Laberinto
Diseño gráfico
Llegué a México en mayo de 1949 —aquí estaba mi padre de refugiado desde el 39 y yo prácticamente no lo conocía, porque lo había dejado de ver a los siete años. Él sabía algo de mi vocación, que desde entonces era muy clara: dibujar, recortar, pegar, y me preguntó: “¿Qué quieres hacer?” Como en Barcelona yo había trabajado desde los trece años y la escuela me asustaba, le dije: “Quiero trabajar”.
Él tenía un amigo en el Diccionario Enciclopédico UTHEA, que estaba haciendo un grupo de refugiados españoles, me recomendó con él y comencé a hacer dibujitos de línea para el diccionario: caras, flores, máquinas, mapas. Dibujé casi toda la letra C. Eso fue en el 49.
A principios del 50, o sea hace sesenta años, un amigo que ahora es maestro emérito de la UNAM, Federico Álvarez, me dijo que Miguel Prieto, también refugiado español, necesitaba un asistente en la oficina de ediciones del INBA. A partir de entonces mi vida, que se había transformado con mi llegada a México, encontró realmente una posibilidad de desarrollo.
Unos meses después, el mismo Prieto me llevó como asistente al suplemento México en la Cultura, en Novedades. Ahí conocí a Fernando Benítez, que fue mi segundo gran maestro y entrañable amigo durante cuarenta años.
Aprendí diseño gráfico con Miguel Prieto en una época en que no se había desarrollado en México una teoría o una práctica del mismo —Prieto era conocido como tipógrafo o maquetista. El diseño gráfico, tal como lo aprendí y lo he practicado, tiene que ver con la difusión cultural. A mí me interesa que el diseño sea bueno, estéticamente eficaz, pero si se trata, por ejemplo, de la portada de un libro, la idea es que ese libro se lea, que la portada sugiera su contenido y despierte el interés de los lectores.
Los diseñadores jóvenes han enloquecido un poco con la facilidad que les da la computadora, una máquina extraordinaria que les permite, en primer lugar, tener muchísimas fuentes de tipografía, lo que era impensable cuando me inicié con Miguel Prieto. Nosotros manejábamos siete, ocho, doce tipos de familias y ahora, supongo, hay mil o más que se pueden extender, inclinar, poner sobre un fondo de color que se ve enseguida en la pantalla, cambiar de fondo. Pienso que esa facilidad ha pervertido el diseño entre los más jóvenes, y veo publicaciones que son muy difíciles de leer, con muchas propuestas de imágenes que impiden el papel real del diseño gráfico, que es ayudar a la lectura, a la difusión de una publicación.
Para diseñar, es básico que el diseñador conozca el texto sobre el que va a trabajar, ya sea de un libro, de una revista o de un suplemento, es absolutamente necesario. Una de mis premisas cuando estaba en la Imprenta Madero, era que los muchachos tenían que saber exactamente sobre qué y para qué estaban diseñando.
El diseño es un arte aplicado, tiene una parte de creación pero ésta tiene que cumplir una función con respecto al texto, si no la cumple deja de ser diseño y deja de ser arte.
Deslumbramiento
Lo primero que descubro al llegar al México es la luz, que me deslumbra. Me enamoré del país, que para mí era un país de acogida, el país donde encontré a mi padre.
Para mí, llegar a México significó la libertad. Venía de años muy duros y aquí la vida se me abrió; aquí nací no por segunda, sino por primera vez, y mi desarrollo desde entonces ha sido armónico, siempre con amigos entrañables que me han querido y apoyado en mi trabajo.
A pesar de que yo era muy tímido, desde el principio comencé a relacionarme con el mundo cultural de México. En la oficina de ediciones del INBA veía a prudente distancia a Salvador Novo, Miguel Covarrubias, Julio Prieto, Luis Herrera de la Fuente, Luis Sandi, Fernando Gamboa, que eran jefes de departamento en el INBA. A Carlos Chávez, que era el director, nunca lo vi. Entonces, mi relación con la cultura mexicana tenía de dónde agarrarse muy bien.
