Laberinto
Devorada la última página, el artista adolescente cerró el libro con nostalgia y siguió evocando las páginas luminosas que narraban la trayectoria del militante. Hay un misterio en la violencia que seduce a la letra. En la época moderna, el intelectual ha patrocinado decididamente ciertas formas de violencia que se consideran refundadoras, desde los movimientos fascistas y las revoluciones socialistas hasta las explosiones anarquistas. El ideal heroico, aunado al fervor ideológico, promueven, entre muchos intelectuales, una visión positiva de la violencia como acto de depuración social, afirmación de lo justo y extensión de lo civilizatorio. Pero ni siquiera hacen falta motivos ideológicos fuertes, el culto a la guerra de algunos autores, por ejemplo, revela una fascinación por ese fenómeno debido a su carácter de vivencia extrema. No es extraño que muchas obras escritas entre trincheras muestren una intensa euforia y que Ernst Jünger hable de la Primera Guerra Mundial como la última guerra clásica de “entusiasmo por la muerte”. Cierto, la guerra, la revolución o la revuelta permiten fundir el destino solitario y rutinario del individuo en las fuerzas de la colectividad y el movimiento de la historia. La inversión de los valores, el cambio en los códigos y relaciones interpersonales, el congelamiento e intensificación del presente, la alerta y exacerbación de los sentidos son parte de esa seducción adictiva de los estados límite.
Hay entonces este “misticismo bélico” que criticaba Walter Benjamin en el que el horror es superado por la expectación de la guerra. Se trata de una estetización de la violencia que busca darle prestigio trágico a una vida mediante la materialización de la ficción. De hecho, la gran preocupación de muchos apólogos de la guerra ante los avances tecnológicos era la erradicación de su “humanismo”, su tecnificación y burocratización que propiciarían que el combate no fuera entre hombres, sino entre computadoras. Pero si la violencia podía llegar a aliarse con el ideal político, la que vivimos ahora es un gesto mecánico, un bajo placer predatorio, que pulula entre vacíos de poder y fermentos sociales degradados. Para Michel Wieworka en su Le violence las categorías bajo las que se analiza la violencia deben renovarse, una vez que el crepúsculo de la lucha de clases y el fin de la Guerra Fría quitan las mayúsculas a la noción de conflicto, aunque fragmentan, multiplican y diseminan la violencia: desde esas formas “infrapolíticas”, las cuales expropian el monopolio de la violencia al Estado para la práctica del tráfico de drogas y otros ilícitos, hasta esas formas “metapolíticas” de fundamentalismo religioso o étnico. El desencantamiento y deslegitimización de la violencia tendría, al menos, la ventaja de limitar su reivindicación por parte de los intelectuales, pero los repertorios y motivos de la violencia heroica no se agotan en las mentes letradas, aunque cada vez sean más grotescos.
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