El Universal
Una noche de viento amargo y lluvia copiosa me encontraba dormido en la habitación de un hotel. Los hoteles son los únicos dormitorios en los que suelo descansar y en donde mis recurrentes pesadillas se desvanecen. Lo contrario es lo cotidiano: el insomnio que produce el miedo a que los perros armados entren a tu casa y asesinen lo que más quieres (en nuestra ciudad sólo los ladrones viven en libertad). En el hotel nada es mío y los fantasmas que rondan entre sus paredes me resultan ajenos. Ninguno de ellos tiene un rostro conocido. En la madrugada, a punto casi de amanecer, me di cuenta de que había dejado encendido el televisor. En la pantalla una mujer se daba a la tarea de convencer a su auditorio nocturno que con el auxilio de un aparato podríamos hacer ejercicio de manera divertida, breve y sin sufrimiento. Estuve durante horas absorto escuchando ese cúmulo de tonterías como si de pronto hubiera sido aquejado de una severa parálisis.
Hace tres años estuve en Frankfurt por razones de poco peso e interés y fui hospedado en el piso 30 de un hotel para ejecutivos u hombres de negocios. La primera noche los fantasmas de estos hombres solos que durante las noches miran televisión, hacen una llamada a su esposa y orinan concentrada su vista en el retrete blanco, no me permitieron un sueño sosegado. Sus pasos nocturnos, nerviosos, señal de un miedo que no aciertan a comprender andaban sobre mi esternón como en un pasillo sin salida. Un poco de ejercicio divertido y sin sufrimiento habría hecho bien a esas almas atorrantes e infelices que ni siquiera podrían escapar por la ventana pues a esas alturas del edificio las ventanas se clausuran y las nubes siguen su camino hacia la nada. No soporte la estancia en esa habitación y al día siguiente renté una en un hotel barato cercano a la estación de trenes. Cuando entré a la recepción una prostituta se rió de mi aspecto sombrío y con su dedo barnizado me señaló la etiqueta de mi camisa. “Se ha puesto usted la camisa al revés”.
“La vida es breve y el arte largo” es una aforismo de Hipócrates. Como todos los aforismos este tampoco quiere decir nada y sólo es una llamada a continuar la creencia de que entendemos el sentido oculto de las cosas. Un discurso breve o una novela corta hacen que las bodas o la literatura sean menos desquiciantes. Una visita breve y amable vuelve sabios a nuestros huéspedes. La brevedad es sin embargo relativa y parece imposible asumirla como un valor absoluto. Cada uno de nosotros es la medida del tiempo y el reloj que usamos para ello carece de números. En estos días me he dedicado por completo a la lectura de los cuentos reunidos de Saul Bellow y he descubierto de qué manera cierto sufrimiento a la hora de la lectura es necesario si uno quiere abrir la ventana de todos los pisos 30 del mundo y liberarse. Bellow apreciaba la brevedad, aunque en sus relatos casi nunca la practicó. Él escribió: “Los hombres que preferían a las mujeres gruesas (¡cuanto tiempo hace de eso!), solían decir que nunca puede haber demasiado de algo que es bueno”. Sufrir, caminar mucho, dormir en una cueva, romperse los ligamentos, sanar bajo el portal de un bar clausurado, así se leen los relatos de este gran escritor. Y cuando al fin decide poner punto final a sus cuentos es que ya no se puede seguir adelante, ni tampoco retroceder. Entonces se hace evidente que el arte permanece, aunque la vida sea breve, como sentenciaba Hipócrates.
A mi padre le gustaban las mujeres generosas en carnes, aunque en su tiempo admiraba a una encueratriz a quien apodaban “La cintura más breve”. Habría sido un buen lector de Bellow. Yo apenas lo comienzo a ser y a descubrir que el ejercicio no puede ser divertido o breve porque algo así lleva a la depresión y a la tristeza profunda. Y no requiero probarlo, sólo hace falta encender el televisor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario