. Y la lectura de otras novelas.

Si Alonso Quijano nos fascina es porque se trata de la proyección extrema de lo que suele ocurrirle a cualquier lector empedernido: a fuerza de representarse una y otra vez ciertas escenas de la ficción, termina por considerarlas reales. (Piénsalo: ¿acaso no es tan real Natasha Rostova, en quien has pensado en cientos o miles de ocasiones, como aquel amor de juventud que no has vuelto a ver y sin embargo cambió tu vida para siempre?)

Dada nuestra naturaleza de animales sociales, la ficción literaria tampoco podría ser entendida, sin embargo, como un mero instrumento para la supervivencia individual. Una novela me permite experimentar vidas y situaciones ajenas pero, como decía antes, también me transmite información social relevante —la literatura es una porción esencial de nuestra memoria compartida. Y se convierte, por tanto, en uno de los medios más contundentes para asentar nuestra idea de humanidad.
Frente a las diferencias que nos separan —del color de la piel al lugar de nacimiento, obsesiones equivalentemente perniciosas—, la literatura siempre anunció una verdad que hace apenas unos años corroboró la secuenciación del genoma humano: todos somos básicamente idénticos. Al menos en teoría, cualquiera podría ponerse en el sitio de cualquiera.

Nuestro tiempo desconfía, creo que con razón, del papel social de la literatura: baste recordar los estragos provocados por el compromiso político, el realismo socialista o el frenesí revolucionario. La literatura, es cierto, parece degradarse cuando persigue un fin concreto, cuando soporta una ideología explícita. Porque cualquier ideología es, de entrada, una forma excluyente de otras variedades de pensamiento. En cambio, en su expresión más amplia, más libre, la ficción nos permite ensanchar nuestra idea de lo humano. Con ella no sólo conocemos otras voces y otras experiencias, sino que las sentimos tan vivas como si nos pertenecieran.

No importa el lugar o la época, las diferencias sociales o las costumbres: nuestro cerebro siempre nos impulsa a colocarnos en el lugar de los personajes de un cuento o una novela. Todos somos capaces de ser Aquiles o Hanuman, Emma Bovary o Aureliano Buendía, Hitler o Adriano, o un incluso un perro o un alienígena, siempre y cuando sus actos nos permitan deducir en su interior algo similar a una conciencia.

No quiero exagerar: leer cuentos y novelas no nos hace por fuerza mejores personas, pero estoy convencido de que quien no lee cuentos y novelas —y quien no persigue las distintas variedades de la ficción— tiene menos posibilidades de comprender el mundo, de comprender a los demás y de comprenderse a sí mismo. Leer ficciones complejas, habitadas por personajes profundos y contradictorios, como tú y como yo, como cada uno de nosotros, impregnadas de emoción y desconcierto, imprevisibles y desafiantes, se convierte en una de las mejores formas de aprender a ser humano.

Desconfío, pues, de quienes se solazan al despojar a la ficción literaria de su carácter de adaptación evolutiva. De su esencia práctica. Escribimos cuentos y novelas no sólo porque no podemos dejar de hacerlo, no sólo porque nos hagan disfrutar con la perfección de sus frases o la fuerza de sus historias, sino porque los cuentos y las novelas nos han hecho quienes somos. En los relatos del mundo se encuentra lo mejor de nuestra especie: nuestra conciencia, nuestras emociones y sentimientos, nuestra memoria, nuestra inteligencia, nuestras dudas y prejuicios, acaso también la medida de nuestro albedrío. (Ello no excluye que también puedan almacenar lo peor: la maldad gratuita, el odio, la intolerancia, la sevicia.)

Si la ficción es una herramienta tan poderosa para explorar la naturaleza —y en especial la naturaleza humana—, es porque la ficción también es la realidad. Una vez que las percepciones arriban al cerebro, este órgano húmedo y tenebroso codifica, procesa y a la postre reinventa el mundo tal como un escritor concibe una novela o un lector la descifra. Aun si en la mayor parte de los casos somos capaces de diferenciar lo cierto de lo inventado, su sustancia se mantiene idéntica. A causa de ello, la ficción resulta capital para nuestra especie. La literatura no sirve para entretenernos ni para embelesarnos —la literatura nos hace humanos.


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