sábado, 24 de julio de 2010

El tema de la novela futura

24/Julio/2010
Suplemento Babelia
Javier Gomá Lanzón

Por qué decimos que la novela nace con Cervantes si siglos antes abundaron las novelas griegas, romanas y bizantinas? El mismo Cervantes escribe en el prólogo al Persiles que con su obra "se atreve a competir con Heliodoro", a quien toma como modelo inspirador. El resultado de esa emulación de grave estilo de un autor helenístico hoy olvidado fue una novela algo tediosa, mientras que cuando Cervantes dio suelta a su ingenio, desinhibido ante un asunto de intención relajadamente humorística, concibió El Quijote e inventó un género literario en verdad nuevo. ¿En qué sentido nuevo? Ya los tratadistas del Renacimiento se sentían perplejos ante la novela y no sabían a qué categoría adscribir un género que Aristóteles no había tenido en cuenta en su Poética. Pero si decimos que la novela moderna nace con Cervantes se debe a otras razones, que tienen que ver con su aptitud para dar forma y expresión a determinado estadio del espíritu europeo.

La premodernidad es aquella etapa de la historia de la cultura que interpreta la realidad como un cosmos, un todo ordenado y perfecto. El hombre es, en el mejor de los casos, el rey o el centro del cosmos, pero siempre una parte de él. El arte, durante esta larga etapa cultural, imita la perfección antecedente del cosmos, la celebra, le dedica himnos. El arte premoderno es, en última esencia, celebratorio y su modo natural de expresión se halla en el verso. Entonces sucedió, en ese hiato fundamental de la cultura que se sitúa entre el siglo XVIII y el XIX, que el hombre empezó a tomar conciencia de sí y se constituyó él mismo en un todo, ya no más parte, ni siquiera parte privilegiada del todo cósmico o social: en ese momento tuvo lugar el alumbramiento de la subjetividad moderna. Y ese nuevo todo que es el yo subjetivo no se deja asimilar como antes a la colectividad social, no admite su antigua función de tesela de un mosaico que le trasciende porque él mismo es una totalidad más profunda, más significativa, más plena. El conflicto es inevitable: porque la sociedad reclama del individuo con poderosas armas su integración, su participación en las cargas civilizatorias comunes, su contribución a las necesidades de rendimiento social (el oficio y la casa: la producción y la reproducción), pero el individuo autoconsciente se resiste, recela de dar un paso que percibe como una alienación de su universo privado, siente el extrañamiento de un mundo que no es el suyo y que amenaza con anularlo, y vierte toda su alma en el cultivo amoroso de su intimidad recién ocupada, aun a riesgo de recibir la sanción condenatoria de la sociedad, que le hostiliza, le anatemiza y a veces le aplasta hasta morir. No más himnos de celebración: la prosa de este conflicto -narrado en registro trágico, dramático, cómico o grotesco- demandaba un género literario de nueva planta, un guante a medida que calzarse la estrenada subjetividad: ésta es la esencia de la novela moderna, desde El Quijote de Cervantes a Doktor Faustus de Thomas Mann, así como su tema permanente, con mil variaciones.

La novela se pone del lado del afligido individuo, no de la represora sociedad, pero hubo un intento histórico de buscar la conciliación entre las partes: me refiero a las Bildungsroman, las novelas de educación que, conscientes de lo invivible de la escisión abierta, narran, de forma ejemplarizante, la lenta maduración sentimental del héroe que conduce a la postre, tras muchas experiencias formativas y enjundiosas peripecias, a su gozosa conformidad con el desempeño de un oficio productivo y con la institución matrimonial, es decir, a su condición de ciudadano. Pero, aunque literariamente algunas de ellas apreciables, en su loable ambición de armonizar los dos mundos fracasan sin remedio: así, Wilhelm Meister, de Goethe; Verano tardío, de Sifter; Enrique el Verde, de Keller, entre otras que suelen citarse, cuyas propuestas de conciliación simplemente no son creíbles por muchas razones. La única excepción quizá sea, acaso sin pretenderlo, Jane Austen, quien escribe novelas en las que se produce la maravilla de una tensión felizmente resuelta y de unos personajes que, sin dejar de ser modernos, son también civilizados, miembros inteligentes de su refinada comunidad.

Y ahora ¿qué? Porque lo cierto es que el antiguo conflicto ha cesado. Hubo un tiempo en que el individuo vindicó sus libertades frente a las opresiones tradicionales y el arte noveló con puntualidad esa heroica riña. Pero ahora ya no: nuestra libertad ya no es conflictiva, sino pacífica, pues vivimos en una cultura no represora, en la que las coacciones colectivas han sido deslegitimadas, sus torvas genealogías desenmascaradas, sus pretensiones de validez convenientemente "deconstruidas". El conflicto por la liberación subjetiva ya no es nuestro tema, sino que lo es la indolencia que el hombre liberado arrastra lánguidamente por falta de motivaciones, entregado al consumo de mercancías y de afectos mientras nada en el mundo le induce a ser ciudadano, y entretanto vive en sociedad sin estar socializado. La novela moderna ha perdido el argumento originario, pero la orfandad temática no ha de durar porque otra tarea se impone: narrar el camino biográfico que lleva de las profundidades insondables del yo a la aceptación voluntaria de las cargas civilizatorias. ¿Por qué elegir hoy ser civilizado pudiendo permanecer en la barbarie? He aquí un gran asunto novelesco. La socialización pendiente ya no es conflictiva, pero sí sobremanera problemática, y reclama un género literario que le sea propio. Si en su día fracasó en aquella conciliación imposible la antigua Bildungsroman -en España ni siquiera existió como tal-, acaso ahora este género adquiera nueva actualidad aplicado al viaje formativo, salpicado de aventuras, que parte de la subjetividad inflacionaria hacia la terra incognita de la ciudadanía.

Sea, pues, nuestro lema: menos novela conflictiva de liberación y más novela problemática de socialización.

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