sábado, 26 de marzo de 2011

Por una ética de la lectura

26/Marzo/2011
Laberinto
Juan Domingo Argüelles

Un hombre discreto —escribió Descartes— no tiene la obligación de haber leído todos los libros ni de haber aprendido con esmero todo lo que se enseña en las escuelas; fuera incluso cierto defecto en su educación el haber empleado demasiado tiempo en el ejercicio de las letras. Tiene muchas otras cosas que hacer en su vida”.

Puesto que ha seguido caminos que otros le han marcado y repetido ideas bajo la autoridad de sus preceptores, resulta casi imposible que la mente de cualquier estudiante o graduado no se encuentre “llena de una infinidad de falsos pensamientos” y de conceptos nunca digeridos. Ha seguido instrucciones, ha leído manuales, ha cumplido con preceptivas. Lo que le ha faltado es el sabio ejercicio de pensar por sí mismo.

Este certero juicio del gran pensador francés del siglo XVII sigue vigente, y es más actual hoy que nunca. La sociedad escolarizada hace sentir en todo momento que la única posibilidad de aprender algo que valga la pena está en las aulas y en los libros.

Al igual que Montaigne, Descartes desconfiaba, razonablemente, de esta fe escolástica que no deja nada ni al azar ni a la propia iniciativa. Advierte que, luego de pasar tantos años en la escuela (tantos que, en muchos casos, abarcan toda la vida), una persona escolarizada en sistemas rígidos, esquemáticos y predecibles, necesitaría, para despertar sus capacidades dormidas, “deshacerse de las malas doctrinas que ocupan su espíritu” y que no le permiten comprender que la verdad no está establecida en ningún manual ni en ninguna autoridad irrebatible, sino en la propia experiencia que nos llevará más de una vez al error pero también, más de una vez, al acierto.

Padre del racionalismo, Descartes aconsejaba desconfiar incluso de los libros mismos, y emplear la duda y el razonamiento para conseguir algo más que simples definiciones eruditas, tan rígidas como cualquier fe religiosa, pues “aunque en los libros estuviese contenida toda la ciencia que deseáramos, lo que de bueno tienen está mezclado con tantas cosas inútiles y desperdigado confusamente en un montón de volúmenes tan gruesos, que fuera menester más tiempo para leerlos del que tenemos que permanecer en esta vida, y mayor ingenio para escoger las cosas útiles que para encontrarlas nosotros mismos”.

Más tarde, en el siglo XIX, Schopenhauer llegaría a la misma conclusión: “Hay que leer sólo cuando se seca la fuente de los propios pensamientos”. Más aún: no hay que leer en demasía pues, en este exceso, el espíritu se habitúa al sucedáneo del libro y pierde de vista la realidad. “El mucho leer —sostiene— priva al espíritu de toda elasticidad, ya que es como mantener un muelle bajo la presión continua de un gran peso, y el método más seguro para no tener pensamientos propios es coger un libro en la mano en cuanto disponemos de un minuto libre”.

Esta idea es anterior a Cristo. En el Fedro, Platón la atribuye a Sócrates y éste al rey egipcio Tamus, hasta convertirla en un apotegma impopular: “No hay que confundir la escritura con la verdad”. El libro es sólo una reminiscencia del pensamiento; un medio, nada más, jamás un fin: idea que reactivan y actualizan, a lo largo de los siglos, Montaigne, Descartes, Lichtenberg, Hazlitt, Schopenhauer y Henry Miller, entre algunos de los más ilustres escritores y lectores que aconsejan cultivar con esmero el arte de pensar para no hacer un dogma del hábito de leer.

Descartes nos llama, muy particularmente, a emplear útil y placenteramente el ocio y el estudio, a no confiar demasiado en la memoria (que suele retener muchas cosas inútiles) y a desarrollar del mejor modo nuestras capacidades de reflexión y de sentimiento, más allá de las aulas y más allá de los libros, “pues el fin de los estudios debe ser la dirección del espíritu”.

Desgraciadamente, son muchos los espíritus escolarizados que se oponen a Descartes, y creen, con absoluta fe, que sus grados académicos o sus muchos libros leídos son pruebas irrefutables de inteligencia y equivalen al saber incontestable. Son aquellos, dice Hazlitt, que cuando se les pregunta qué piensan sobre determinado asunto, no dicen lo que ellos piensan (porque no suelen pensar nada) sino lo que han leído, y si no tienen los libros a la mano, para certificar sus dichos, se sienten abandonados.

Es bueno leer libros, con tal de que los libros agucen nuestros sentidos y nuestro pensamiento, activen y reactiven nuestro cerebro, para pensar en lo que estamos leyendo o en lo que ya hemos leído, y enriquecer esa experiencia de la lectura con nuestra propia reflexión autónoma. De otro modo, leer es sólo un buen pasatiempo que, en su peor extremo, puede hacernos creer que somos sabios. Los libros deberían enseñarnos a dudar, incluso de los libros, pues nada se compara con la experiencia propia de hallar respuestas, no necesariamente escritas, a lo que nos inquieta, nos perturba o simplemente nos interesa. Hay que dudar incluso de la duda, es decir del propio pensamiento.

Deberíamos tener muy claro que sin el pensamiento propio los grandes escritores sólo hubieran escrito comentarios de libros. Por ello, las bibliotecas antiguas están llenas de lápidas más que de pensamiento vivo. En coincidencia con otros espíritus doctos, Alfonso Reyes concluyó que la paulatina destrucción de la Biblioteca de Alejandría no fue, como suele afirmarse, una terrible desgracia para la humanidad, pues “si llega a conservarse íntegro el acervo de los antiguos, ni la Antigüedad nos parecería tan estimable, ni acaso nos dejaría pensar por nuestra cuenta”.

Dice Descartes: “Es preciso saber lo que sea la duda, el pensamiento y la existencia, antes de quedar plenamente persuadidos de la verdad de este razonamiento: dudo luego existo, o, lo que es lo mismo, pienso luego existo”. En otras palabras, a pensar se aprende pensando, y a dudar se aprende dudando. Tal es el principio no sólo de toda filosofía, sino de todo pensamiento. Los libros nos enseñan muchas cosas, pero lo mejor que tienen los libros está sin duda fuera de los libros: es la realidad viva y avasallante de la que están hechos precisamente los libros.

Los libros pueden reforzar nuestra conciencia de ser, pero es la experiencia de cada quien, con libros o sin libros, la que le enseña el sentido común y la noción de lo que es valioso y grato. Por ello, se puede llegar a ser feliz sin libros, y por ello, también, sin que esto sea una fatalidad, se puede llegar a ser muy infeliz a pesar de los libros, el mucho saber y la más amplia erudición.

La cultura escrita no nos promete jamás la felicidad que no seamos capaces nosotros mismos de procurarnos en la realidad. Los libros tendrían que ser buenos reactores, pero somos nosotros, y no ellos, quienes los dotamos de vida. Las palabras no pueden nunca sustituir a los actos; la teoría no es experiencia.

Descartes escribe: “No puedo creer que existiera nunca nadie tan estúpido que, antes de que le hayan enseñado lo que sea la existencia, no pueda concluir y afirmar que existe. Lo mismo sucede con la duda y el pensamiento. Digo más: es imposible que alguien aprenda esas cosas por otra razón que por sí mismo y que esté persuadido de ellas de otro modo que por experiencia propia y por esa conciencia o testimonio interno que cualquiera experimenta en sí cuando examina las cosas. Así como en vano definiríamos el color blanco para que llegara a comprenderlo alguien que no viera nada, y así como bastaría abrir los ojos y ver el color blanco para conocerlo, así también para conocer lo que sean la duda y el pensamiento basta con dudar o pensar. Eso nos enseña todo lo que podemos saber al respecto y nos muestra mucho más que las más exactas definiciones”.

La escuela se ha arrogado el derecho ya no sólo de vender el conocimiento como una mercancía, sino también de certificarlo y, en no pocas ocasiones, de deslegitimar todo aquel saber autónomo que haya sido adquirido fuera de las aulas. Ha convertido en fe lo que en un principio era duda: la fe universitaria como moderna religión laica. Asimismo, en el caso de la lectura, la sociedad culturalista ha venido confundiendo el medio con el fin, el instrumento con el valor final. Del mismo modo que alguien con un título académico se torna dogmático porque “sabe”, la cultura ilustrada está autoconvencida de que sabe porque lee, y de que todo el saber que importa está contenido únicamente en dos recipientes: el aula y el libro. Confunde, obviamente, la erudición con la inteligencia, la memoria con el saber, y la destreza con el conocimiento. La duda, en cambio, es el principio de la filosofía. Será quizá por esto que la educación tecnocrática la ha desterrado de su república escolar perfecta.