Al mismo tiempo, como asistente en el suplemento cultural de Novedades, tenía que pasar a recoger textos a la casa de Alfonso Reyes, a la de Paul Westheim y a la de muchos otros de los que se reunían en torno a Fernando Benítez en México en la Cultura.
Era una época excepcional y tuve oportunidad de aprender en todo momento. Me interesé por la música y el arte popular, por el arte colonial, por todo el arte prehispánico que se desprendía de Teotihuacan, por la pintura mural, que me impresionó muchísimo. Yo venía culturalmente bajo cero y todas esas cosas —que en sí mismas tienen un gran valor— fueron descubrimientos fundamentales.
La ruptura
En Barcelona había estudiado dibujo, cerámica y escultura, pero los estudios era muy malos. Al llegar a México, aunque las escuelas me asustaban, fui seis meses a La Esmeralda y luego, por indicación de Miguel Prieto, a la academia de Arturo Souto, un pintor refugiado. Estuve yendo un par de años por la tarde, al salir de la oficina de ediciones del INBA —que yo encabecé en cuando Prieto decide retirarse.
Con esas bases mínimas, comencé a pintar por mi lado. Era un pintor de sábados y domingos, porque tenía mucho trabajo como diseñador gráfico. Sabía que como diseñador cumplía una cierta función cultural y por lo tanto social, y eso me permitía entretenerme como pintor —muchas veces he dicho que no era mi interés ser pintor, a mí me gustaba pintar, me gustaba hacer escultura, grabado, pero siempre pensando que eran actividades sobre las que yo no tenía que darle explicaciones a nadie. Tengo una enorme admiración por la pintura, por la historia de la pintura, y me cuesta mucho trabajo pensar que yo pueda estar metido en ella; prefiero pintar con absoluta libertad, sin preocuparme qué función está cumpliendo lo que hago.
En 1958, en la Galería Proteo, hice mi primera exposición —por cierto figurativa— que podría considerarse un error de juventud si no fuera porque ya tenía veintiséis años. A partir de ella, me habló por teléfono Manuel Felguérez, quien sigue siendo mi gran amigo, para que fuera a una reunión y nos conociéramos. Fui y ahí comencé una relación con Lilia Carrillo, esposa entonces de Manuel, con Fernando García Ponce, Alberto Gironella, Vlady, Enrique Echeverría y otros del grupo que luego sería conocido como La Ruptura.
Algunos de ellos, como Felguérez y Gironella, eran cuatro o cinco años mayores que yo y los consideraba mis maestros; siempre tenía muy presente su obra, el significado de eso que a mí me gusta más llamar apertura que ruptura. En ese campo de la apertura estaban también Rufino Tamayo, Carlos Mérida, Juan Soriano, Pedro Coronel, quienes tenían una obra consolidada que para mí era muy importante.
En Novedades conocí, a distancia, a José Luis Cuevas, otro integrante de La Ruptura, quien llevaba sus textos al suplemento, que eran recibidos con gran alborozo por Fernando Benítez y a los que yo les daba el mayor despliegue posible. No recuerdo si en esa época alguna vez llegué a hablar con Cuevas.
Imagen de una generación
Al salir del INBA, me integré a Difusión Cultural de la UNAM, que dirigía Jaime García Terrés, quien también tenía a su cargo la Revista de la Universidad, que era mensual y pretendía tener un nivel superior al del suplemento de Novedades, aunque en ambas publicaciones participaba casi el mismo equipo de escritores. Así fui conociendo, no sé en qué orden, a Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Emilio García Riera, Jorge Ibargüengoitia, Elena Poniatowska, Salvador Elizondo… y por un motivo o por otro, teniendo en cuenta mi timidez, me hice amigo de todos ellos. Esa es mi primera imagen de una generación que culmina con Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco —y que en pintura podría terminar con Toledo.
La relación entre todo ese grupo era de amigos y había una gran convivencia entre gente de distintas disciplinas. El teatro se estaba renovando con Juan José Gurrola, José Luis Ibáñez, Alejandro Jorodowsky —el de entonces, el bueno, no el actual que es una cosa rara. En el cine, empezaban Arturo Ripstein, Jorge Fons, Felipe Cazals; estaba el grupo Nuevo Cine, apoyado en cierto sentido por Luis Buñuel, y todos teníamos como centro La Casa del Lago, de la UNAM.
Ese grupo, en el que teníamos la presencia de Octavio Paz y Luis Cardoza y Aragón en la crítica de arte y donde también estaban Jaime Sabines, Vicente Leñero y muchos otros, con los años ha crecido enormemente y se ha fragmentado, lo cual crea una riqueza mayor.
Actualmente no sé cómo se relacionan los jóvenes, lo que sí veo en los pintores de veinte, treinta o cuarenta años, es que todos sobreviven y hacen un trabajo espléndido, lo mismo que los escritores. A veces me pregunto: ¿en esta época tan difícil, cómo se sostienen, cómo logran vivir de lo que hacen? Para mí eso es un misterio. Y luego están las editoriales, las grandes, por supuesto, pero hay muchísimas editoriales pequeñas en las que los escritores nuevos —y los no tan nuevos— están publicando. Creo que México vive un momento culturalmente rico que, me atrevo a decir, tuvo sus orígenes en esos años sesenta en los que se abrieron tantas posibilidades, tantos caminos, y en los que resultan esenciales Jaime García Terrés y Fernando Benítez.
Ediciones ERA
Hace cincuenta años yo hacía mis diseños para el INBA y Difusión Cultural de la UNAM, pero como independiente, porque no estaba en sus plantillas. Los hacía en la Imprenta Madero, que era pequeña y tenía algunas horas libres que yo pensé aprovechar para editar algunos libros, ese es el origen de ERA, uno de los trabajos de los que más orgulloso me siento.
No sabía a dónde podía llegar con esa idea, afortunadamente tuve el apoyo de los hermanos Expresate: Jordi, Francisco y Neus y del padre de ellos, don Tomás, uno de los dueños de la librería y de la imprenta Madero, quien a pesar de que el proyecto debió parecerle una locura de jóvenes —ninguno de nosotros había cumplido treinta años— nunca nos negó su ayuda.
Cuando comenzamos a publicar, Neus estaba —creo— en Estados Unidos, afortunadamente llegó a los siete u ocho meses y se hizo cargo de la editorial. Por mi parte, busqué la colaboración de mis amigos de La Ruptura, de la Revista de la Universidad y de México en la Cultura, en especial de Fernando Benítez, autor de nuestros dos primeros libros.
Durante todo ese tiempo, Neus y yo íbamos orientándonos sobre las posibilidades de mantenernos como una editorial independiente y pequeña, pero ERA fue creciendo y aparecieron nuestras primeras colecciones, como Alacena, que publicaba a los más jóvenes: Juan García Ponce, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis…
A Neus y a mí —sobre todo a ella— nunca nos ha gustado hablar de ERA, porque pensamos que de una editorial es muy fácil conocer la historia si se estudia su catálogo, ahí están los temas y autores que ha publicado. Así que si alguien quiere saber cómo han sido los cincuenta años de esta editorial tiene que recorrer su catálogo, ahí está lo que que ha sido y seguirá siendo, ahí están por ejemplo Los indios de México de Fernando Benítez o las obras completas (26 tomos) de José Revueltas, autores como Augusto Monterroso y Gabriel García Márquez… en fin, son muchos y es muy delicado seguirlos nombrando porque siempre quedarán algunos pendientes.
En aquel momento, a principios de los sesenta, estaban las editoriales del INBA, de la UNAM, el Fondo de Cultura Económica, Porrúa, pero no había ninguna que recogiera el trabajo de autores que surgían de la apertura, del enriquecimiento de la cultura mexicana, y nosotros ocupamos ese hueco con una editorial pequeña, novedosa, con imágenes y temas diferentes. Poco después que nosotros aparecieron Joaquín Mortiz y Siglo XXI, creadas, respectivamente, por dos editores excepcionales: Joaquín Diez Canedo y el doctor Arnaldo Orfila.