Vivimos en una sociedad ávida de diplomas y de grados, sin que importen demasiado el sentido común y la sensatez. Asimismo, vivimos en permanente angustia de acumulación de lecturas (el famoso índice lector), sin importar casi nada la asimilación e integración al espíritu de lo leído. Bajo este supuesto, quien lee más es mejor. Sin embargo, como lo ha señalado atinadamente Jaime Smith Semprún, en La cara oculta de la inteligencia, lo importante no es almacenar información ni coleccionar destrezas, sino saber qué hacer con ellas y con un propósito benéfico. En otras palabras, “la cultura no es exhibir, es asimilar que nuestra alma e inteligencia absorban y digieran una serie de conocimientos, experiencias y facultades que le permitan ejercitarlas”.

No por leer más libros se comprende mejor o se es más inteligente. La inteligencia implica muchas cosas más allá de leer. La inteligencia también involucra las emociones y, muy especialmente la ética de nuestros actos. Mientras más torpe y dañosamente se comporte un experto en algo, mientras menos respetuoso sea del pensamiento y la libertad de los demás, menos inteligente es, aunque haya alcanzado todos los grados académicos y se haya leído toda una biblioteca.

Smith Semprún tiene una caracterización del ser inteligente que va más allá de las definiciones: “Ser inteligente es armonizar todas las facultades, dosificarlas, desarrollarlas, utilizarlas, comprenderlas, saber para qué sirve cada una. Por ejemplo, la razón para razonar, para pensar lógicamente, pero también para saber que, a veces, más importante que tener razón es ser razonable”.

Esta última observación la hubieran podido firmar Montaigne y Descartes, lejos siempre de todo fanatismo, y siempre dispuestos a encontrarles el mejor servicio a las paradojas. Ser razonable siempre es por supuesto mejor que tener siempre la razón, porque el que tiene siempre la razón, o desea tenerla siempre, es alguien que no admite otra razón que no sea la suya.

Para comenzar a desarrollar una ética de la lectura y, más todavía, una ética de la cultura, hay que comenzar por ir desterrando los fundamentalismos culturalistas y las viejas creencias insostenibles, desde el determinismo del coeficiente intelectual —el famoso IQ de Stern y Binet— hasta el valor absoluto que se concede a los instrumentos de persuasión, como la cátedra y el libro. Hay que comprender mejor para distinguir bien, y para aceptar con humildad y con inteligencia que, como ha escrito Smith Semprún, “no es inteligente saberse la guía de teléfonos de memoria; no es inteligente ganar a todos al ajedrez; no es inteligente saberse todos los teoremas y ecuaciones matemáticas, ni ser el primero de la clase y tener un coeficiente intelectual de más de 120”.

Lo realmente inteligente es saber que nada de eso nos salva de cometer estupideces y dañar a los demás y a nosotros mismos. Lo realmente inteligente es poseer imaginación para saber utilizar la inteligencia, y saber que de poco sirve absorber, aprender y adquirir conocimientos si lo único que hacemos con ellos es almacenarlos en un confuso depósito, sin darles jamás la armonía y la integración en nuestro espíritu. Hoy hasta los criminales pueden ser calificados de inteligentes, como si la inteligencia no estuviera en contradicción con la maldad; y muchos hombres públicos (políticos, funcionarios, empresarios, especuladores, etcétera), reputados de inteligentes, han sido responsables de la ruina del mundo, lo cual es suficiente para probar que no eran muy inteligentes.

En su calidad de fetiche de la Cultura Culta, desde sus orígenes le hemos concedido al objeto libro connotaciones mágico-religiosas que llegan a nuestros días con un místico y dogmático manto pedagógico y un inocultable tufo demagógico-redentorista más cercanos al mesmerismo que a la lógica. Pensamos que el libro por sí mismo posee poderes magnéticos y nos olvidamos que la fuerza del libro no reside en el libro en sí, sino en el pensamiento, las ideas y las emociones que podemos activar al leer libros. Más allá de misticismos, incluso lo más importante de los libros no es lo que contienen, sino lo que suscitan.

El día que comprendamos y admitamos, razonablemente, que muchos de nuestros supuestos culturales y librescos requieren de un buen análisis, una amplia reflexión y la prueba de fuego de la razón ética, ese día comenzaremos a entender algo más valioso que únicamente leer libros y acumular lecturas.

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