Benítez y los suplementos culturales
Fernando Benítez, para mí, fue una persona simplemente excepcional. Era muy crítico, tenía una gran capacidad para reconocer a los nuevos talentos y un sentido del humor que lo volvía entrañable. No hacía publicaciones para que estuvieran a sus órdenes, sino al servicio de la cultura, de los jóvenes y de los mayores, a los que él admiraba y quería muchísimo. En México en la Cultura estaban desde Alfonso Reyes hasta escritores latinoamericanos como Germán Arciniegas, Alejo Carpentier, Benjamín Carrión, que aparecía siempre en la página tres del suplemento.
Benítez tenía una gran idea de lo que era la cultura y una enorme visión de México; llevaba una estrechísima relación con la vida política y social y siempre estaba haciendo reportajes. Tenía un encanto personal y una manera de ser que no a todos les caía bien, porque a veces era agresivo, aunque generalmente con razón. Lo quise mucho y tuvimos una relación extraordinaria. Para mí fue un apoyo fundamental, lo fue para ediciones ERA —por ejemplo, él recomendó la trilogía sobre Trotsky de Isaac Deutscher—, fue una gente muy cercana, muy colaboradora, particularmente interesada en los jóvenes, a quienes apoyó de manera entusiasta.
Con Fernando Benítez conocí la importancia de los suplementos culturales, y veo de una manera muy dolorosa su declive en México. No me explico a qué se debe la reducción, no sólo de los suplementos sino de las páginas culturales en los diarios. La crítica —literaria, de arte— es infinitamente inferior a la que existía hace quince o veinte años. Me acuerdo que a fines de los cincuenta o en los sesenta, uno exponía por primera vez y, siendo un perfecto desconocido, tenía cuando menos una nota en cada periódico. Ahora veo exposiciones formidables de las que nadie escribe, y eso tiene que ver con la reducción del espacio dedicado a la crítica, a las páginas culturales, a los suplementos.
La vida cultural en México es enorme, muy rica, pero tengo la impresión de que la prensa no la refleja.
España y México
Nunca extrañé España, hacerlo hubiera sido extrañar diecisiete años terribles; los tengo muy presentes, forman parte de mi vida, significaron si no enseñanzas culturales, sí enseñanzas humanas que me han acompañado siempre, pero mi país, desde que llegué, ha sido México. Yo sabía que aquí me iba a quedar, pero nunca dije: “Soy mexicano, qué contento estoy”. Me di cuenta de que era mexicano catorce años después de llegar, cuando me tomé un año sabático en Barcelona, a donde fui a visitar a mi padre que había regresado, estaba enfermo y yo quería que conociera a sus nietos. Entonces me di cuenta de que México me había ganado; estaba trabajando encerrado, como trabajo casi siempre en la pintura, cuando me di cuenta de que era mexicano. Eso fue en 1964, vino el 68 y supe que mis problemas, que mis querencias, que mis amores, estaban en México.
En septiembre de 1960, Ediciones ERA publicó La batalla de Cuba, reportaje de Fernando Benítez sobre la revolución cubana. Con ese título comenzó su historia la editorial fundada por los hermanos Espresate (Neus, Jordi y Enrique), Vicente Rojo y José Azorín, hijos de refugiados españoles y quienes con las iniciales de sus apellidos le dieron nombre al proyecto que enriqueció el panorama literario con nuevas voces y tendencias —y que con una clara vocación de izquierda recogería textos de autores como Adolfo Sánchez Vázquez, Pablo González Casanova, György Lukács y Antonio Gramsci.
El segundo libro publicado por ERA fue otro reportaje de Benítez: Viaje a la Tarahumara, a partir de entonces su catálogo registra una gran cantidad de obras y autores de indudable trascendencia, entre los que se encuentran Carlos Fuentes (Aura), Gabriel García Márquez (El coronel no tiene quien le escriba), Friedrich Katz (Pancho Villa), José Lezama Lima (Paradiso), Malcolm Lowry (Bajo el volcán), Carlos Monsiváis (Días de guardar), Augusto Monterroso (La oveja negra y demás fábulas), José Emilio Pacheco (de Los elementos de la noche a La edad de las tinieblas y Como la lluvia), Sergio Pitol (El tañido de la flauta), Elena Poniatowska (La noche de Tlatelolco) y José Revueltas (Obra completa).
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